Llevo con mi familia más de cuatro meses de cuarentena. Perdí la cuenta de los días. Salvo los posteos en Facebook, es lo primero que escribo en relación a esto. En el momento en que tuvimos que pasar a vivir la vida social a través de las redes y la tecnología tendí un brazo hacia lo analógico y empecé a llevar un diario en un cuaderno que alguien me regaló para que escriba. Al mismo tiempo descubrí que mi agenda 2020 comprada a fines de febrero había perdido ya su destino ontológico, así que también la convertí en un cuaderno adonde escribir. Sentí un poco de pena por los proyectos que en la agenda empezaban a pudrirse, incluso por aquellos compromisos que antes de aprender a decir covid quería evitar: cómo me gustaría ir hoy a un cumpleaños infantil y hablar con madres cuyos nombres no recuerdo sobre cosas que no me importan. Y también seguí llevando mi diario digital en el celular, por lo que todo terminó en una suspensión por tiempo indeterminado de mi escritura creativa. Me volqué a lo que todes: ordenar los tres placares gigantes que hay en mi casa, hacer gimnasia con aplicaciones online, maratonear series de Netflix, leer mil libros atrasados, tomar vino todas las noches, hacer pan y videollamadas por whatsapp.

Pero eso fue en el comienzo. Fines de Marzo, principios de Abril. Estábamos eufóricos, ahora lo sé: negamos el miedo, nos sentimos protagonistas de una película de terror, nos reímos con la novedad del barbijo, nos sentimos seguros al mirar a Europa, compartimos mil memes, estuvimos de golpe 24/7 en casa con nuestra familia, aprendimos a trabajar online en pijamas, nos maravillamos con el Zoom, aplaudimos al valiente personal de sanidad, tomamos vino y cerveza todas las noches, hicimos chistes nerviosos como si estuviéramos en vacaciones forzadas. Decíamos extrañar hacer cosas que no habíamos hecho por años. Hasta nos dimos el lujo de olvidar que el Presidente y el resto de la clase dirigente de este y de los demás países son personas, que el personal de sanidad son personas y que los chinos que comen murciélagos también son personas. Había cisnes y delfines en los canales de Venecia y hasta se podía ver el monte Fuji desde Tokio. Decíamos que de la pandemia íbamos a salir mejores como sociedad.

Pasó abril, pasó mayo, y de alguna manera, nos acostumbrarnos a este micro Gran Hermano eterno que llevamos en nuestra casa. Silenciosa pero persistente como la ampelopsis, una nueva rutina trazó otra vez los días. Mi hija mayor cursa primer grado vía Zoom, distinguimos semana y fin de semana, volvió la alarma del despertador, la alegría de los encuentros afectivos, casi podíamos decir: no necesitamos nada más. Entonces todo empezó a desprenderse despacio pero con estruendo, como los primeros bloques de hielo que caen del Perito Moreno. Bastaba mirar para arriba y ver la mole que se nos venía encima. Y entonces nos arrastró una corriente lenta y centrípeta en nuestra propia casa. La euforia quedó muy atrás. Todo se desaceleró despacio. Las películas, las series y los libros nos hastiaron. Nos tapó el humo siniestro de las islas, comenzó a subir la curva de contagios, los muertos, los femicidios. Apareció un miedo ancestral, un aburrimiento y una incertidumbre negra que lo baña todo.

Y yo me invento juegos. Hago que soy la moza cuando voy a levantar los platos de cada una de las cuatro comidas que hacemos al día. Despliego técnicas para apilar vajilla y envolver sobras. Si quieren saludar al chef les paso con mi marido porque yo detesto cocinar. Que no te guste cocinar en la cuarentena es el equivalente a que no te guste el fútbol en la vida anterior. Pero me gusta lavar los platos y jugar a ser moza. Me gusta lavar la ropa y tenderla, me gusta hipnotizarme cuando el lavarropas de carga frontal hace el centrifugado. Me gusta hacer las camas una vez a la semana, echar perfume, dejar las sábanas tirantes como en un hotel y hacer de cuenta que no se quién dormirá allí esa noche. Barrer y limpiar el piso con música fuerte. Cuando escucho algún artista ya fallecido pienso en cómo nunca se enteró de este nuevo mundo. Y si está vivo pienso que somos contemporáneos de pandemia. Y no siento nada especial, sólo sigo barriendo y agradeciendo la música. Ahora sólo miramos series y películas que ya vimos muchas veces, tratando de volver por un rato al mundo que conocimos.

Muchos días soy feliz, muy feliz. Y muchos otros me encuentro todo el tiempo con vestigios, con rastros de lo que ahora parece inverosímil: entradas a un recital que se canceló, ofertas de aéreos para las vacaciones, tuppers especiales para viandas, fotos con amigas en una marcha feminista, la puerta cerrada de los teatros de calle Mitre, un vestido de fiesta sin estrenar, el 107 de las 8 de la mañana que explotaba de gente, el comprobante de voto de las elecciones nacionales, sillas para más de veinte personas apiladas en el quincho. Los chicos que me limpian el parabrisas usan barbijos, lentes y gorros negros mientras yo escucho Daft Punk mirando hipnotizada el semáforo de Pellegrini y Provincias Unidas, que sólo me habla a mí.