Hace cincuenta años, la noche del 4 de septiembre de 1970, me encontraba, junto a una multitud de mis compatriotas, bailando en las calles de Santiago de Chile.
Celebrábamos la victoria de Salvador Allende y su coalición de izquierda en los comicios presidenciales de ese año. Fue un triunfo que trascendió las fronteras nacionales. Hasta entonces, todas las revoluciones habían sido violentas, impuestas por la fuerza de las armas. La Unidad Popular proponía usar medios pacíficos y electorales para construir el socialismo, proclamando que no era necesario reprimir o eliminar a nuestros adversarios para alcanzar una justicia social duradera, que cambios estructurales de la economía podrían efectuarse dentro de los confines y promesas de la democracia.
Fue un privilegio haber vivido plenamente ese momento en que soñar lo imposible no era una mera consigna. Recuerdo al pueblo chileno, los trabajadores que habían construido ese país sin disfrutar de sus riquezas recorriendo con sus familias el centro de la ciudad que siempre les había parecido ajeno, recuerdo cómo su presencia rebelde y alegre pronosticaba un orden social que los reconociera como protagonistas y motores del porvenir.
¿Cómo podría haber evolucionado el mundo, cuán diferente sería, si los militares no hubieran derrocado a Allende tres años más tarde, si otras naciones hubieran podido adoptar ese modelo de una revolución no-violenta para satisfacer sus propias ansias de liberación e igualdad?
Conmemorar este aniversario no debe entenderse, sin embargo, como un ejercicio de nostalgia personal. Ese momento que auguraba un futuro que nunca llegó importa más que nada porque sigue hablándonos de múltiples maneras. Hay lecciones que aprender de aquel 4 de septiembre supuestamente remoto, especialmente en los Estados Unidos que afronta hoy su propia elección de dimensiones históricas.
Por cierto que nadie en USA propone el socialismo como una opción este 3 de noviembre venidero, por mucho que el delirante Trump describa a sus opositores como izquierdistas enfurecidos. Lo que sí va a decidirse es si la patria de Lincoln va a implementar reformas fundamentales o si va a empantanarse en el cenagal sofocante del pasado. Si Joe Biden, como parece más que probable, gana la contienda electoral que se avecina, los ciudadanos norteamericanos --y yo soy ahora uno de ellos-- tendrán que plantearse, como lo hicimos nosotros en Chile hace tantas décadas, una serie de preguntas acerca de cómo llevar a cabo aquellas reformas. ¿A qué ritmo deben realizarse? ¿Qué medidas deben cumplirse aceleradamente para asegurar que no haya posibilidades de una regresión conservadora? ¿Cuándo es mejor reducir la velocidad para obtener el apoyo de tantos votantes que temen excesivas alteraciones a su vida cotidiana estable, el fundamento de su identidad? ¿Cuándo negociar, cuándo insistir en reformas que no admiten espera? ¿Cómo contentar a la legión de impacientes e inspiradores activistas que frecuentemente confunden sus deseos con la realidad y quisieran avanzar con más rapidez de lo que la mayoría de la naciónpuede absorber? ¿Y cómo aislar a los antagonistas más fanáticos y bien armados que no van a ceder fácilmente sus privilegios y que, contando con inmensos recursos financieros, estarán dispuestos a desatar la violencia para socavar las reglas democráticas cuando éstas ya no les sirvan?
Si hubiésemos sabido resolver esos desafíos en Chile, se podría haber evitado la catástrofe de una dictadura militar y diecisiete años de represión brutal cuyos efectos todavía vivimos hoy. Pero más allá de los errores que pudimos haber cometido, hay otro factor que determinó el fracaso: los Estados Unidos promovieron ferozmente el derrocamiento de Allende y luego apoyaron y dieron aliento al régimen de terror que lo suplantó.
En un momento en que protestas masivas han sacudido a los Estados Unidos, exigiendo que el país enfrente la forma inhumana y sistemática en que tantos ciudadanos, pobres, negros, latinos, inmigrantes, mujeres, pueblos originarios, han sido maltratados y brutalizados, parecería también imperativo reconocer el sufrimiento impuesto a otras naciones por la incesante y desfachatada intervención de los Estados Unidos en sus asuntos internos. ¿Y qué mejor instancia que la actual para asegurar que tales injerencias no volverán a suceder?
Chile no es el único ejemplo de este desprecio flagrante hacia la soberanía ajena. Ahí están las democracias destruidas de Irán, Guatemala, Indonesia, el Congo. Pero la desestabilización de Chile, el asesinato de la esperanza con que bailamos en las calles de Santiago hace medio siglo tuvo consecuencias particularmente perversas.
La muerte de la democracia chilena --simbolizada en la muerte de Salvador Allende en el palacio de La Moneda el 11 de septiembre de 1973-- no sólo dio inicio a una tiranía letal sino que también convirtió el país en un despiadado laboratorio donde se ensayaron a mansalva las fórmulas del capitalismo neoliberal que pronto prevalecerían a nivel global. Es precisamente ese paradigma de desarrollo salvaje --la creencia ciega de que el mercado disipa todos los problemas, de que la avaricia es buena, de que la obscena concentración de riqueza y poder en manos de unos pocos beneficia a las grandes mayorías-- que hoy se cuestiona tan vigorosamente en los Estados Unidos y, maravillosamente, en el Chile actual, donde un movimiento rebelde popular ha sacudido las cimientos del sistema político que sustentala supremacía capitalista, revindicando el legado de Allende.
Sería ingenuo sugerir que si Allende hubiera tenido éxito ese modelo neoliberal no hubiera conquistado de todas maneras el mundo. Como sabemos desgraciadamente, otras naciones estaban prontas a llevar a cabo ese tipo de desmedido experimento. Es, no obstante, sombrío pensar que, de no haberse frustrado la tentativa de Chile de crear una sociedad justa y digna, tendríamos hoy un ejemplo radiante de cómo emerger de la crisis de desigualdadque nos aqueja, las divisiones que nos afligen.
Cuando los que ahora son mis compatriotas norteamericanos bailen en sus ciudades, como lo pienso hacer con mi mujer Angélica, la noche en que otra victoria electoral presagie el amanecer de una nueva era, me gustaría que algunos de ellos recordaran que no se encuentran solos, que érase una vez una tierra en que otros hombres y mujeres bailaban hacia la justicia, una tierra que, después de todo, no es tan lejana.
Ariel Dorfman es el autor de La Muerte y la Doncella y, más recientemente de las novelas Allegro y Cautivos y el ensayo Chile: Juventud Rebelde. Vive en Chile y en Carolina del Norte, donde es un distinguido profesor emérito de Literatura en la Universidad de Duke.