En el recuadro pequeño que se ubica entre muchos otros recuadros pequeños, con otras personas o nombres de participantes remotos, de un juicio oral en tiempos de pandemia, se lo ve a Nicolás Placci. Pero él dice que en realidad hay más personas ahí representadas. “Hoy acá, sentado en la cocina de mi casa, contando su historia y la mía, soy yo y también soy ellos”, advirte en medio de su declaración como testigo en el juicio por los crímenes cometidos en los centros clandestinos que funcionaron en Campo de Mayo. Tenía seis meses cuando secuestraron a su papá y a su mamá, que estaba embarazada de entre tres y cuatro meses. Así que, al cierre de su declaración, además de pedir al Tribunal Oral Federal número 1 que “emita Justicia” por los tres secuestros, también lo hizo por “los agujeros en el corazón, las sillas vacías en los cumpleaños y los abrazos que no pudieron ser. Eso también es delito de lesa humanidad”.
Nicolás es hoy un profesor de secundario de 44 años que llama a sus propios padres “los chicos”. “Por cómo quedaron suspendidos en el tiempo, en sus veintis. Pienso que hoy los doblo en edad y experiencia y me entristece”, aclaró ayer. Eduardo Daniel Placci y Alba Noemí Garófalo tenían 21 y 22 años respectivamente cuando fueron secuestrados, en diciembre de 1976. Hacía un año que se habían casado y varios otros que se habían conocido, haciendo trabajo social y voluntario en el barrio Villa Mirta, de Venado Tuerto.
Nicolás fue el primer testigo en la audiencia del juicio por la megacausa de Campo de Mayo en declarar sobre los secuestros de la pareja Placci y Garófalo, militantes peronistas de Montoneros --también sumaron sus versiones Stella Maris Ego, los hermanos de Alba Nora y Uberto y el esposo de Nora, Juan Carlos Mercurio--. Todo lo que él sabe de sus padres y dijo en el juicio, lo reconstruyó tras muchos años de silencio y ocultamiento. Supo de pequeño lo que había ocurrido con su papá y su mamá y fue “creciendo sin saber qué hacer con todo eso, con la esperanza que se iba esfumando. Sin hablar mucho”. Terminó por ocultarlo. “Las consecuencias de todo lo sucedido son enormes, inmensas, incomensurables, infinitas”, remarcó.
Tras el fallecimiento de sus abuelos, decidió “tomar las riendas” de la búsqueda no sólo de justicia, también de alguien concreto: su hermano o hermana. “Mi hermano o hermana habría nacido entre abril y mayo de 1977 y hoy tendría unos 43 años”, calculó. Nora Garófalo, la tía de Nicolás, declaró más tarde que fue la propia Alba quien contó a la familia que sería madre nuevamente.
Un megaoperativo
Nicolás tenía 6 meses y días cuando en la tarde del 8 de diciembre de 1976 Alba lo envolvió en una manta, lo depositó en un cochecito para bebés, abandonó su casa de Quintana 908, en San Martín, provincia de Buenos Aires, cruzó la calle y tocó timbre en la casa de enfrente. “Me dejó con la familia Ego, a quien no conocía. Le pidió un favor, que me cuide, que ella iba a dejar al hijo de unos amigos en su casa y volvía”. Tal cosa no pasó.
Ese 8 de diciembre “un grupo de hombres vestidos de civil, fuertemente armados, llegó a la casa de mis padres. Me contaron que eran muchos, que estuvieron merodeando desde temprano, que llegaron a ubicarse en techos de casas vecinas. Había varios vehículos del operativo con personal de la Policía de San Martín, de la Brigada”, detalló Nicolás. No se los volvió a ver.
Nicolás pasó entre un día y dos con la familia Ego hasta que sus abuelos maternos fueron a buscarlo. Se crió con ellos en La Boca, a quienes llamaba mamá y papá.
Esa casa había sido adquirida por el matrimonio --Alba y Eduardo se habían casado en 1975-- días antes de ser secuestrados, el 26 de noviembre. Y sigue siendo de ellos hoy, según averiguaciones que hizo su hijo. Sin embargo, fue ocupada desde hace años y sigue estándolo por el policía bonaerense de San Martín, retirado, Rolando Ríos y su esposa. Nicolás reclamó por la casa, además de solicitar que se investigara si Ríos había participado del secuestro de sus padres.
Conocer la verdad
“Una mañana me levanté, fui a la cocina y mientras mi abuela, a quien yo llamaba mamá, me preparaba el desayuno, le pregunté muy inocentemente por qué las mamás de mis compañeros y compañeras eran más jóvenes que ella. Recuerdo ese momento como si hubiese sido esta mañana. Mi abuela me contó con mucho amor lo que había pasado con mis padres”, testimonió Nicolás. Era 1983 y él tenía 7 años.
Su vida cambió por completo. “Dejé de jugar, de saltar, de treparme a los árboles y empecé a esperar”, resumió. Y graficó cómo día a día se sentaba en el escalón de la vereda: “A esperarlos, porque mi abuela me dijo que vendrían a buscarme”, subrayó. “Fui creciendo sin saber qué hacer con todo eso, con la esperanza que se iba esfumando. Sin hablar mucho. Terminé por ocultarlo. No le contaba a nadie, no quería que mis amigos lo supieran, dejé de tener amigos”.
Tomar las riendas
Pasaron años hasta que el ya joven Nicolás decidió tomar las riendas de la búsqueda de verdad y justicia. Manolo, su abuelo materno, había fallecido “sin saber un solo dato, y él se merecía tanto saber”, deseó entre lágrimas. Se puso entonces en contacto con sus tíos paternos, que vivían en Venado Tuerto, y pasaron “días enteros” hablando. “Parábamos sólo para dormir”, rememora.
Eduardo nació en esa ciudad de Santa Fe. Alba llegó allí de chica, junto a sus hermanos y sus padres. Su papá era pastor de la iglesia Evangélica Metodista y cada tanto lo trasladaban. “Heredó los valores de la solidaridad y el brindar ayuda. Quería ser asistente social”, contó. Comenzó sus estudios en esa ciudad y allí se quedó cuando la familia debió mudarse a La Boca. Durante su carrera, Alba comenzó a realizar trabajos de alfabetización y comedor en Villa Mirta, un barrio vulnerable de Venado. Allí conoció a Eduardo y a su hermano Lolo. Se sumaron a militar a la Juventud Peronista y luego pasaron a Montoneros. Vivieron en San Nicolás y, por último, San Martín. “Usaron la política para lo que verdaderamente sirve: transformar socialmente para bien”, opinó Nicolás. Los tres están desaparecidos.
La declaración de Nicolás fue larga y desplegó cada detalle que pudo recolectar durante sus años de intentar cubrir ausencias imposibles de llenar. Al final de su testimonio, le dedicó unas palabras al tribunal, compuesto por los jueces Silvina Mayorga, Daniel Omar Gutiérrez y Nada Flores. “Es muy evidente que los responsables de los crímenes fueron los funcionarios estatales que tomaron el poder por la fuerza y cumplieron con un plan de exterminio, llevando a cabo un genocidio de magnitud nunca antes visto. Reclamo ante este tribunal la capacidad de emitir justicia que tienen contra los responsables que actuaron en los centros clandestinos dependientes del primer cuerpo del ejército, que son delitos que hoy pueden verse. Pero también por aquellos que no se ven: el agujero vacío en el corazón, las sillas vacías en los cumpleaños familiares, los abrazos que no pudieron ser. Son todos crímenes de lesa humanidad”.