Cuando en la conclusión de su actuación el cantautor Coti Sorokin empuñaba “Nada fue un error”, su hit parecía darle identidad a la circunstancia que se estaba viviendo en ese instante: el primer show para público en automóviles en la Argentina. Una vez que se estrenó en la ciudad de Yongin (Corea del Sur) en abril de este año, a manera de alternativa recitalera frente a la pandemia que desencadenó la Covid-19, y luego de que se probara en Dinamarca, Estados Unidos, México y Alemania, la experiencia desembarcó el sábado pasado en San Isidro. Fue también el debut del formato en Sudamérica. A pesar de que al principio parecía una extravagancia o incluso una escena recortada de una cinta distópica propia del Cine B, al final de cuentas se plantó ante el streaming, que por el momento no le encontró la vuelta a la interacción con el público. Y eso quedó nuevamente en evidencia en la transmisión que brindó Miranda! el viernes último a la noche, cuando dupla no hizo más que llevar adelante básicamente un espectáculo sin audiencia, por más que intentara dialogar con el público a través del chat.
El primero de los dos “autoconciertos”, tal como los denominó el propio artista, sucedió poco luego de las 17, y estaba destinado a la prensa e invitados. Y el segundo, que fue para el público, aconteció a las 21. Cuatro mil pesos era el valor de la entrada por auto, y se agotaron el mismo día que salieron a la venta. El predio, acondicionado para 90 vehículos (con un promedio de cuatro espectadores en cada uno), suele ser usado por el Autocine al Río para la proyección de películas. En esta ocasión se dispuso delante de la pantalla principal, que le da la espalda al Río de la Plata, un escenario de once metros de largo, por seis de ancho, para respetar el protocolo de distanciamiento social. La imagen estaba respaldada por otras dos pantallas más chicas a los costados; el sonido, por más que tenía salida desde el monitoreo para los músicos, se tornó en una transmisión en FM mediante una frecuencia en el dial creada especialmente para el evento. Si se apagaba la radio, se escuchaba en tiempo real y con fuerza. Eso animó a algunos espectadores a bajar los vidrios o a salir por los techos corredizos de sus autos.
Mientras los ciclistas se colaban entre los autos en la calle Sebastián Elcano, al caer la tarde se abrieron las puertas del lugar. Luego de dejar atrás el primer vallado, en el que se mostraba la invitación o el código QR, que hace las veces de entrada (en el caso de los shows pagos), el personal sanitario, resguardado por mamelucos blancos y tapabocas, tomaba la temperatura a los pasajeros de los autos. A continuación, un rociador terminaba de ofrecer la bienvenida al predio al aire libre, lo que daba pie a los acomodadores, ataviados den trajes de color naranja, a acompañar a cada vehículo hasta su respectivo estacionamiento. Todo mirando al escenario. Mientras un puñado de kitesurfistas se robaban la previa del espectáculo, la pantalla principal mostraba las instrucciones para disfrutar del show. Además de revelar la señal radial por la que se emitiría el recital, la bajada informativa mostraba el mapa de salida y explicaba que la compra de comida se haría a través de WhatsApp (el menú se descargaba en un código QR), que se recibía delivery mediante.
Para ir al baño, en cambio, había que encender las balizas. Al verlas, el personal vestido de naranja acompañaba a cada espectador hasta el edificio en el que se encontraba igualmente el restaurante. Después de ingresar, se activaba otro protocolo de sanidad. Cuando esto comenzó a repetirse una y otra vez, el público que ya se encontraba adentro del Autocine, extrañado por la experiencia que estaba viviendo, miraba para todos lados en sus autos a la espera de que aparecieran los primeros conejillos de indias. “Yo estuve en el primer autoconcierto de Sudamérica”, decían las calcomanías para las ventanillas que regalaban y que ilustraron el paisaje, junto a los noteros de los canales y el staff técnico del artista, que afinaba los últimos detalles. Ni hablar del frío y de las ráfagas de viento, que paulatinamente fueron ejerciendo su poder. En medio de ese vendaval, las pantallas llamaron al artista y al grupo que lo acompaña, Los Brillantes. “Qué raro debe ser para los músicos tocar así”, se escuchó decir desde un auto, a medida que iban apareciendo sobre el escenario.
Mientras era recibido con bocinazos (que hacían las veces de los aplausos), Coti inauguró el recital con “Días”, al que le secundó “Antes de ver el sol”. Seguidamente, el músico manifestó: “Gracias por acompañarme en esta aventura”, para después arengar: “Canten con las bocinas y con las luces”. Así apareció lo que él consideró su himno de la cuarentena: “Por ahí”. A pesar de la extrañeza de la coyuntura y la oposición climática, el artista se portó como un campeón. Y hasta bromeó al respecto: “Veo muchas patentes conocidas”. Tras presentar el primer tema que compuso con Julieta Venegas, “Andar conmigo”, avanzó el raíd hitero con “50 horas”, “Luz de día” y “¿Dónde están, corazón”. Antes de continuar, el cantautor, que este año lanzó la grabación de su recital en el Teatro Colón, a manera de desahogo u optimismo espetó: “Estamos muy felices de volver a los escenarios”. Y disparó “Lento” y “Otra vez”. Si bien podía evocar el drama que significan los embotellamientos, la bocina hasta el fondo y compulsivamente era la manera de celebrar esa entrega.
Los fluorescentes, que fueron repartidos por el personal naranja, estuvieron a pleno cuando Coti y Los Brillantes se despidieron con “Nada de esto”, en el que el músico bajó del escenario (por segunda vez) para interactuar con los autos que se encontraban en primera fila. En un plan de baile por momentos ritualístico. Sin posibilidad de hacer un bis, el artista y su equipo, apenas terminó la performance, salieron del lugar cumpliendo con el protocolo se seguridad y antes de que los vehículos particulares de esa primera función dejaran su puesto para los que se encontraban por entrar. A pesar de que esta experiencia no se compara con el encuentro físico que provocan los shows en vivo, como sucedían en la antigua normalidad, hay algo que es cierto y Sorokin habló de ello: “Estamos felices de abrir una puerta que ojalá no se cierre nunca. Todo en la vida tiene su tiempo y a veces hay que tener paciencia”. Después de esta primera experiencia del autoconcierto, que sobre todo destacó por la impecable organización, ya se preparan otros en la ciudad de Buenos Aires, el AMBA y el resto del país.