"Todo el mundo debería tener derecho a quince minutos de fama”, anunció Andy Warhol. Hace unos días un maleable político argentino recreó ese augurio, pero, acaso por franca ignorancia o por natural obediencia a los ajustes que exige el FMI, les quitó catorce minutos a los quince que propusiera Warhol. “Un minuto de fama no se le niega a nadie”, determinó, sin disimular una sonrisa que iba del sarcasmo a la estupidez.
En el acotado espacio de la literatura, muchos escritores, con razón o sin ella, disfrutan de sus quince minutos de fama; lamentablemente, hay otros muchos que ni siquiera gozan de un mezquino minuto. Bernardo Jobson se encuadraba en esta última categoría, algo que, doy fe, no lo desvelaba. Refutaba la sentencia de Warhol con un verso del tango “Vieja viola”: “La fama es puro cuento”, advertía, categórico, desde su metro noventa de altura. En agosto de 1972, el Centro Editor de América Latina publicó su único libro, una colección de cuentos, con el título: “El fideo más largo del mundo”. Hubo otra edición, en agosto de 2008, bajo el sello Capital Intelectual. Ahora se cumplen cuarenta y ocho años de aquella primera edición. “Toda una vida”, puede decir algún comedido, sin riesgo a equivocarse: Bernardo Jobson murió en 1986, a los 58 años.
Aunque se empeñaba en disimularlo, escribir, contar historias, era una de sus fervorosas pasiones. Autodidacta, se jactaba de haber aprendido el idioma inglés sin ayuda de nadie, a fuerza de voluntad y diccionario. Solía pasar las tardes en la Biblioteca Lincoln de la calle Florida, cuando un libro le interesaba más de la cuenta, lo disimulaba entre su ropa y se lo llevaba “prestado”, con el fin de traducirlo en su casa; a veces, lo devolvía. Un viernes a la noche llegó al Tortoni con una abultada carpeta debajo el brazo. “Traigo algo para mostrarles”, dijo. Contó que era un drama en tres actos que tenía a Dylan Thomas por protagonista. Lo había leído en la Lincoln, se lo llevó “prestado”, lo tradujo porque le pareció una obra estupenda y ahora quería compartirla con nosotros. “Escuchen”, dijo, pidió un café doble y leyó sin descanso hasta bien entrada la madrugada del sábado. Cuando llegó a la última página, bebió de un trago el café doble. “No me equivoqué”, dijo. No se equivocó: habíamos escuchado una pieza excepcional.
Era burrero, jugador de truco, hincha de fútbol y excelente cocinero; casi siempre hablábamos de esos temas, y casi nunca de literatura. Sin embargo, más allá de los recuerdos, que se acaban cuando también se va quien los recuerda, de Bernardo Jobson fundamentalmente quedará su literatura. Hoy más que nunca lo veo como a una suerte de Ring Lardner porteño. En sus cuentos y piezas teatrales sabía conjugar, como el norteamericano, humor y sarcasmo; como aquel tenía un hábil manejo de la narración. Acaso igual que Ring Lardner esté condenado a ser una especie de precursor, aunque —en rigor de verdad— no sé de ningún escritor argentino que haya recogido la posta que Bernardo Jobson se vio obligado a dejar la tarde o noche o mañana de su muerte. Lo encontraron, dicen, tirado en la cama. Le hacían coro un par de sillas desvencijadas, una mesa de trabajo, muchos libros y papeles desparramados sin ton ni son. Murió como había vivido: en desorden, con textos a medio terminar, y la cama dispuesta a colaborar con su fiaca, que solía esperarlo, entrañable, a la vuelta de cualquier cosa. Murió como había vivido: solo. Siempre quiso escapar de esa soledad y, sin embargo, indefectiblemente, caía en ella: era la dama indigna que lo visitaba sin remedio.
No recuerdo cómo nos conocimos, seguramente en el Tortoni, en alguna de las reuniones de “El escarabajo de oro”, cuando a puro bullicio ayudábamos a fundar lo que más tarde se llamaría: “la generación del 60”. Recuerdo, sí, nuestro último encuentro. Bernardo solía venir a casa. Jamás tenía hora de llegada, tampoco de partida. Esa vez, que ni él ni yo sabíamos que iba a ser la última, me pidió prestado algo para leer; quería un libro entretenido. Revisó la biblioteca y eligió un título muy especial: “El Manifiesto Comunista”. “A lo mejor así lo leo”, dijo. Era una versión completa del texto de Marx y Engels editado en forma de historieta, con dibujos graciosísimos. Nunca supe si alcanzó a leerlo. A veces se me da por pensar que la muerte lo pescó en plena lectura. Pienso que se murió de risa contemplando el dibujo de un burgués finisecular, empresario o banquero, tan grotesco como los actuales, y eso me tranquiliza.