Ninguno de los tres gobierna hoy en su país. Transformaron Brasil, Bolivia y Ecuador, pero están proscriptos, corridos del escenario electoral por una derecha que los exilió o los encarceló, con una coordinación que ni siquiera es disimulada y responde a intereses internos, pero sobre todo externos. El mejor ejemplo de ello es la inhabilitación en simultáneo, el mismo día y con apenas minutos de diferencia, para Rafael Correa y Evo Morales, quienes se disponían a participar como candidatos a vicepresidente y senador, respectivamente, en elecciones ya viciadas de origen. Un mensaje contundente: mismo día, casi misma hora, los dos afuera de la cancha.
En Brasil todo se desencadenó con un impeachment sin crimen de responsabilidad contra la entonces presidenta Dilma Rousseff, con un objetivo inocultable de fondo: la salida del Partido de los Trabajadores del Palacio de Planalto y la prisión y posterior inhabilitación de Luiz Inácio Lula da Silva. Realizado el golpe parlamentario, tras el cual asumió Michel Temer en 2016, no iban a permitir que el candidato mejor valorado en las encuestas compita. Fue lo que pasó: condenaron a Lula por un departamento que no era de él, lo enviaron a prisión y lo corrieron de las presidenciales de 2018. El ultraderechista mesiánico Jair Bolsonaro ganó tras una sucia campaña, recostado en un furibundo antipetismo que fue alimentado por los principales medios de comunicación y con un martilleo sistemático de fake news contra Fernando Haddad, candidato del PT, en redes sociales, principalmente en Whatsapp.
En Bolivia una auditoría precipitada de la Organización de Estados Americanos radicalizó aún más a Luis Fernando Camacho, quien ingresó, Biblia en mano, al Palacio Quemado luego de que los altos mandos militares le pidieran la renuncia a Evo Morales. El candidato del Movimiento al Socialismo había vencido en la primera vuelta electoral de octubre de 2019 a Carlos Mesa, que desconoció el resultado y llamó a una movilización callejera que incendió material electoral a lo largo y ancho de ese país. Luego se autojuramentó, sin quórum, la presidenta de facto Jeanine Añez: llegó anunciando elecciones presidenciales en tres meses y va camino a cumplir un año en su cargo, sin haber sido votada por nadie para ejercer la jefatura del Estado. En el medio reprimió: las masacres de Sacaba y Senkata, documentadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), fueron un mensaje para todo aquel que pretendiera salir a las calles a repudiar al mal llamado gobierno de transición, alineado directamente a la administración Trump.
En Ecuador, la derecha no pudo vencer a Alianza País en las elecciones presidenciales en las cuales Lenín Moreno le ganó, en ajustado ballotage, al banquero Guillermo Lasso. ¿Qué pasó después? Moreno siguió el programa de los derrotados y comenzó una brutal persecución política contra el correísmo, del cual abdicó abandonando todas y cada una de sus banderas. Converso, reprimió las movilizaciones contra el paquetazo económico exigido por el Fondo Monetario Internacional en 2019, encarceló dirigentes opositores, se alineó sin tapujos a Washington y privatizó empresas públicas. Además, se quedó con el partido, al cual destruyó electoralmente en las elecciones regionales, obligando al correísmo a utilizar diferentes listas: primero Compromiso Social y ahora Centro Democrático, tras la inhabilitación de la primera.
Brasil, Bolivia y Ecuador nos muestran hoy el grave deterioro de la democracia en nuestro continente. Son además tres de los países más golpeados por el Covid-19 en América Latina: hemos visto imágenes desoladoras del impacto de la pandemia en Manaos, Cochabamba y Guayaquil, por mencionar solamente algunas ciudades. Perseguidos por gobiernos neoliberales-autoritarios, Lula, Evo y Correa tienen una tarea compleja: aún inhabilitados, proscriptos, deben propiciar una redemocratización de sus países, en búsqueda de un acuerdo social que pueda hablarle también a las clases medias encandiladas por la mass media y su narrativa. Estos tres dirigentes deben buscar rendijas democráticas, participativas, propiciando además la aparición de nuevas generaciones que puedan brindar un horizonte de previsibilidad en sus países: Arauz y Arce responden a esa búsqueda de renovación.
Aún en todo el escenario devastador que acabamos de describir, Lula, Evo y Correa siguen siendo las principales figuras políticas de sus países. Sin poder competir, en el exilio o en la prisión, con causas amañadas, con procesos electorales viciados de origen, los tres dirigentes ocuparon y ocupan aún una centralidad notoria en el escenario político-electoral. ¿Por qué? Porque en su momento, durante sus administraciones, otorgaron previsibilidad, crecimiento económico, desarrollo autónomo y un horizonte de justicia social. Este último elemento, no menor, es el que propicia algún optimismo a mediano plazo: en el convulso mundo de la pandemia y la recesión económica global, se necesitan liderazgos que sepan cómo crecer y, sobre todo, cómo distribuir.
La historia contemporánea de América Latina, plagada de proscripciones (e intentos de) a líderes nacional-populares, algunos de los cuales luego retornaron al poder político enfrentando esas adversidades, nos tiene que servir para concluir cualquier análisis que hagamos del tema. La experiencia del Frente de Todos en Argentina, venciendo en primera vuelta al candidato alineado a Bolsonaro, Moreno y Añez, es la muestra más reciente de que, con unidad, pragmatismo, y una aguda escucha a los problemas sociales, se puede retornar al poder político a pesar del chantaje, la intimidación y la judicialización de la política.
Politólogo UBA / Magíster en Estudios Sociales Latinoamericanos.