Si hay una exhibición que condensó el poder del arte y su capacidad de meterse en los poros de la sociedad hasta desatar efectos impensados, esa es León Ferrari. Retrospectiva: obras 1954-2004, con curaduría de Andrea Giunta, inaugurada en el Centro Cultural Recoleta el 30 de noviembre de 2004.

Desde el momento en que el arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Bergoglio, se levantó contra la muestra calificándola como “una blasfemia que avergüenza a nuestra ciudad” (2 de diciembre de 2004), la escalada de violencia no dio tregua. Lucas dice: “Todo el que pronuncie alguna palabra contra el Hijo del Hombre será perdonado, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón”. Y en el Antiguo Testamento, la blasfemia —ofensa a la divinidad— se castiga con muerte por lapidación.

A partir de ese momento demandas judiciales y actos violentos asediaron la exhibición. La Asociación Cristo Sacerdote inició una acción: alegaba que las obras podían provocar heridas en los sentimientos religiosos. Clasificaron las obras según a quién correspondía la supuesta ofensa (Dios, la Virgen, el Papa).

Ante esta situación, Giunta, historiadora del arte, investigadora, curadora actualmente de la 12º Bienal del Mercosur y de Pensar todo de nuevo en la galería Rolf Art, recibió a jueces y sacerdotes, y hasta hizo “visitas guiadas judiciales”. Es que por la demanda, la jueza pidió ver la escena del crimen: en la visita por la sala Cronopios participaron los sacerdotes demandantes y la jueza. “Algunos sacerdotes escuchaban; otros estaban fuera de sí”, recuerda Giunta.

Mientras que los demandantes pidieron que se quitara una serie de obras de la exposición, la jueza dispuso sin matices la clausura de la muestra. “Generó la figura inédita en la jurisprudencia argentina de censura judicial”, señala Giunta. Tras la apelación de la Procuraduría de la Ciudad, un nuevo falló dispuso que la exhibición podía abrirse al público.

El artista y la curadora hicieron frente a una causa penal por el delito de discriminación e incitación al odio religioso. Al expediente se sumó otra denuncia penal aún más insólita por “hostilidades con peligro de declaración de guerra”, en la que junto al artista fueron imputados Nora Hochbaum (ex directora general del Centro Cultural Recoleta), Andrea Giunta, Gustavo López (ex secretario de Cultura de la Ciudad) y Aníbal Ibarra (exjefe de Gobierno porteño). De esta causa fueron sobreseídos todos los imputados.

Las obras que más rechazo desataron entre sacerdotes y religiosos fueron las que aludían al infierno. Miembro selecto del Cihabapai (Club de Impíos Herejes Apóstatas Blasfemos Ateos Paganos Agnósticos e Infieles en Formación), Ferrari propuso la abolición del infierno. En una de las cartas que le escribió a Juan Pablo II le pidió expresamente “la anulación de la inmortalidad y la vuelta a la justicia del Pentateuco: que con la muerte terminen los sufrimientos que el Evangelio quiere eternizar”. Ferrari pensaba que la idea del infierno había calado tan hondo que millones de personas terminaron creyendo que aquel que no pensaba de una determinada manera sería castigado. Para Ferrari, en esa creencia basada en la intolerancia radicaba el origen de exterminios y conflictos en Occidente.

Escribió ensayos sobre el tema que devinieron ponencias en congresos internacionales. En sus obras también aludió a aquellos artistas que escenificaron las amenazas y los castigos a quienes no seguían los preceptos de la fe: Miguel Angel, Giotto, El Bosco y Durero. Para Ferrari, esos tormentos que se anticipaban para los pecadores en el más allá eran violaciones a los derechos humanos. Con las obras de la serie del infierno quería evidenciar que esos cuerpos, representados en un caldero en el juicio final, podían ser nuestros cuerpos. Para plasmarlo de forma potente y con economía de recursos, recurrió a imágenes de los santos en ollas y sartenes de cocina.

Pero en el CCRecoleta la violencia devino incontrolable. Un equipo de seguridad integrado por 40 personas destinadas a la vigilancia en sala no resultó suficiente. Un hombre rompió una biblioteca con botellas y, después de que una mujer se cortara, amenazó al público con vidrios filosos. Tiraron agua bendita sobre las obras; hubo amenazas de bomba. Al grito de “Viva Cristo rey, carajo” unos hombres destruyeron obras de la exhibición. Ferrari les inicio una demanda. Ganó el juicio: tuvieron que hacer trabajo comunitario; el artista donó a la Comunidad Homosexual Argentina el dinero que le pagaron por las obras destrozadas.

Al tiempo que la exhibición debía hacer frente a cuestiones legales y agresiones, Ferrari no podía poner un pie en la calle ni en la exposición. Apenas abría la puerta de su casa, una multitud se acercaba a abrazarlo; la gente salía de los autos para saludarlo con devoción. Devenido estrella adorada, para salir tenía que disfrazarse. Algunos iban a besarse y otros a rezar abajo de La civilización occidental y cristiana, su emblemática obra con un Cristo de santería crucificado sobre un avión de guerra norteamericano, que ahora se exhibe en acceso al Museo Nacional de Bellas Artes, y que puede observarse desde el espacio público.

Tras reiteradas amenazas de bomba que obligaron a desalojar el Centro Cultural Recoleta y el edificio de la OEA –y el temor de que alguna vez se concretara la amenaza–, Giunta habló con Ferrari: decidieron adelantar el cierre de la exposición al 29 de enero, un mes antes de lo previsto.