Furia

(Furie)

Francia/Bélgica, 2019

Dirección: Olivier Abbou.

Guión: Aurélien Molas, Olivier Abbou.

Música: Clément Tery.

Fotografía: Laurent Tangy.

Montaje: Benjamin Favreul.

Reparto: Adama Niane, Stéphane Caillard, Paul Hamy, Eddy Leduc, Hubert Delattre, Leila Amara, Coline Beal.

Duración: 97 minutos.

Disponible en Netflix.

7 (siete) puntos

Paul y Chloé vuelven de vacaciones, con su pequeño y su elegante motorhome. Pero no pueden ingresar a la casa. La cerca no quiere ser abierta. Los nuevos moradores lo impiden. ¿Quiénes? La misma empleada de la familia, ahora asentada con su pareja. Para más datos, la película se encarga de introducir la secuencia con un eslogan de alerta: “inspirada en hechos reales”, “se preservaron las identidades de los protagonistas”.

De allí en más, la ironía sucede bien. Es decir, cuando una película advierte estar basada en hechos reales, no hace más que agregarse ornamento. Y lo que sigue continúa los pasos de un periplo cerrado, de película más o menos de terror: el universo comienza a cerrarse sobre los personajes como un mundo pequeño, en donde todo cabe y cada vez hay menos nexo con el exterior. Así como sucedía en el campamento Crystal Lake de la serie cinematográfica Martes 13. En este sentido, Furia adhiere a los parámetros ensayados por muchas películas del género, a las que revisita y en sintonía manifiesta con otras más recientes.

Dirigida por el francés Olivier Abbou, Furia no oculta un lazo oportuno con Parasite, la laureada película de Bong Joon-ho, si bien ambas coinciden en año de producción. La ocupación de la vivienda –o de las tierras– surge como síntesis de un desequilibrio histórico, que vale tener presente y analizar. A diferencia de la película coreana, que invadía la casa junto con sus ocupantes, el film francés acompaña a Paul y Chloé en su laberinto legal y sensible por fuera de ella. El acento estará puesto en Paul (Adama Niane): en él se cifran varias cuestiones.

Entre ellas, sobresale su tarea docente, donde predica las máximas de John Locke. De manera oportuna, lo hace con su famosa triada: defender la vida, la libertad, y la propiedad privada, que acciona sobre lo que realmente le sucede, ante una falta de respuesta legal que le permita recuperar su hogar. ¿Cómo seguir? De manera temporal, el motorhome de Paul y familia se detiene en un camping, cuyo propietario es un conocido de Chloé, de años pasados. Entre los dos hay miradas cómplices, que extrañan de a poco el asunto.

Pero todo este preámbulo seguramente sea lo menos interesante de Furia. Antes bien, no puede evitarse el vínculo cinéfilo con Furia (1936), primera película de Fritz Lang en Estados Unidos, protagonizada por un Spencer Tracy vengativo. Varios aspectos las relacionan. Pero si se trata de pensar en otro título, aún más cercano a la tesitura del film francés, éste es Perros de paja (1971), la puesta en escena tribal, progresivamente instintiva, del gran Sam Peckinpah (hay que olvidar y vilipendiar la remake imbécil de 2011). Así como con Spencer Tracy en el film de Lang, aquí la desmesura toca a Dustin Hoffman. En esta galería vale situar al Paul del actor Adama Niane.

Cuando Furia supere la etapa primera y explicativa, se verá beneficiada en el desquicio. Pero todavía faltan algunos giros didácticos. Hay uno fundamental: Paul es negro, y ya enojado, arroja al lago el adorno de jardín con la imagen de un negrito feliz. “Prometo no decirlo a nadie”, escucha. Es Mickey (Paul Hamy), el dueño del camping, el otrora tal vez amante de Chloé. A diferencia de Paul, Mickey es brutal, bebe, porta armas, e invita a Paul a participar de sus andanzas. Si nada de lo hecho hasta el momento funcionó al profesor, ¿por qué no probar con las “enseñanzas” de Mickey?

Como se decía, el desquicio asoma. Cuando la película relegue el registro más “verista”, lo que importa por fin aparece. En este sentido, el vínculo con Perros de paja es oportuno, pero el tratamiento formal es distinto. Peckinpah era capaz de enhebrar como algo indisociable el anverso y el reverso: la transformación de Dustin Hoffman no requería de espacios o escenarios diferentes; en todo caso, lo que brota desaforado es lo que estaba esperando su momento. En Furia, la transformación sucede de manera espacial, de hecho, la película comienza de una manera para luego trocar en otra. Lo hace cuando finalmente se reingresa al hogar perdido. Allí, Furia se convierte en una película de terror.

También hay un momento de pasaje, previo, es nocturno y sucede en una disco, donde los excesos están a la mano y una chica con dientes de vampiro muerde el placer de Paul. La transición hacia el otro lado está a un paso de concretarse. Basta con aceptar la tentación. Pero el problema no está en invocar al demonio, sino en querer deshacerse de él.

De este modo, el film también dialoga con otros, como The Strangers (2008) –con enmascarados violentos, dispuestos a entrar en la casa y matar– o La noche de la expiación/The Purge (2013) –donde salir a cazar y matar semejantes está permitido un día al año-. Y lo hace bien, de forma descarnada y con caretas de cerdos, que no son caretas, sino el cuero de esos mismos animales a los que se mata por diversión.

El efecto es realmente perturbador. Y no ahorra momentos descarnados, de esos que la televisión adorna con cartelitos del tipo “imágenes sensibles”, pero que sin embargo emiten igual y a cualquier hora. Tal vez por ser consciente del grotesco que construye, Furia agrega golpes de efecto innecesarios, que despiertan al muerto para un susto más, mientras se escucha alguna línea de diálogo que dice lo que no hace falta, porque subraya: está claro que el instinto animal anida bien cerca de todos y nada lejos de nadie.

Mucho más dice el sexo demorado entre Paul y Chloé. Las imágenes que lo preceden dicen perfecto. Y anudan lo que entre ambos sucedía, o ya no sucedía. Así como lo expone Cronenberg en Una historia violenta: hay dos momentos sexuales con la misma pareja, pero hay que ver qué es lo que cambia en la segunda instancia. De acuerdo, Cronenberg (y Peckinpah, y Lang) es mucho ejemplo y su cine es magistral. Furia no llega a tanto. En todo caso, tantea con varios elementos, tiene intenciones claras, a veces remarca innecesariamente, pero reúne unos buenos momentos, escalofriantes, y capaces de por lo menos mirar con crítica una situación social cuyo conflicto lejos está de ser resuelto. Las inequidades, la falta de tierras, lo atestiguan.