Un feriado del invierno de 1998, lo llamo a César Cigliutti para ver si salíamos como todos los días que teníamos libres. “Desalojaron a las maricas de la aldea, venite”, es lo primero que me dice del otro lado de la línea. El Gobierno de la Ciudad de Fernando De la Rúa había traicionado todos los reclamos de la CHA de respetar a las personas que vivían en la llamada “Aldea gay” (aunque no solo había gente gay), un asentamiento villero principalmente sostenido por cirujas queer detrás de Ciudad Universitaria, que ese día fue destruido por topadoras, echando con policías armados a las personas de sus casas, sin darles tiempo siquiera para sacar todos sus objetos afectivos. Era un plan de exterminio planificado por De La Rúa con tanto horror que hasta quería ser silencioso: lo ejecutó un feriado para que los medios, que solo contaban con personal de guardia, no pudiesen registrar toda la violencia del procedimiento. Desde que había entrado a la CHA hacía más de un año trabajábamos con las personas que vivían en ese asentamiento popular, y en ese momento crítico no la íbamos a abandonar, sino que teníamos que duplicar todos los esfuerzos para buscar un poco de justicia en medio de esa política oficial extermicida. Sabíamos desde hacía tiempo, lo aprendimos en diálogo con cada ciruja queer, que las supuestas soluciones que ofrecía el Gobierno de la Ciudad para obligarles a irse de allí eran inaceptables: habitaciones temporales en refugios y hoteles donde tenían que ir sin sus mascotas y separades como grupo, destruyendo eso que habían creado como comunidad de resistencia. Resistimos abajo de un puente, durante más de un mes, pasando muchas noches de fogón ahí, organizando ollas populares. Conseguimos gestionando desde la CHA una casa chorizo para que puedan ir a vivir todas personas que resistieron todo ese tiempo. En ese momento yo tenía 23 años, y entre esas historias donde nos escuchábamos iluminándonos con el calor del fuego, aprendí la lección fundamental de la César: que si insistía tanto en nombrar a la CHA siempre, era porque la letra inicial de nuestra organización era de la palabra Comunidad, el más elevado interés de todas sus acciones, de su modo de vida. El sentido de comunidad era la forma de resistencia absoluta si pasamos noches sin dormir abajo de un puente era porque no había que dejar que ningún Estado destruya ninguna comunidad, ninguna organización horizontal donde sean respetados todos los derechos de cada persona como parte de una sociedad de convivencia. No solo esas noches, sino todas las noches durante 25 años que compartí mi amistad con la César, era aprender mientras intentábamos construir en conjunto una comunidad LGBTIQ+ que resiste, siempre guarecida bajo el puente que nos conecta con todo el mundo.

“Nuestra cultura tiene el aprendizaje del conventillo, de vivir todas mezcladas, somos lo opuesto a la cultura del ghetto”, me dijo, y decía más de mil veces, La César, porque él quería encontrar en la cultura argentina el adn de su idea comunitaria, de su forma de pensar la sociedad sin tantos separatismos, aunque la realidad nacional siempre era difícil y más bien lo contrario. Y para eso había que ser conventillera, para hacer la revolución social marica. Su activismo era contra todo individualismo, tanto el promovido por políticas neoliberales como por esa parte del mismo movimiento LGBTIQ+ que promueve falsos defensores de los derechos colectivos para construir poder individual sin articulación verdadera con la comunidad. Las veces que le ofrecieron trabajo como funcionario en el Estado, César lo rechazó, porque el activismo debería ser autónomo, siempre vigilar y restringir el acceso de un Estado que no permita desarrollos de una sociedad libre. Si fue presidente de la CHA mucho tiempo, no fue por una cuestión de poder, sino como premio por su trabajo, un premio que cada activista pensaba que se merecía siempre por su trabajo incansable. Nunca usó ese poder en el interior de la organización, que mantuvo inalterable una política de horizontalidad y consenso. “Acá en la CHA no hay rey, somos todas princesas”, repetía.

La propia biografía íntima de César es un mapa de esa postura frente a la idea de comunidad contra el individualismo miserable: las tres casas en las que vivió desde que lo conozco fueron al mismo tiempo sedes de la CHA, fueran casas comunitarias, donde vivieron muchas personas, llegando a ser albergues para migrantes, para personas vulnerabilizadas; incluso durante años vivió con él La Chilena, una de las personas desalojada de la “Aldea gay”. Pero esa entrega de lo individual en pos de lo comunitario no solo desafió los límites del espacio sino también del tiempo. César era activista las 24 horas, incluso en las horas diarias de su trabajo para mantenerse, que nunca abandonó. Y no exagero con lo de 24 horas, porque hizo terapia para intentar apagar el teléfono mientras dormía, para separarse de estar todo el día pendiente de quien lo necesitara. Y no lo pudo lograr nunca, claro. En los últimos tiempos, por ejemplo, su casa era sede para la acción del frente de Orgullo y Lucha para acopio y reparto de alimentos para personas LGBTIQ+ golpeadas por la pandemia, especialmente de la comunidad trans. Con 63 años, en medio de la crisis del coronavirus, César trabajaba a la par con activistas que iban a su casa para armar bolsones de comida para después repartirlos para que muchas personas no padezcan hambre. No se exagera tampoco si hoy se dice que César dio su vida por el activismo.

Y si estos días César es evocado como maestro del activismo, hay que aclarar que era un activismo de la acción, no del discurso. No sé si conocí a alguien más que él que la encarne plenamente aquella frase célebre que me gusta citar, de que no existen palabras de amor, sino actos de amor. Tampoco conocí a alguien que, por la misma razón, haga realmente justicia a la palabra “activista”. Tuve el beneficio infinito de ser amigo de la César durante casi 25 años, un cuarto de siglo de gozar a carcajadas de su sabiduría, su cariño y su generosidad: y no fue un amigo del activismo, fue un amigo de la vida, porque para él el activismo, el amor y la vida eran un mismo sentimiento comunitario.