"La relación de complicidad que se establece entre Locche y su público es un fenómeno que me atrevo a llamar estético, pues pertenece a un orden (pensé en escribir espiritual, y aun creo que ésa es la palabra) que lo acerca a los grandes actores, a los divos, al milagro. Porque a Locche no sólo se lo admira. Se lo quiere. La palabra ídolo, la palabra mito no alcanzan a definir la relación enígmática de Locche con su público. Gardel necesitó morirse para conseguir lo mismo. En vida, sólo Troilo llegó acaso a gozar de ese misterio argentino".
En una nota publicada por la revista Gente el 7 de abril de 1971 a propósito de la pelea que cuatro días antes habían sostenido en el Luna Park Nicolino Locche ante el español Domingo Barrera Corpas por el título AMB de los welter juniors, el escritor Abelardo Castillo sintetizó con maestría el vínculo irrepetible que el genial boxeador mendocino construyó con el público. El boxeo argentino tuvo cinco ídolos a lo largo de su historia gloriosa: Luis Angel Firpo, Justo Suárez, José María Gatica y Horacio Saldaño componen esa lista. Ninguno fue tan amado como Nicolino.
Locche no necesitó ser campeón del mundo para despertar semejante devoción en las masas. En todo caso, la corona que ganó el 12 de diciembre de 1968 en Tokio ante Paul Takeshi Fujii refrendó un sentimiento que empezó a vibrar en 1959, cuando Nicolino hizo sus dos primeras peleas como preliminarista en el Luna. Y la gente y la prensa especializada entrevieron que su boxeo nada tenía que ver con todo lo que se había visto hasta entonces. "Locche inventó un deporte nuevo, el de no pegar sin dejarse pegar" sentenció alguna vez en una madrugada de copas largas, Félix Daniel Frascara, maestro de periodistas y comentarista de El Gráfico. Fue tal cual.
El público lo vio y se entregó al duende travieso de su boxeo. Cada noche de Luna lleno, cada una de las cinco defensas que hizo Locche de su campeonato del mundo entre 1969 y 1971 en el mítico estadio de Corrientes y Bouchard, cada una de las siete peleas que realizó luego fuera de título entre 1972 y 1976, resultaron una fiesta. Las mujeres enjoyadas iban a verlo porque con él sobre el ring, no había sangre ni drama, había risas y show. Los hombres celebraban su talento defensivo, su arte novedoso e inédito. Al término de cada round, se abrazaban entre sí como si festejaran un gol. Los periodistas exprimían la lengua castellana buscando un adjetivo, una palabra, un concepto que resumiera todo aquello que se veía y se sentía.
Nicolino fue una marca del boxeo de los 60 y los 70, acaso la más importante. Y no tuvo repetición, acaso porque su estilo se creó en el vientre de su madre, doña Nicolina Devenditti, y no en los sudores cotidianos del Mocoroa Boxing Club, el gimnasio mendocino donde su hacedor, Francisco Bermúdez, lo fue tallando con la paciencia de un orfebre. Pascual Pérez y Carlos Monzón, fueron sin dudas, los dos boxeadores más grandes de la historia argentina, los mejores campeones del mundo, los de mayor reconocimiento internacional. Sin embargo, nadie podrá bajar jamás a Locche del escalón más alto del podio afectivo. A ese lugar llegó sin pegar una sola trompada, haciendo todo lo contrario de lo que hicieron antes y después de él.