Hay quienes consultan el Manual Merck y se automedican, cuando asoma la nube de la angustia. Hay quienes llaman a su homeópata de confianza o a su especialista en flores de Bach. Hay quienes buscan respuesta en el I Ching. Y están los que encuentran su clona, su árnica, su hexagrama, su dosis de rescate, en los libros de su biblioteca. Yo soy un convencido de que Chejov cura ciertas cosas, y Kafka otras; firmaría ante escribano público que Wislawa Szymborska, Natalia Ginzburg, Clarice Lispector o el loco Dovlatov, me han rescatado de diferentes situaciones, y podría seguir interminablemente con esa lista, hasta el fondo de mi botiquín medicinal. Pero de lo que quería hablarles hoy es del adn del animal lector, del eslabón inicial de esa cadena, el primer momento en que se manifiesta, porque un joven amigo que tengo me contó el otro día una historia preciosa de cómo fue su caso.
Mi joven amigo nació prematuro, sietemesino. Los bebés sietemesinos no lloran cuando nacen, le explicó el médico a la atribulada mamá de mi joven amigo, y después a la familia, que esperaba en el pasillo de neonatología. Y eso es malo, dijo en voz baja la abuela de mi amigo, que había sido toda su vida partera en el campo: es malo porque los bebés lloran para expandir los pulmones. Mi joven amigo, en cambio, fue a parar a incubadora. Incluso cuando lo depositaron por fin en brazos de su madre y le dieron el alta era un peceto azulado; se le veían las venas debajo de la piel casi transparente. Pero la leche materna y el paso de los días lo fueron poniendo rosadito, empezó a abrir más los ojos, dormía mucho, es cierto, y nunca lloraba, pero eso resultó ser una bendición, cuando se le acabó la licencia a la mamá y tuvo que reintegrarse a su trabajo.
El papá, que tenía un bar, se llevaba al bebé a la mañana: cargaba la sillita en el auto, la depositaba sobre el mostrador del bar, y ahí la dejaba hasta las dos de la tarde, cuando aparecía la mamá, a la salida de su trabajo. Así siguieron las cosas cuando mi joven amigo dejó la cuna y empezó a gatear. A la visión panorámica del bar desde el mostrador se le sumó el recorrido terrestre, entre las patas de las mesas y las sillas y las piernas de los habitués del bar, que podría decirse que criaron colectivamente a mi amigo, en el turno mañana de esos primeros años de su infancia. Alguno le dejaba pasivamente la pierna para que usara de sostén y seguía conversando, otro decía que no había que ayudarlo cuando se caía (“¿Ves? No llora; es un hombrecito”), un tercero le daba un sobrecito de azúcar de premio.
Eran todos varones esos habitués, salvo una mujer que se sentaba siempre a desayunar en una de las mesas de la ventana, sola, con un libro, y pedía siempre lo mismo: un café doble negro con una medialuna de manteca. Era flaca, tenía el pelo canoso, usaba anteojos, pero no era vieja. Todos los habitués del bar reaccionaban de una u otra manera a las monerías de mi amigo, salvo ella, que no desviaba nunca los ojos de su libro. Hasta que un día, cuando él se encaramó vacilante delante de su mesa, ella lo miró, se acomodó los anteojos, le leyó una frase del libro que estaba leyendo y bajó de nuevo la vista. Pero se ve que algo notó porque al día siguiente, cuando mi amigo llegó hasta su mesa, ella le puso en la mano un librito, que era más bien un cuadernillo, con letras y dibujitos, y lo sentó en la silla a su lado. Cuando pasaban los minutos así, el papá de mi amigo se acercó a la mesa a preguntar: “¿Molesta?”. Pero la mujer le contestó: “No molesta. Está leyendo”.
Los días y semanas siguientes fueron iguales. Un nuevo cuadernillo, renovado cada semana, el papá preguntando desde el mostrador “¿Molesta?”, y la mujer: “No molesta. Está leyendo”. Cuando mi joven amigo cumplió los cuatro le llegó el momento de ingresar a jardín de infantes. El primer día, mientras sus futuros compañeritos se abrazaban llorando a las piernas de sus respectivos progenitores, él oyó la voz de su papá diciéndole: “Así me gusta, que se porte como un hombrecito”. La rutina matinal cambió a partir de entonces. Ahora era la mamá quien lo dejaba en el jardín a la mañana, rumbo a su trabajo. El papá pasaba a retirarlo a las doce y se lo llevaba al bar, hasta que llegaba la mamá a buscarlo, a las dos de la tarde. En la mesa vacía donde todas las mañanas se sentaba la mujer a desayunar, mi joven amigo encontraba cada semana, escondido detrás del servilletero, un nuevo cuadernillo.
Un día, sus papás reciben un llamado del jardín convocándolos a una reunión, donde les informan que el nene hace todos los días lo mismo cuando llega: se sienta frente a la cajita de libros del aula, de espaldas a todos los demás, y se queda así toda la mañana, no se integra. ¿Qué hacer? Se decide de mutuo acuerdo retirar la cajita de libros del aula, a ver qué pasa. Mi amigo se entera de todo esto semanas después, cuando ya está felizmente integrado a sus compañeritos de jardín. Se entera tal como se entera uno de tantas cosas en la infancia, oyendo al pasar una conversación de adultos. Lo que alcanza a oír es que fue su papá el de la idea de sacar la caja de libros del aula, y que esa misma mañana, cuando llegó al bar, fue directo a la mujer de la mesa contra la ventana y le dijo que no volviera más. Mi amigo oyó eso y de pronto algo absolutamente inédito para él sucedió en su interior. Al principio la familia se alegró: “¡Por fin llora!”. Pero cuando pasaban los minutos y él no se detenía empezaron a mirase entre sí, cada vez más preocupados. Hasta que la abuela dijo en voz baja: “Denle un libro”. Santo remedio.
Mi amigo creció sano y saludable en su pueblo de provincia. Había, es cierto, pocos libros en su casa, como en tantas casas argentinas. Pero había también, como en tantos pueblos argentinos, una buena biblioteca municipal. Él la descubrió cuando tenía doce. Un día se aventuró hasta allá en su bicicleta y, cuando se animó a entrar, todos los fichines de esta historia se le terminaron de acomodar en la cabeza: la biblioteca tenía una sola empleada, una mujer flaca, de pelo canoso y anteojos, que algunos dirían que ya empezaba a ser vieja, pero él la reconoció igual.
Cuando Nabokov era joven en Berlín, después de que su padre muriera baleado por un loco en una reunión de exiliados, se sentaba a leer a Pushkin como si lo inhalara (“El lector de Pushkin siente que su capacidad pulmonar crece. Creo que fue eso lo que me mantuvo con vida en aquellos días”). A la abuela de mi amigo no le hizo falta leer a Nabokov para entender lo que necesitaba su nieto. Yo ignoro su nombre, pero el de mi joven amigo es Juani Zerito, y acá le rindo homenaje, por amar los libros y por haber escrito tan preciosa historia.