Desde mucho antes de la noticia que nos sorprendió a todxs, César Cigliutti tenía en mis recuerdos un contorno especial. Lo visualizaba como uno de los gestores más importantes de nuestros derechos (los “derechos molestos” como escribí una vez), pero un gestor especial: tenía un estilo despojado que no apelaba a palabras rimbombantes para hacer entender a la sociedad en general (y a nosotrxs mismxs) temas y conceptos de gran profundidad.
Para mí, uno de sus grandes logros había sido convertirse en un militante ATP (apto para todo público), de esos que son imprescindibles en las luchas por la igualdad social. Por supuesto, no voy a reducir un liderazgo a una cuestión comunicacional, pero soy un convencido de que un estilo como el de César siempre es necesario ya que, a la par de quienes nunca prestarán sus oídos para escuchar historias de injusticias que se originan en razones sexo-genéricas, también existe una inmensa audiencia “neutra” a la que hay que saber interpelar para que se sume a la legitimidad que pueden ir adquiriendo los problemas sociales. De esa forma se va ampliando la sensibilidad de una sociedad: haciendo ver, haciendo valer, haciendo entender problemas que están ante las narices pero frente a los que se es indiferente porque no los vemos, o porque no nos enseñaron a verlos.
César tuvo una de sus actuaciones más protagónicas allá por el 2002 (parece que fue hace tanto tiempo) cuando puso cuerpo, alma y conceptos para que saliera la Ley de Unión Civil de la Ciudad de Buenos Aires. Recorramos los registros audiovisuales y los diarios de aquel entonces, veamos el modo del encuadre discursivo de la no-heterosexualidad, pensemos en el modo en que la misma gente la encuadraba cotidianamente. No tengo dudas de que encontraremos enormes diferencias con las formas en que hoy se lo hace. Y eso no fue magia, claro que no: en el medio hubo conceptos, o si se quiere slogans conceptuales, esos que César sabía comunicar como casi nadie, con calma, convicción, claridad, y también -pienso siempre- con un dejo de tristeza en la mirada, como si nunca hubiera podido hablar sin recordar los infortunios del pueblo que representaba.
“¿Cuándo se va a terminar la discriminación?”, le preguntaron en un programa de televisión en 2002. “Nosotros trabajamos para eso, aunque sabemos que en muchísimas cosas vivimos al margen de la ley. Pero vamos a seguir viviendo, y vamos a seguir amando, y vamos a seguir haciendo actos de amor y peleando por los valores verdaderos, que son la libertad y la justicia.” En otro programa un periodista (con buenas intenciones) se preguntaba un tanto académicamente por la situación de desigualdad jurídica de las personas no-heterosexuales. César, con su singular calma gestual, puso blanco sobre negro conceptual: “El único motivo por el cual en Argentina no tenemos los mismos derechos se llama discriminación.” Y en otro noticiero, antes de que la palabra se pusiera de moda, lo escuchamos decir: “No se trata de tolerar la diversidad sino de celebrarla. Es parte de la riqueza de cualquier civilización -justamente- la diversidad.” Años 2002 y 2003.
Nuestro diccionario para la convivencia democrática se fue nutriendo de sus palabras, palabras que acompañaba ostensiblemente con su filosofía de vida, que era, sin dudas, la militancia. Hay una hermosa entrevista junto a Marcelo Suntheim por los tiempos de la Unión Civil donde la cámara los toma en su casa y, desde ese lugar “privado” se los muestra planificando acciones políticas y luego se los escucha decir que son, antes que nada, una pareja militante con “dedicación exclusiva”, como se suele decir en la Universidad. César sabía que la discriminación es obstinada, eterna como el inconciente, y que la labor del militante era siempre comenzar de nuevo, mudarse de objetivo, cambiar las estrategias y las tácticas y, sobre todo, volver a tomar la palabra.
Lo conocí en los primeros años 90 en el legendario departamento de la calle Paraná. Por ese entonces yo era un pobre tipo (literal) que no podía salir a la calle mucho más que para ir a la Facultad. Padecía sociofobia como consecuencia de la discriminación. Tommy (un amigo que ya no está) me llevó a un encuentro mitad militante y mitad festivo, a fuerza de insistir. Se hablaba mucho de sida, era la peor época. Recuerdo que también estaban Carlos Jáuregui, Lohana Berkins y Marcelo Ferreyra. Fue algo deslumbrante para mí. Escuchar hablar de política y luego pasar a la sociabilidad. Años después, ya en la casa de la calle Tomás Liberti, varias veces me abrió las puertas (y me prestó la escalera) para que revisara el archivo documental para mis investigaciones. Muy de vez en cuando nos cruzábamos en algún evento (casi no voy a ninguno: mejoré de mi pánico, pero sigo siendo anti-social) y cada vez que eso ocurría me daba aliento para que siguiera escribiendo.
Nuestro último encuentro fue telefónico, hace dos meses (“Cuando puedas hablar, avisame. Un beso.”, decía el whatsapp). Yo había escrito una larga nota sobre los 10 años del matrimonio igualitario para la revista Caras y Caretas. Hablamos o, mejor dicho, dejé que hablara sobre el antes, durante y después de la ley. Sentí que estaba ante una oportunidad impensada: estaba hablando espontáneamente un historiador que había hecho la historia. Lo escuché fascinado. Hablaba en pose de entrevista como cuando iba a la televisión, advertí una vez más su pasión por comunicar, por informar. Lamento no haberlo grabado. Cortamos y pensé “qué pena que no haya escrito el libro de nuestros últimos 30 años”.
Pero hay que decir que la militancia no lo habría dejado. Sabemos que hasta hace pocos días, en plena pandemia, estaba batallando contra la discriminación por la donación de sangre, por la ley nacional de cupo laboral trans, y también, recibiendo y empaquetando alimentos para dar una mano a las comunidades trans desde la CHA. Varias fotos anduvieron circulando por Facebook.
Tuvimos la militancia de César. Ahora nos toca
escribir un lindo libro sobre él.