La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad aunque se piense al revés.
Antonio Machado
Las leyes 26.092/2006 (creadora de ARSAT S.A.), 26.522/2009 de Servicios de Comunicación Audiovisual y 27.078/2014 de Argentina Digital de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones fueron sancionadas por el Congreso Nacional. Diputados y senadores votaron un paquete de leyes que reconoce a la comunicación como derecho humano universal y compromete al Estado como administrador de la convergencia y garante de la pluralidad de la información. Tienen clara intención antimonopólica. No fueron contra nadie en particular sino exclusivamente a favor de la democracia y el interés nacional.
Pasaron años.
Gracias a la prepotencia de trabajo de INVAP, CONAE, universidades y pymes tecnológicas nacionales, el gobierno de Mauricio Macri no pudo contra ARSAT pero, por decreto, desarticuló las otras leyes. Alcanzaría con que el Congreso restituya sus plenas vigencias y ajuste detalles técnicos. Estamos dispuestos a un profundo y amplísimo debate ciudadano.
La tecnología no es neutral.
Tampoco es casual que se la venda como tal. Antes de la pandemia, en Capitalismo de plataformas, el canadiense Nick Srnicek advertía que “Internet se ha transformado en una suerte de utopía neoliberal desregulada y con pocos ganadores”. Olvidó señalar que ofrece grandes oportunidades políticas y comerciales. En especial a países como el nuestro que, gracias a universidades públicas y organismos de investigación reconocidos internacionalmente, está en condiciones de crear y exportar productos de alto valor agregado, en vez de “alquilar” o “exportar” egresados.
Resulta dramático que no sólo usuarios y usuarias de TICs lo ignoren.
Demasiados legisladores y comunicadores, políticos y sindicalistas perciben a las tecnologías de la comunicación como meras herramientas. Apenas sospechan la dependencia a la cual nos condena la falta de tecnología propia y renuncian a oír otras voces que la de teóricos de la tecnología o técnicos vinculados a organismos multinacionales de crédito.
Hoy las empresas que venden o alquilan equipamientos, software, plataformas y redes en Argentina, (incluyendo a organismos del Estado, universidades y cooperativas) son los dueños del mercado internacional. Para comprobar su relación con contenidos de plataformas y redes, es suficiente mirar la publicidad insertada en links locales o registrar las agresiones a líderes populares, como la actual vicepresidenta de la Nación.
Así, se produce una paradoja.
Los mismos que reclaman distribución democrática de papel y frecuencias radioeléctricas o lamentan los efectos de las redes sobre audiencias y electorados, expresan a viva voz que “no importa la tecnología que se use para Internet” y no compran equipamientos nacionales “por costosos y de mala calidad”. Lo cual, además de mentira, es un mal argumento frente a logros, por ejemplo, de nuestra industria satelital.
Sin soberanía tecnológica no existe soberanía nacional.
Ya no lo dice Jorge Sábato, Cacho Otegui o Ricardo Bacalor. Byung-Chul Han, el pensador coreano, considera hoy “soberano” sólo al país que dispone de sus datos. Urge poner en marcha políticas que ofrezcan recursos de comunicación a la ciudadanía y a los medios populares y vincularlos con estrategias de organización, estímulo y financiamiento para empresas tecnológicas de arraigo nacional. Y se precisa valorar la magnífica oportunidad que significa la actual guerra tecnológica entre los dos colosos internacionales para llevar a cabo convenios inteligentes que, sin detener nuestras operatorias informáticas, resguarden los intereses nacionales.
* Antropóloga UNR