“Las historias son como las personas. Amarlas no las hace perfectas." La frase en boca de Atticus Freeman (Jonathan Majors) refiere al héroe de La princesa de Marte, de Edgar Rice Burroughs, clásico de la ciencia ficción que cuenta las aventuras de un soldado confederado en el Planeta Rojo. Como Atticus le explica a su compañera de viaje en el corazón de una tierra signada por el segregacionismo de las leyes Jim Crow, querer al John Carter de Burroughs, seguir con pasión su periplo extraterrestre, no significa justificarlo. 

De piel negra y condecoraciones militares por su lucha en Corea, Atticus es extraño a la mirada de esa mujer, confinada como él a caminar de regreso a casa mientras los blancos reciben auxilio luego de un desperfecto del autobús. Para ella, en el rostro pálido de ese héroe literario solo asoman los rasgos de su explotador. “Nunca se es ‘ex’ cuando se ha sido confederado." Esa charla ocasional actualiza, deliberadamente, tanto el dilema central de la vida de Atticus, definido en los reproches de su padre que lo acusa de luchar por un país que lo odia, como la encrucijada de la cultura contemporánea que consiste en lidiar con las oscuridades de sus célebres creadores, en este caso con el complejo universo de H. P. Lovecraft.

Inspirada en la novela homónima de Matt Ruff de 2016, producida por J.J. Abrams y creada por Misha Green y Jordan Peele, Lovecraft Country, la serie de HBO estrenada apenas hace un mes, recorre aquél territorio imaginario gestado por Lovecraft en el corazón de Massachusetts, poblado de villanos reales y monstruos literarios. En el comienzo, Atticus viaja de Florida a Chicago luego de recibir una carta de su padre en la que afirma haber hallado los indicios de un secreto legado familiar. Una historia de esclavismo y sufrimiento, que parecía haberse ido a la tumba el día de la muerte de su madre, y que regresa en la forma de un manuscrito que esconde las coordenadas de un territorio prohibido. Green y Peele siguen los pasos del texto de Ruff y entretejen esa aura de horror cósmico definida por la narrativa de Lovecraft con el sustrato racista que exuda su poesía, que tiñe sus escritos y sobrevive en esa letra legendaria. Emprender un viaje hacia el pasado de los Estados Unidos, deudor de los años de la Confederación que sobreviven en las leyes racistas de los '50, es el derrotero simbólico que elige la serie para descubrir sus filiaciones con el horror y su lectura política de los tiempos que corren.

Los caminos del horror

“En el horror, la ansiedad se corresponde con la certeza de que tu vida corre peligro todo el tiempo. Y esa es la esencia de la experiencia negra”, explica Misha Green en una reciente entrevista con The New York Times respecto a la alianza que domina en el terror contemporáneo entre el universo sobrenatural y el comentario social sobre las relaciones raciales en Estados Unidos. 

Green, escritora y dramaturga, creadora de la serie Underground (2016-2017) a partir de historias de liberación y supervivencia en los tiempos de la red antiesclavista del siglo XIX conocida como “Ferrocarril Subterráneo”, se convirtió en el nombre perfecto para la adaptación a la pantalla de la novela de Ruff. Elegida por Jordan Peele, cuya experiencia en el cruce del terror y el retrato social quedó demostrada en el éxito de ¡Huye! (2017), Green recreó ese espíritu de tensión que había ensayado en Underground bajo coordenadas realistas en un universo preñado del estilo del fantástico. 

Lovecraft Country combina el territorio imaginado por el padre del horror cósmico, con sus logias secretas y sus cultores de magia negra y sus monstruos de cientos de ojos que aguardan el anochecer, con un fresco de aquella era previa a las luchas sociales de los '60, ambientada en un norte aparentemente igualitario pero definido por las persecuciones y los linchamientos, por leyes que consagraban espacios distintivos para negros y blancos, condenaban el mestizaje y estimulaban el supremacismo racial.

Lovecraft Country es también un homenaje a las novelas de aventuras. De regreso a Chicago, Atticus descubre una serie de misterios alrededor de la ausencia de su padre. La carta es la única pista que tiene sobre su repentina partida. Algunos testigos señalan la visita de un auto extranjero y la silueta de un hombre blanco. Su casa ha quedado desordenada, restan un ejemplar de El conde de Montecristo marcado con una foto familiar, la ropa revuelta, una pistola guardada en el ropero. 

Atticus llega a la casa de su tío George (Courtney B. Vance) para hallar algunas respuestas. George tiene una agencia de turismo para negros y mestizos y releva información sobre los lugares de Estados Unidos que garantizan un viaje seguro a sus clientes. Esa especie de versión ficcional del Libro Verde para Viajeros Negros se convierte en la excusa de George para sumarse a la partida hacia el confín de una tierra imaginaria. El condado de Devon, territorio mítico de quema de brujas y persecuciones de blasfemos, no solo se convierte en el destino de Atticus, George y la joven Letitia Lewis (Jurnee Smolett), inesperada pasajera de esa extraña travesía, sino en la puerta a una serie de aventuras que incluyen portales al más allá, ancestrales maldiciones, tesoros manchados con la sangre del colonialismo y una serie de encuentros inesperados en el límite de lo imposible.

La perspectiva de Peele y Green decide hacer visible de entrada el universo fantástico en el que Ruff incursiona con el correr de las páginas. Los monstruos reales, hombres blancos atentos a la caída del sol para perseguir a los intrusos, sheriffs tan despiadados como los del viejo Oeste, custodios sanguinarios de esa homogeneidad racial, encuentran un eco inmediato en la irrupción de las criaturas de la noche, emergentes de esas profundidades escondidas bajo la apariencia de lo real. “Cuando estaba escribiendo ¡Huye! pensaba ‘Oh Dios, esto podría terminar en un desastre’, recuerda Peel en la nota de The New York Times. “Pero el hecho que haya funcionado valida la idea para mí."

La fusión entre el horror cotidiano de la experiencia negra y el de la imaginería de Lovecraft ya estaba en el texto de Ruff, con sus citas al cuento "El extraño", de 1926, con la mención de los shoggoths y famoso Necronomicón. Sin embargo, Green y Peele deciden sumarle otras referencias: el concepto de aventura spielberguiana de Indiana Jones y los cazadores del arca perdida –cita evidente del cuarto episodio que quizás debemos a J. J. Abrams-, la música de Rihanna, el gótico del Drácula de Bram Stoker, la estética de la ciencia ficción y el horror de Roger Corman. Cada pieza de ese rompecabezas que resulta Lovecraft Country se emancipa del Arkam ficcional de Lovecraft para vislumbrar en la llegada de las criaturas de la noche la constatación de que esa armonía citadina de los '50 era apenas el velo que cubría la convulsión interior.

La herencia de Lovecraft

“He leído a Lovecraft y entiendo por qué ha influido tanto en el universo del terror. Pero debido a su historia nunca fui una gran admiradora. Cuando leí la novela de Matt Ruff me dije: ‘gracias a Dios por esta lectura’”, revela Green. El atractivo de la novela de Ruff es algo más que la actualización del legado de Lovecraft y el contrapunto con su propio pensamiento racista y antisemita. Consiste en explorar las aristas de sus creaciones justamente como emergentes de esa oscuridad interior. 

Nacido en el final del siglo XIX y criado en la ciudad de Providence, en una familia que perdió la fortuna y la cordura, Howard Phillips Lovecraft sufrió un colapso nervioso en su adolescencia que fue más que el signo evidente de su fructífera imaginación: fue el primer atisbo de los temores sociales que conjugó en ese ideario sobre el Otro. Lovecraft siguió las enseñanzas literarias de Edgar Allan Poe y luego de la Primera Guerra y de su fracaso matrimonial gestó una escritura febril sobre ese mundo tan propio que alimentó la literatura pulp y dejó su estela indeleble en el rumbo del terror. Sus fobias sexuales y sus arraigados temores a lo extranjero, que asumían las formas de monstruosidades con cientos de ojos, amebas viscosas y supurantes, aliens devoradores y calamares espeluznantes, fueron la cristalización de su nihilismo, de la certeza de la insignificancia humana y el dominio de poderes supraterrenos, al mismo tiempo que un canal para la liberación de sus prejuicios e ideales de supremacismo racial. La apuesta de Lovecraft Country consiste en recuperar ese imaginario desde una lectura contemporánea, que no lo despoje de sus dimensiones políticas e históricas sino que lo afirme en ellas.

“Siempre tuve esa preocupación por aquello que estamos dispuestos a hacer en virtud de nuestra supervivencia física y metafórica. Y sentí que el terror avanzaba sobre esa idea de manera directa”, prosigue Green. “Pero cuando comencé a explorar el género me pregunté: ‘¿por qué no hay personajes negros o por qué, si existen, tienen que morir en los primeros minutos o en las primeras páginas? Por ello sentí que el libro de Matt reformulaba ese lugar en el género para las personas de color." El impulso primario tanto del libro como de la serie está destinado a apropiarse de esa mitología creada por Lovecraft y convertida en culto por sus seguidores y afirmarla en un nuevo territorio, deudor del anterior pero consciente del espíritu con el que el autor la había gestado. Las discusiones entre Atticus y su padre sobre su interés por la literatura blanca son parte del tejido que configura la ficción respecto a su propio origen. La permanencia de Lovecraft en la cultura popular, la influencia en cientos de escritores y cineastas, el impacto de sus creaciones en el imaginario del terror contemporáneo son el punto de partida para explorar el trasfondo de su legado, los resquicios de su construcción, el efecto de su sustrato ideológico en la visceralidad de los miedos gestados.

Distopía invisibiliza racismo

Si bien la serie tuvo una buena recepción en la crítica de Estados Unidos, el contexto del Black Lives Matter, la situación política en plena campaña para las próximas elecciones de noviembre y la distopía real nacida de la pandemia hicieron que el horror presentado por Green, Peele y compañía resultara simple y literal frente a la indescifrable realidad de estos días. Uno de los argumentos recurrentes de los desencantados es la condición grotesca de los supremacistas blancos que ofrece la serie, con su pelo platinado y su look albino, réplicas calculadas de los monstruos viscosos que se alojan en el bosque de Devon. Si esa metáfora es lo máximo que tiene para dar la serie, no resulta suficiente en la mirada de Hannah Georgis, la crítica de The Atlantic. “Está claro que la serie cree que el racismo es malo, más incluso que los shoggoths de Lovecraft (…) Pero todavía me pregunto quiénes son realmente Atticus, George y especialmente Letitia (un clásico arquetipo de "personaje femenino fuerte"). ¿Qué anima a los personajes negros de Lovecraft Country cuando no luchan contra racistas, ya sean hombres o bestias?"

Robert Lloyd, el crítico de Los Ángeles Times, señala que la novela de Ruff “se inspiró en parte en el ensayo de Pam Noles de 2006, Shame, sobre la insoportable blancura de la ciencia ficción y las dificultades que presenta a lo que ella llama un "FoP" -Fan of Pigment, como denomina a los fanáticos negros-; también en The Negro Motorist Green Book, texto al que cita explícitamente; y por supuesto en el estudio de James W. Loewen, Sundown Towns [sobre las ciudades con toque de queda racial al atardecer]”. En tanto esas referencias conducen a Ruff a estructurar su relato casi como una colección de cuentos cortos, un poco al estilo de Lovecraft y siguiendo las aventuras de sus distintos héroes, la serie se impregna de ese espíritu de antología, se decide a cruzar estilos y estéticas, tradiciones e imaginarios, lo cual de alguna manera instala el riesgo de la dispersión. Hay episodios cercanos al terror de Corman, otros a la aventura de Spielberg, otros al discurso racial de Peele. En ese sentido, Lloyd señala la inevitable comparación con la reciente Watchmen de Damon Lindelof –compañero de aventuras de Abrams en Lost-, que parte de la misma premisa: héroes negros en un mundo racista. Siguiendo esa idea uno podría pensar que Lovecraft Country intenta deconstruir los resortes narrativos del terror como Watchmen lo hizo con el relato de superhéroes.

"Black horror", dominio blanco

En la frase pronunciada por Atticus sobre el héroe de La princesa de Marte la serie hace explícita su clave de lectura. Al igual que en la decisión de cambiar el apellido de Atticus de Turner a Freeman, con la clara simbología que entraña. Ese es el persistente riesgo del “black horror” o terror negro contemporáneo: la apropiación de un universo ajeno bajo la forma de un gesto declarado. Riesgo que señalaron los detractores de ¡Huye! y que también se vislumbró en las críticas a las recientes películas de Spike Lee, Infiltrado en el KKKlan (2018) y 5 sangres (2020). 

Para Ruff, el desafío de apropiarse de una cosmogonía como la de Lovecraft consiste en hacer efectiva la sensación de angustia y soledad que nace del temor al Otro, a lo desconocido y por ende peligroso. “Lovecraft habla de temas universales a través de patologías propias”, señala Ruff en una entrevista para Los Ángeles Times. “Y eso es lo que aún lo mantiene vigente, más allá de lo repugnante que sean sus ideas raciales. En La sombra sobre Innsmouth queda claro. Es una historia sobre un hombre blanco amenazado por una horda de mestizaje, pero también es uno de los relatos más efectivos sobre un intento de linchamiento que he leído. Lovecraft captura el miedo de manera brillante. Puedo aprender de eso y hacer cosas interesantes con él mientras rechazo las ideas subyacentes".

A diferencia de Lovecraft, que en un momento de claro dominio del positivismo que definía al Mal como la anomalía de la razón señaló la existencia de un horror más allá de la figura humana, situado en ese cielo de deidades sobrenaturales que fue Cthulhu, el terror negro busca anclar de manera unánime toda manifestación del Mal en los confines del dominio blanco

Los monstruos cobran el rostro de metáforas del racismo y su realización se convierte en la profecía autoproclamada. Por ello Nosotros, la segunda película de Peele, sufrió esa sobrecarga de discursividad dispuesta a explicar sus mecanismos y la conversión del horror blanco en la experiencia negra. Quien ha salido mejor parado de esa encrucijada fue justamente Damon Lindelof en Watchmen. Dueño de un universo moral propio que ya había insinuado en Lost y terminó de modelar en The Leftovers, fue capaz de apropiarse del cómic de Alan Moore de acuerdo a sus propias coordenadas estéticas, aquellas que revisten lo fantástico de un pulso genuino en su filiación con las grandes dudas existenciales de la humanidad. Lindelof siempre revistió de ambigüedad las respuestas a los sucesos inexplicables, tanto de los misterios de la isla en Lost como de la desaparición de millones de personas en The Leftovers, y lo que consiguió en Watchmen fue integrar a ese universo de superhéroes disfuncionales los miedos de la tragedia del racismo arraigada en la masacre de Tulsa pero sobreviviente en los rostros más cercanos.

Quizás el mayor dilema que instala la mirada de Green y Peele en Lovecraft Country esté cifrado en las limitaciones que impone al terror como género este ejercicio de inversión literal de las preocupaciones racistas de Lovecraft, que convierte a los supramacistas en verdaderas monstruosidades. El gesto de rebelión subyacente en el terror blanco había sido convertir al monstruo, al que no encaja en la normativa, en una figura de resistencia. Así lo imaginó incluso una escritora como Harper Lee cuando descubrió que el “monstruo” encerrado en el sótano de los vecinos de Atticus Finch no era el peligro sino aquellos que decían ser las víctimas en el tribunal. Pero en el terror negro los monstruos deben adquirir nuevas dimensiones, no es suficiente con que sean los blancos en su rostro más arquetípico posible: ario, distante, soberbio, con aires de mundanidad repugnante. Experiencias como la serie Atlanta de Donald Glover o la misma Watchmen demuestran que es imprescindible dar al terror un imaginario rico y complejo, que enraíce las preocupaciones raciales con la subversión de los límites del mundo tal como lo vivimos.

Nuevas voces, nuevos personajes

El valor de la incorporación de Misha Green como cabeza del equipo creativo detrás de la serie permitió enriquecer los personajes femeninos delineados por la novela de Ruff e ir un paso más allá en la creación de algunos nuevos. En una de las escenas del primer episodio, Atticus, George y Letitia deciden hacer una parada en una cafetería que, según el relevamiento de la Guía Segura para el Viajero Negro, era un lugar recomendado. Cuando ingresan en el bar, el encargado, pálido por la sorpresa y apenas hábil en la articulación de una respuesta, les extiende el menú como errático gesto de recibimiento. Mientras el único comensal, un rubicundo lugareño de ceño fruncido, decide abandonar el lugar sin decir palabra, el encargado se escabulle en la trastienda. De camino al baño, Letitia escucha el aviso telefónico a las fuerzas civiles del lugar y decide emprender la retirada como una exhalación. George y Atticus la siguen raudamente, se suben al vehículo ya en retirada, y mientras George ensaya advertencias bajo el condescendiente apodo de “nena”, Letitia exclama a los gritos: “¡Pronuncia mi maldito nombre, Letitia Lewis!”. Con esa frase, ausente en el libro, Letitia reclama su protagonismo, que adquiere un peso notable en la serie ya desde su misma aparición.

“El personaje es muy importante en la novela, es clave en varias de las acciones y tiene un potente mundo interior. La novela ya tiene una perspectiva feminista, pero cuando comenzamos la adaptación, Matt me dijo: ‘es tuya ahora. Ve por ella’”. La decisión de Green de complejizar el personaje de Letitia, de presentarla con un claro interés por los derechos raciales, en tensión con el lugar convencional que intenta imponerle su hermano, fotógrafa que va construyendo un testimonio visual de ese presente, cantante que es capaz de subir al escenario y concentrar las miradas –realiza una deslumbrante interpretación de la canción "Whole Lotta Shakin 'Goin' On" junto a su hermana Ruby (la excelente Wunmi Mosaku)-, también le permitió elaborar su contracara. La conversión del villano literario Caleb Braithwhite en la excéntrica Christina Braithwhite (Abbey Lee), cuya rutilante aparición con su alada capellina, descendiendo del imponente sedán plateado, nos permite intuir su relevancia, es un paso más allá en esa nueva composición del poder. “Si estamos explorando los niveles de poder y pensando a la magia como representación de su ejercicio, entonces resulta interesante explorar qué significa para una mujer blanca hacerse con ese poder que técnicamente no le pertenece. Al igual que los negros hemos disputado ese poder que durante tanto tiempo nos era negado."

La serie se estrena en un clima político que resulta atractivo para estas discusiones. Aún con ciertas reservas, la ¡Huye! de Peele sentó las bases para la exploración de las relaciones raciales desde una narrativa anclada en un género como el terror, que no escondía sus códigos para hacer prevalecer el “mensaje” sino que se apropiaba de las coordenadas de ese universo, del concepto del Otro, del poder de los privilegiados, en un escenario de palpable contemporaneidad. La lectura del universo de Lovecraft que realiza la novela de Ruff le permite a la serie profundizar en ese camino, y creadores como Green y Peele apuestan a materializar ese territorio insondable con el rostro cercano de la desigualdad. Estados Unidos en los '50, en las puertas de una Guerra Fría y en el pico de sus terrores a la invasión alienígena que haría propia la ciencia ficción de la época, no resulta tan ajeno para el presente. “Las vidas de los negros siempre estuvieron envueltas en el horror. No tuve que crear demasiada ansiedad porque siempre ha estado allí. De eso también se trata Lovecraft Country."