¿Cómo salimos de ésta, doña? ¿A puro optimismo, cantando y bailando? ¿O cayendo en el pesimismo lógico de quienes visualizaron la extinción de la humanidad? No es una pregunta al voleo. Lleva implícita la esperanza (o la falta) sobre el futuro y qué rol vamos a jugar nosotros. Y define una batalla vieja pero que se renueva una y otra vez: la de los que queremos un mundo mejor para todos, contra los que nos quieren matar, o dejarnos vivir pero pobres, amargados y asustados.

Usted que me conoce sabe de mi compromiso político y social, y ya debe haber adivinado que mi consejo será arrancar con fiestas populares, borracheras e intercambio de parejas. Eso para sacarse la modorra y la mufa. Y para que los que estuvieron encerrados solos, le vean la cara a Dios. Y volver a ganar la calle para marcar nuestro territorio y sacarnos de encima a los amargados, obtusos y horribles ciudadanos que andan por ahí bebiendo cloro y escupiendo veneno.

Gracias a mis influencias con el gobierno puedo asegurarles que en caso de parrandas, habrá descuentos en la cerveza, el fernet y el champagne. Y hoteles alojamiento gratis por un mes. Será como volver a vivir la belle époque, ese momento histórico que se dio a fines del siglo XIX y principio del XX. Claro que entonces estuvo capitalizado por las clases privilegiadas, los que tenían tiempo y plata para atorarse de comida y de champagne sin tener que preocuparse por nada.

Yo digo vivir esta belle époque nosotros, los que tenemos menos, incluso los que no tenemos nada que festejar. Porque si no festejamos nosotros, festejarán ellos. Y a nosotros nos mandarán a las galeras a remar, para variar. Y tenemos menos para festejar porque, entre otras cosas, este virus del orto y sin conciencia de clase se ensañó con los más débiles, los viejos, los que no tienen bunker en un country, los que tienen que trabajar para preservar la vida de los otros.

Y por los muertos también habría que bailar. Llorando, tal vez. O bailamos nosotros o bailan los horribles. Pero ellos lo harán riéndose de nosotros, de los muertos, de los médicos y enfermeros que se murieron por culpa de un virus que no existe. Y lo harán mintiendo. Dirán que se curaron bebiendo cloro, que los salvó Dios y no el sistema de salud, que la culpa es nuestra porque sí, que…

A los que nos quieren enfermar de pesimismo hay que responderles a puro optimismo. Es una intuición más que una certeza, claro. Y no se lo estoy diciendo solo a usted, doña. Me lo digo también a mí mismo, que he flaqueado mucho en este encierro, lejos de los hijos y con más problemas de lo razonable, aun para un gaucho argentino capaz de vivir de la caza y de la pesca.

No hablo de teoría. Hablo de práctica. El optimismo y el pesimismo tuvieron su guerra de ideas en el siglo XVIII. Leibniz (“creador” del optimismo) decía que “Dios siempre elige lo mejor”. Pesimistamente, en 1755 un terremoto en Lisboa mató media ciudad. Voltaire se burló en la novela Cándido o el optimismo. Estos dos señorones podían polemizar, bromear, porque ambos estaban lejos de Lisboa. Ahora el terremoto está debajo de todos los pies. Ahora ser optimista es una decisión vital, social, política, humana y definitiva.

Hablo de bailar, doña. Cantar. Por la vida, por los amigos, por las ideas, por las ganas de vivir. Gritar ese optimismo que pone mal a los agrios y a los vinagres y a los golpistas y a los idiotas. Y no sería mala idea usar esas fiestas hasta la madrugada para distraerlos y meterles una revolución por la ventana. Ya sé que ser optimista es una cosa y ser gil es otra. Yo decía, nomás. Por las dudas.

Después leeremos sesudos libros que le sacarán el jugo a esta tragedia. Ya habrá tiempo para eso. Lo mío es más precario. Es festejar para enervar a los que dicen que a este mundo se lo saca adelante trabajando, aun con una peste que te mata, mientras ellos se refugian en carísimas villas suizas. Ya tenemos a demasiados pelotudos repitiendo el libreto de los horribles como para que nosotros caigamos también en sus garras. Así que a esperar a que nos abran las puertas para ir a jugar y a bailar y a cantar, que aún (aún) es gratis. Es la mejor respuesta para los que nos quieren ver tristes y vencidos.

Hablo de optimismo delirante. Por qué no, si estamos vivos. Si es que estamos vivos, claro. Si no, que canten y bailen los que quedan vivos. También por los muertos nuestros. Por todos los muertos, mejor. El optimismo delirante incluye volver a creer en ese país que ganaba mundiales, mandaba cohetes a la luna, de científicos y artistas de lo mejor del mundo, que no cree que sólo vale lo que se usa en París y que no sueña con vivir en Miami y de rentas.

No pidamos un deseo. Pidamos de a cinco para que se cumplan dos o tres. Con eso vamos tirando. Porque como aquella belle époque que terminó cuando llegó la primera guerra mundial, nuestra belle époque también terminará, como termina todo. Pero quién te quita lo bailado.

No será poca cosa volver a ganar la calle, los espacios públicos, los centros culturales, los teatros. Todo con una sonrisota de oreja a oreja. Una sonrisota cual grano en el culo de los vinagres.

No festejar sería dejar el mundo (definitivamente, ahora sí) en manos de los horribles, de los gata Flora y de los perros del hortelano. Ya tienen todas las cosas materiales que hay sobre la tierra. Entonces que no se queden también con nuestra alegría.

Ahí nos vemos, doña. Donde haya luces y música y gente riendo.

 

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