Me siento en la plaza del barrio a metros de todo viviente. Miro pasar en dirección al canil perros acompañados por sus dueños con barbijos, a menudo impacientes por la descarga de esfínteres que permita la vuelta a casa. Suelen ser chuchos sin prosapia y, por sus cuerpitos casi siempre achaparrados, se me da por imaginar que cada uno está hecho con partes de los otros: vistos en hilera, el de pelo largo parece haberle cedido la cola al que va adelante; las patas cortas, acompañadas de una cabeza grande, de otro me parecen robadas al petiso que tira de una correa en el final de la fila. Un chihuahua obeso, de ojos saltones, como a punto de salirse, pasa jadeando, a la retaguardia , la panza rozando el piso. Así me siento. Giro la cabeza para leer lo que hay escrito en mi banco: “En homenaje a todas las mujeres asesinadas por aquellos que decían amarlas. Centro cultural Alfonsina Storni“. Si no fuera una frase trágica, me atrevería a decir que milito con el culo.

Misma plaza. Dos tipos que dictamino queer se sientan en el banco vecino. Uno tiene pantalones violetas con estampados de Garfield y una campera de cuero. En la manga, una inscripción que dice King of dark. El otro, piercings y una camiseta con los colores del arco iris. El de los pantalones Garfield saca un libro de Jung y se pone a leerlo. Lo hace pasando una página tras otras como, según Simone de Beuvoir, Boris Vian leía Crítica de la razón dialéctica en la playa. Les clavo la mirada. La sostengo. Los miro de arriba abajo, en detalle. Creo que mi simpatía se trasluce a través del barbijo. Se levantan y se van. Desde lejos oigo que uno le dice al otro: “Vieja homofóbica”.

Miro por televisión una entrevista a Juan José Sebreli. Pasadas la época de la lucha armada, del ethos existencialista y de la barba made en Sierra Maestra, él milita su libertad no sobreviviendo a la cárcel y el balazo sino enfermándose y curándose de un virus para balbucear contra la cuarentena. Lo prefiero cuando irrumpía, en medio de la literatura nacional, que chorrea metáforas fálicas y abusa del verbo penetrar, con confesiones eróticas como ésta, de una “tercera posición” (expresión que le horrorizaría) : “Heterodoxo, con frecuencia eludía la forma mecánica habitual de la masturbación y prefería, a veces, la caricia en la zona erógena intercrural –predilecta de los antiguos griegos, según supe mucho después–, y en momentos de paroxismo podía llegar al orgasmo sin siquiera tocarme, sin el menor roce, a tal punto era una actividad mental”.

En la entrada del edificio donde vivo, no doy más y, resoplando, deposito la bolsa de las compras en el suelo. Intento recobrar el aliento, antes de subir las escaleras. De pronto veo, junto al buzón, una bolsa nueva de color negro con lo que parece un objeto en forma de cubo, adentro. No tiene ninguna etiqueta y deduzco que es para mí: algún envío editorial. La agarro con firmeza y la noto pesada. No importa, la curiosidad me mata y me arrastro por las escaleras, en cada mano, con una bolsa que me hace doblar la espalda. Al llegar al departamento, apoyo la bolsa desconocida en la mesa y la abro. Es una caja de madera oscura. Tiene una placa que no logro leer porque no tengo los anteojos. La caja está cerrada herméticamente. Intento abrirla con un cuter. Hago fuerza. Si no es para mí, pienso, la pongo de nuevo en la entrada y listo. No hay caso, parece sellada. Saco los anteojos de la cartera y leo la placa “Juan Francisco V… 3/07/1945-17/02/2020”. ¡Una urna! Velozmente bajo la escalera y vuelvo a depositarla junto al buzón, bien acomodada en su bolsa que es abierta como las ecológicas pero lisa y negra, no sin antes comprobar la fecha de muerte, sucedida antes de la expansión del coronavirus. Luego voy vengo varias veces para comprobar si alguien la ha recogido. Pasan las horas y sigue allí. Me olvido. De pronto, oigo salir a la vecina de abajo. Corro por las escaleras. Le señalo la bolsa, le cuento. Dice que no tiene idea. Me pongo los anteojos y le leo el nombre del finado. Me dice que era el nuevo dueño del departamento del fondo que no llegó a habitarlo. La hija estaba limpiándolo para venderlo. Yo estaba exultante onda Sherlock Holmes. ¿Cómo es posible abandonar las cenizas de un padre por ahí? ¿Sería para castigarlo porque lo odiaba? ¿Lo había dejado a propósito para que, aunque fuera muerto, habitara el piso recién comprado? ¿Larreta había puesto un nuevo servicio a domicilio luego de las cremaciones, a causa de la pandemia? La vecina estaba muda. Mientras tanto yo abrazaba la bolsa con la urna, se diría que la acunaba como a un bebé. El final no importa o puede ofender a los deudos. Pero, en plena pandemia, prohibidas las efusiones físicas, Juan Francisco V… tuvo lo que nadie: un abrazo. Y eso que antes de tomar posesión de su departamento se había negado a pagar lo que le correspondía para arreglar una pérdida en la terraza común que había provocado goteras en mi patio.

Me llama por teléfono mi hijo. Está angustiado. Ayer había salido al super para hacer compras. En la esquina estaba parada una mujer ciega, moviendo en el aire su bastón blanco. Desde las ventanas de los edificios comenzaron a gritarle: ”¡dale flaco, cruzala! ¿qué te cuesta?”. El sentía aprensión, la mujer no llevaba barbijo. También culpa por sentir esa aprensión. Ella le pidió que la acompañara cuatro cuadras, hasta la avenida Rivadavia. Él se negó, explicándole que había pandemia y era necesario guardar la distancia, mientras la ayudaba a cruzar tomándola de una puntita del abrigo.

Por la noche no había podido dormir. Le parecía que había sido un miserable. Lo consolé diciéndole que probablemente alguien la habría ayudado a llegar hasta la avenida. Que no debía de ser el único en estar en la calle.

–Es que la puse en dirección contraria.

Me envía un mensaje de wasap Juan Diego Incardona para que dé una charla por zoom en su taller literario. Empieza su invitación diciendo : “ahora que estamos en esta película rara”.

 

Cuando Lohana Berkins dijo “En un mundo de gusanos capitalistas hay que tener coraje para ser mariposa” estaba haciendo poesía social (nada que envidiar a algún verso de Canto de amor a Stalingrado). Luego de su muerte, sin importar la época del año, las mariposas nos sobrevolaban en las marchas o se posaban en las pancartas encendidas de furia trava. Y nosotres pensábamos que, aún en un cielo vacío, ella podía conseguir cualquier cosa como ese milagrito alado. El 4 de septiembre , el mismo día en que salió por decreto el cupo laboral travesti trans en el sector público nacional, sentada ante mi compu, me enteré por Facebook que Victoria Antola había defendido con mención honorífica su tesis ”Transkenstein Frankenstein desde una perspectiva trans, el monstruo, la exclusión y la ira". Entonces me acordé de esa rubia lindísima que había cursado mi seminario de crónica en la maestría de género de la Untref y cuyo trabajo final fue una carta a Mariquita Sánchez de Thompson. Empezaba así: “Querida Mariquita. Ante todo, me pregunto qué lleva a una `chica´ trans en el siglo XXI a escribirle a una mujer patricia del siglo XIX. Pero encuentro la respuesta fácil, tu historia me fascina. Ambas atravesamos un cambio de siglo. Como yo, naciste en un tiempo de efervescencia, como lo fue la Revolución de Mayo que vería nacer a nuestra Nación. Y en mi caso, la Guerra de Malvinas, que sería el último golpe de una injusta dictadura que daría paso a nuestra bendita democracia”. Tuvo diez. Se me piantó un lagrimón Era un día ventoso, frío, minga de bienvenida primavera. Había dejado el balcón abierto para fingir ante mí misma que no estaba aislada. Qué raro: entró una mariposa y dio unas vueltas cerca de los cuadritos de la pared, donde priman los retratos pero también las mariposas (un insectario trans y un homenaje literal a Nabokov). La mariposa volaba cada vez más cerca de los cuadros ¿Estaba contenta o quería elevar una denuncia? ¡Esta Lohana: siempre obligándonos a reflexionar!