-Acaba de cumplir 80 años en medio de una pandemia mundial inimaginable hasta hace poco tiempo atrás. ¿Cómo se siente?
-Estoy contento de haberme escapado hasta ahora del virus, ya que formo parte de las personas “de alto riesgo”, dada mi edad y, además, mi estado de trasplantado inmunodeprimido. Por supuesto que siempre he tenido y tengo mucho cuidado. Pero el hecho de haber cumplido 80 años es mucho más importante que el riesgo viral. Porque obliga a preguntarse: ¿qué significa eso? ¿Por qué es un cumpleaños rodeado de un aura particular? Terminé por pensar que esta edad, hoy en día, representa o simboliza una culminación: una vida culmina. Es decir que se está, de aquí en adelante, en la última línea recta hacia la muerte, por un lado, y por otro, que se puede considerar que se ha vivido y hecho lo que había para vivir y hacer. Desde luego que no puedo prescindir de seguir trabajando, escribiendo, explorando. Pero no es más una aventura a través de los océanos o las montañas. Es más bien una inspección de los límites del pensamiento y de la acción.
-Es una de las voces filosóficas mundialmente reconocidas que opinaron sobre la nueva condición social, económica, política y existencial en la que nos encontramos desde que la Covid-19 empezó a propagarse. A casi seis meses de la declaración de la pandemia, ¿cuál es su evaluación general sobre la situación?
-Como todo el mundo, constato que la extensión de la pandemia es potente en el espacio y en el tiempo. Que, en consecuencia, muchas de las dudas que algunos tenían al comienzo fueron desbaratadas. Ningún sistema de protección es absolutamente preferible ni fácil de elegir según las situaciones. Que las personas mayores sean, como desde el inicio, las más amenazadas saca a la luz elecciones o preferencias culturales (o civilizatorias, palabra penosa) que no valen simplemente por su diversidad antropológica, sino más bien como marcadores de una opacidad de nuestra propia civilización tecno-económica mundial, para la cual la productividad y la aptitud para consumir son los primeros criterios de calidad de la existencia, seguidos por la aptitud a dejarse explotar y someter por las violencias tecno-económicas. Si somos sensibles a las preguntas suscitadas por esta situación es por un reflejo que nos hace “respetar la vida humana” sin que seamos capaces de pensar lo que justifica ese respeto. De ahí que ese respeto formal sea vano y se adapte a la perpetuación de todas las conductas que agravan las desigualdades y las injusticias. No sabemos por qué el hombre es respetable, ni por qué los seres vivos en general son respetables, ni por qué se supone que hay una igualdad de todos los humanos, ni por qué la vida y la naturaleza en general deberían ser consideradas con precaución y moderación. Las grandes religiones han fallado en su misión, que era darle sentido a la existencia. La fe en el progreso técnico ha revelado hoy que ella es tan poco fiable como las religiones. Ha llegado el tiempo, muy claramente, de pensar esa ausencia de fundamento en toda su amplitud y profundidad.
-Se podría decir que en la actualidad es el último sobreviviente de una corriente de la filosofía francesa contemporánea que se remonta a Georges Bataille y Maurice Blanchot, y continúa a través de Jacques Derrida y Philippe Lacoue-Labarthe, por solo nombrar algunos de ellos. ¿Cómo vive esa herencia? ¿Y cuál es, si tuviera que arriesgar una respuesta breve, el gesto de pensamiento que todos ustedes comparten?
-Ese gesto es precisamente el que designa el no-fundamento como la verdad de la que hay que hacerse cargo. Sin embargo, quiero agregar que esta tradición no es exclusivamente francesa, sino también alemana y, más ampliamente, que ella procede del corazón del pensamiento desde que la filosofía se separó de la mitología y de la sacralidad. Eso vale también para varias tradiciones de pensamiento orientales. Cuando Heidegger dice que el ser no es y cuando el Tao dice que el camino no es el camino, hay una proximidad cierta, incluso si ella va acompañada de una distancia enorme. Quiero decir que, en todo caso, la mundialidad de nuestra situación es cierta y no se reduce a la “mundialización” como despliegue del capital y de la técnica. Esta globalización produce sin haberlo querido una mundialidad que va a volverse contra ella y que ya ha comenzado a agrietar el “globo”.
-¿Y su propio legado? ¿Qué cree que deja, filosóficamente hablando, y a quiénes?
-Me trata como si estuviera muerto… o como si hubiera escrito un testamento, lo que implica proyectarse más allá de la propia muerte. Y no está equivocado, porque en efecto 55 años de actividad pública, docente y editorial inevitablemente forman una especie de conclusión. Pero los legados intelectuales siempre son descubiertos y, de cierta manera, constituidos por los sucesores –en el simple sentido de los que vienen después y revuelven la pila de textos, de grabaciones, de declaraciones para extraer de ellos lo que aún les parece vivo-. No puedo escribir un testamento filosófico porque la filosofía no es una propiedad. No hay “mi” filosofía, como tampoco hay una filosofía “de Derrida” o “de Badiou”. Hay LA filosofía, es decir, el río que recoge miles de afluentes y que arrastra eso que ahí se sumerge de una sociedad, de una época, de ciertas lenguas y ciertas traducciones, de sensibilidades diversas y preocupaciones comunes. Cada pensador es un receptor de un aspecto de su tiempo. Las herencias no son simplemente transmisiones de capitales. Por supuesto, yo vengo de Platón, Agustín, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel, Heidegger, Derrida, Deleuze, Lacan. Y de Rousseau, Schopenhauer, Marx, Nietzsche, Bataille. Pero también de gente que no tiene nombres célebres, de amigos, de profesores, de encuentros, de libros encontrados por azar. Y de la guerra de Argelia, del fin del comunismo, del eclipse de Europa, de la era cibernética, etcétera. No soy identificable como esos grandes nombres o esos acontecimientos. Soy un contrabandista, paso de un tiempo a otro, del siglo XX al siglo XXI, del ateísmo seguro de sí mismo a la inquietud por otro “espíritu”, de un soplo a otro.