Hizo un gesto suave. Una forma vacía despojada de premeditación, y giró en su propio eje para ir caminando hasta el balcón de su departamento. Necesitaba cambiar un poco de ámbito, de aire. Sentía cómo la moral de sentirse a salvo lo obligaba a buscar un puñado de aire limpio (si es que en realidad podemos llamar así al que cruza por el balcón de un edificio enclavado en el centro de una ciudad aceptablemente grande), alejado de la densa neblina de nicotina dentro del living de monoambiente.

Aquella tarde fue Pablo a terminar de repasar unos textos y a compartir ideas, lecturas. Su inexplicable puntualidad, que nada tenía que ver con su aspecto, había arrojado a Carlos por fuera de su habitación antes de lo planeado de una siesta que se había prolongado más allá en el tiempo. Ese descanso que propiciaba alivio, una suerte de relajación mental para entender mejor lo que vendría supuestamente. En fin, una siesta extendida más de lo debido interrumpida por una visita “académico-filosófico-amistoso-necesaria”.

-¿Sos vos Pablo? Pedile a la Pochi, la encargada del edificio, que te abra la puerta. Carlos conjeturó que a esa hora quizás estaba la encargada del edificio limpiando pero no tenía la seguridad, simplemente no tenía ganas de bajar a abrir.

 

Prepararon mate, acomodaron la mesa de la cocina, tiraron los anotadores sobre la oscura madera y comenzaron a intercambiar silencios. Lo de acomodar la mesa es de libre interpretación. Podemos entenderlo sencillamente como el simple acto de sacudir el mantel de la cena anterior, levantar el vaso, el plato y los cubiertos sucios. Carlos no había almorzado ese día, apenas llegó del trabajo optó por sacarse el abrigo, los zapatos y dejarse caer en el sillón.

Por fuera del plan de estudios establecido por la institución introducían textos de preferencia personal, osando interpretar escritos de Sartre, Hegel, Nietzsche, Heidegger; y cuando la situación se tornaba algo compleja o simplemente se aburrían leían alguna novela (no necesariamente juntos, muchas veces solo compartían opiniones). En aquel momento Carlos pasaba los días leyendo sobre historia griega, las conductas non sancta de los macedonios y las increíbles aventuras de quien, a su entender, fuera el gran rey, Filipo II. Ese día se propusieron repasar “El existencialismo es un humanismo”.

Solían reunirse en el departamento de alguno de los dos a leer y a resumir, a preparar exámenes o hablar de las cosas que les sucedían a lo largo del día, por ejemplo. La mayoría de las ocasiones dicha reunión se llevaba a cabo en el departamento de Carlos, puesto que Pablo convivía con dos compañeros, hecho que transformaba en desatinada cualquier reunión, o al menos inoportuna.

-Con ese título el autor ya nos está queriendo decir algo. O más bien nos está diciendo mucho diría yo -vociferó Pablo-. Nos propone la idea de conocer el mundo existencialista o quizás nos da la oportunidad de entender desde una mirada más somera, más simple, de fácil comprensión.

-Este librito está hecho a la medida de quienes aun no tenemos bien en claro a Sartre. ¡Vamos!, porque no decirlo, para los que no tenemos la más puta idea de su pensamiento. Básicamente para nosotros, que no lo entendemos-, replicó Carlos, un tanto superado por la situación.

Fumaron, siguieron tomando mates y acompañaron el devenir de las horas con unas galletitas de agua que hacían de la cruzada sartreana un momento más ameno. El cansancio y el humo, en proporciones similares, comenzaban a contaminar el cuarto. Las letras se volvían borrosas. Requerían de un esfuerzo cada vez mayor para tomar su forma habitualmente legible, forzando la necesidad de ceñir la frente, juntar relativamente fuerte las cejas y recién después poder hacer foco.

-Ya me aburrí, salgo un segundo afuera. Pablo salió al balcón e intentó seguir leyendo un poco más pero no lo consiguió.

Era una hermosa tardecita de otoño, mezcla de celeste con naranja y un poco de violeta oscuro. La maravillosa mezcla de colores de la noche que comienza a acercarse y amenaza con tapar todo. Árboles flacos, autos espaciadamente ruidosos. Los antebrazos sobre la baranda, la nada hacia cada una de las esquinas del barrio. Entraron al comedor-cocina-habitación para tomar unos mates.

Carlos juntó el cuenco y fue hasta la pileta de la cocina mientras Pablo se acomodaba los enormes marcos negros de los lentes para hacer un último repaso de la estantería del comedor que hacía las veces de biblioteca. Como una especie de fiscal destinado a detectar la más mínima anormalidad, uno a uno abría y cerraba los ejemplares, miraba fechas de edición, estado de las tapas, de los lomos y su olor. En algunos se detenía y leía las primeras frases. Le llamó la atención otro título del parisino, lo abrió: “Miro esta hoja blanca que está sobre mi mesa; advierto su forma, su color, su posición…”. Y continúa: “…rasgos comunes,… son para mí, no son yo… Están presentes e inertes a la vez… ahora miro en otra dirección. Ya no veo la hoja de papel… la hoja deja de estar presente, no está más ah… sé perfectamente que no ha desaparecido… simplemente ha dejado de ser para mí".

Tomá Pablito, tomate el último amargo antes de rajar. Carlos volviendo de la cocina. La pava en la mano izquierda, el mate en la derecha, y una exclamación suave, como sobrando la interpretación de lo sucedido en la mirada.

-¿Viste ese libro? Es genial. La próxima nos sentamos y lo repasamos juntos. Siempre me ha llamado la atención el comienzo. ¿No es maravilloso?-. Carlos también recordó aquella hoja de papel en blanco. Esa hoja áspera. Esa hoja de papel sucia, virgen. Esa hoja presente y ausente, inerte.

Al fin cayó la noche. Inevitablemente se dejó caer sobre el cemento de la tarde. Se trepó por las paredes y se fundió una claridad de viento, de frescas posibilidades; empañadas sensaciones de morir en brazos de las pesadillas, propias y ajenas. El cielo se había despejado por completo, ya no quedaban destellos del celeste anterior. La frecuencia de los colectivos disminuía y solo se oían a lo lejos los ladridos de algunos perros.

Carlos se encontraba ahora solo en su departamento, con su humo interior, con los papeles sobre la mesa, el olor a nicotina y lápiz en los dedos. Con varios movimientos cansinos terminó de ordenar el mueble, la cocina, lavó el mate y fue hasta la biblioteca/estantería a depositar el librito. Aún seguían sonando canciones de Spinetta en la radio. Mientras volvía se detuvo a poner agua en la pava que ya empezaba a perder la calurosa necesidad de renovación, pero esta vez el objetivo no eran los mates sino la preparación de un café. Necesitaba un café. Un café caliente. Un café cargado de consistencia poética, de espesa serenidad, de reflexiones. Lo preparó rápidamente y lo dejó encima de una mesita que dormía en un costado de la cocina. Lo dejo allí y sacó el último cigarrillo del paquete. Fue hasta el balcón, pero salió pensando en otra cosa, decidió esta vez no llevar consigo la taza. No llevarse nada, ni mate, ni café, ni libros.

La monotonía de un periplo sin fin lo aplastó para siempre.