La peste se introduce de una manera abrupta y azarosa en la vida de las diferentes comunidades y modifica el modo particular de convivencia que se sostenía hasta el momento. Un sufrimiento inesperado que da cuenta de la fragilidad del humano; en el caso particular que nos toca vivir, un virus.
De a poco se enrarece el ambiente. Las noticias, con sus flash, dejan entrever que más allá de los números de muertes y contagios, algo se está comenzando a inocular, en determinadas personas: otra peste, otro virus. En ellos, la conmoción inicial se transforma en odio: los llamados héroes se convirtieron en los portadores del mal, detrás de los aplausos siguieron los escraches a los trabajadores esenciales.
Además se hicieron públicos insultos escritos en autos, en las redes, también amenazas telefónicas: “No se le desea la muerte a nadie, pero a esta lacra sí”, “Ojalá no te salves”, “Rata contagiosa”, “Si te dedicás a la salud, andate del edificio que nos vas a contagiar a todos, HDP”. Incluso se llegó a incendiar sus vehículos.
¿Qué bestia dormida comienza a aparecer, que transforma al semejante en un potencial Alien de terror? ¿Porque se reproduce, infecta o te mata?
Ya no es la covid 19, que como todo virus tiene un ciclo, sino la presencia de algo inquietante, que se mantiene, no muere, no progresa y está en el núcleo de nuestra especie.
Las organizaciones de salud, nacionales e internacionales, en referencia a la covid-19, decían que “estamos frente a una guerra cuyo enemigo es invisible”. Pero vemos cómo este relato de guerra sirve para expresar este otro sentimiento que surgió, y que como rasgo de identidad, como una bandera, produce agrupamiento social: “Estoy en guerra y mi enemigo es el más esencial, el médico, el enfermero, el proveedor de alimentos. Presagian mi enfermedad o mi muerte, ante esto, yo los aniquilo”.
Otra manera de presentarse este mal son las manifestaciones como: “el virus no existe”, “queremos nuestra libertad”, hasta un “si se tienen que morir que pase de una vez, ya no se puede seguir así”, o “soy joven, a mí no me pasa nada”, etc.
Son frases que se materializan en marchas, desafiando el contagio, al punto de que uno de sus participantes falleció días después, por supuesto en su libertad y por la enfermedad que, para él, no existía.
¿Qué puede explicar estos hechos?
Un sesgo es con Freud. Él dice que el narcisismo general y el amor propio de la humanidad han tenido tres grandes ofensas. La tercera fue la peor, la psicológica. Y afirma: “el yo no es dueño y señor en su propia casa”.
Hasta ahora tenemos desconocimiento y agresividad, dos combinaciones que pueden ser letales. En relación a la agresividad, Freud plantea que el hombre “no es una criatura tierna y necesitada de amor”, “sino que dentro de su constitución presenta disposiciones instintivas al servicio de la agresividad”.
Refiere que “esta cruel agresión espera para desencadenarse a que se la provoque o bien se pone al servicio de otros propósitos, cuyo fin podría realizarse con medios menos violentos”.
Por ello se observa que los hombres más inteligentes se pueden conducir ilógicamente como seres que portan una deficiencia intelectual frente a su prioridad afectiva. Obedecen más a sus pasiones que a sus intereses.
El desconocimiento frente a la gravedad de la situación también está provocado por nuestra actitud frente a la muerte, la cual es inimaginable para el yo. Nadie cree en su propia muerte. Entonces los muertos no pueden ser ellos, ni ninguno cercano. La muerte es deseable para los otros, que no son un semejante, sino un próximo, un extraño. El egoísmo, el odio, la desconsideración son evidentes.
“La libertad individual no es un bien cultural”, dice Freud, ni de la cultura que impone restricciones, en pos del bien común, ni del propio yo que es ciego ante sus pasiones.
Con solo pensar en los movimientos antivacunas, que han vuelto a traer el sarampión y otras enfermedades ya controladas y en este momento de gran expectativa por la posibilidad de un antídoto frente a la pandemia, vimos cómo esta idea se cuela en marchas recientes, apareciendo carteles con leyendas como “Traidores a la patria, vacuna genocida” o “Nos quieren implantar un chip para controlarnos”.
Esta peste, como cualquier otra, muestra cómo aflora lo más primitivo de los deseos y la omnipotencia en su materialidad, ante la posibilidad de la enfermedad y la muerte, cayendo, en algunos, hasta los ideales del bien común.
Encontramos así una vez más que “lo anímico primitivo es absolutamente imperecedero” y se puede despertar ante cualquier contingencia.
Mirta Burone es psicoanalista.