Duplicado en la pantalla el mundo se veía distinto, grande, conmovedor. La vida podía ser una articulación de requiebres cotidianos, placeres, angustias, pero amplificados en cinerama nos devolvían una representación polifónica, emblematizante y marchosa. Ése era el modo de ser parte de un acto colectivo, luego verlo y verse proyectado allí, recuperado. Y aunque estos días estemos sumergidos de un modo extremo entre pantallas y webcam, hace tiempo ya éramos hijos de imágenes tomadas y proyectadas. El 17 de octubre fue el cruce físico del Riachuelo de los trabajadores que venían desde el sur, y fue también el registro panorámico y escalonado de todas y cada una de sus conmemoraciones posteriores, en los noticiarios de los años subsiguientes, cuando el propio hecho era evocado, incluyendo imágenes de la vez anterior, reproduciendo y resignificándolo una y otra vez. La política popular contemporánea fue masiva y popular, mediática. Fue espectáculo e industria cultural de un modo por el que no debe temerse, dado que fue también vanguardia política, politización de las representaciones sociales. Lo nacional y popular de los actos y los noticieros oficiales urdían tramas semióticas que reforzaban y a la vez creaban el acontecimiento histórico: la irrupción del pueblo trabajador en la escena pública, en la política estatal. Eso fue el peronismo, que trabajó su imagen del mismo modo que Roosevelt y Stalin, ligando pueblo y líder, masas y Estado. La reciente industria liviana aportó la Radio a transistores, la música el tango, el arte el cine y el monumentalismo, el deporte el fútbol y el boxeo. Eso fue la modernidad popular, y debemos sentir profundo orgullo y amor por una amalgama cultural en la que nuestros padres y abuelos se socializaron argentinos, adentro del sistema y con oportunidades. Pero si hubo dos potencias que se saludaron, ésas fueron, como decía el mito vuelto a narrarse, el líder y el boxeador. Porque uno fue metáfora del otro. Y en ese mano que se dieron sellaron un pacto histórico, fundaron un folklore.
Cuando Johny Depp encarna a Ed Wood, el bizarro clase B del Plan 9 del espacio exterior, nos cuenta que producir un film de bajo presupuesto podía incluir la contratación del actor Bela Lugosi, compuesto aterciopeladamente por Martin Landau, que vive casi retirado en un bungalow de Hollywood. Bela está solo, acosado por los fantasmas del tiempo transcurrido, y lo obsesiona que su vida artística haya quedado identificada de manera únivoca con la personificación de Drácula (Ted Browning, 1931). Bela Lugosi es Drácula, pero también Drácula es Bela Lugosi. He aquí el gran tema de una industria cultural popular y masiva. Porque esta semana que despedimos a un gran actor como Edgardo Nieva, en un mar de pérdidas cotidianas que nos embarga, tenemos la sensación de haber entrado nuevamente en conversación con un folklore que se tambalea, con una idea de pueblo y democracia que se duela y se reinventa, mientras otras culturas mediáticas amargas y destempladas imponen desestabilización, caos, modestos y amargos berrinches de ultraderecha. Pero vamos a decir de una vez: Edgardo Nieva era el boxeador Juan Manuel Gatica, y el Mono Gatica ya es Edgardo Nieva. Con una gran diferencia, la hermosa película Gatica, el Mono de Leonardo Favio no es clase B ni bizarra ni de bajo presupuesto sino que es al gusto de muchos la mejor película política argentina de todos los tiempos, una apasionada superproducción del cine nacional que no tenía antecedentes y quizás nunca tuvo secuelas salvo la del propio Favio cuando emprendió, subiéndose a su propio pedestal, el poderoso mega documental Perón sinfonía del sentimiento. Es que hasta en eso la película Gatica fue el big bang de un modo de representar la política en la pantalla, donde Leonardo Favio encontró la manera de hablarnos a quienes no habíamos vivido el peronismo histórico. Una forma de narrar el acontecimiento, de reconstruirlo: artesanal, tecnológica, literaria, artística, política.
La película Gatica no da respiro y desde la música hasta el último fotograma es una explosión de belleza y barroquismo, al ritmo de cumbia y mambo, transpiración, trompadas, sexo, consignas, todo en función de contar el melodramático ascenso y caída del héroe popular. Una biografía de pueblo con una decisión sagaz y mayúscula que la inscribe en la cultura argentina: la narración es un montaje paralelo del ascenso y caída del peronismo histórico. Y el héroe deportivo es la expresión/metáfora del héroe político: mientras que uno transpira, golpea y sonríe arriba del ring, el otro transpira, golpea y sonríe en el teatro de la política nacional. Ante las cámaras, en los diarios, en la Radio, en el cine. El ring de Gatica está en el Luna Park y hasta allí va Perón a saludarlo, y Gatica le ofrenda: “Dos potencias se saludan, mi general”. Y el ring de Perón está en Plaza de Mayo, donde siempre fue Gardel, y donde representó como nadie, invicto, al centauro proletario, a la fuerza del pueblo. Aunque tuvo el bombardeo de 1955 como escena nock out, refundadora a su vez de glorias postreras. Ahora bien, de las más de dos horas de duración, debo decir que me quedo para siempre con la primera media hora. En una sucesión digna de Citizen Kane, allí el gran Leonardo muestra por qué es el mejor, por qué nos enseñó tanto. Welles, Godard, Fellini. Pongan el nombre que quieran: nosotros le decimos Leonardo Favio. El tren que llega a Retiro y trae a Gatica de niño huérfano como cabecita negra del interior. La infancia en la calle, la olla popular, el coqueteo con el boxeo, el Rusito. El momento en que tras ser golpeado en una pelea fallida, el niño Gatica le dice al amigo: “Vos no tenés que pelear, Rusito. Dejame a mí, dejame a mí”, la secuencia corta y pasa sin más, cual enciclopedia popular, al 17 de octubre. Paralelo entre el ascenso de Perón y el peronismo y ascenso del boxeador popular. Tapas, logros, triunfos, hazañas, medidas de gobierno. Todas las escenas entre Edgardo Nieva y el malogrado Horacio Taicher son históricas, poderosas, emblemáticas. Y todas las escenas en las que Gatica alterna o se cruza con sobradores, cajetillas, tilingos, escriben nuestro idioma político. Hay una de ellas, cerrando esa primera media hora imparable de película, cuando Gatica ya es Gatica y Perón ya es Perón, que dice así. El mono baja la escalera señorial del restaurante nocturno de lujo al cual ahora que triunfó va. Traje de seda blanca, pañuelo colorado, tiene la cara con curaciones porque viene de una pelea. Está exultante, ganador. Saluda al Rusito, y una chica se la acerca y lo besa en la boca. Le dice “Papito”, y Gatica le baila moviendo los hombros sensualmente. De pronto, choca de atrás con un hombre calvo, canoso, que lo reconoce, le apoya la mano en el hombro y le dice: “Eh, qué pinta que tenés, Mono. ¡Parecés Gardel, ché!”. Y Gatica/Nieva le responde, quitándose la mano con un revés y mirándolo fijo para que no lo olvide nunca: “Mono, las pelotas, oligarcón. Señor Gatica. Y soy Gardel. ¿Entendiste, papito?”. Y completando el movimiento con un golpecito en el mentón agrega: “Volá”. Y retoma el baile. Esos treinta segundos de Favio explican mejor el peronismo que varios tomos y libros de actas. Ahora que Edgardo Nieva emprende el último y definitivo viaje, y nos deja la ficción documental y el testimonio de una época, podemos reconocer en él y en la paleta de Leonardo Favio el modo en que aprendimos historia argentina.