Hace una semana, mi tía, me escribió un mensaje para contarme que había visto el video en el que estoy leyendo en la inauguración del Museo del Libro y de la Lengua. "Te felicito, tu papá estaría orgulloso. Si te tuviera que decir solo una cosita para mejorar, fíjate la próxima vez cómo estás sentada. Te quiero."
Hay amores que matan, pienso, mientras reviso los videos de mis lecturas y en todos, como de costumbre, estoy con las piernas abiertas. Una amiga que estudió sociología, me dice que la silla sirve para sentarnos, pero que también es un dispositivo de disciplinamiento. El día en que mi papá hacía remolachas, me dejaba sentada toda la tarde frente al plato y yo no me podía mover hasta que no comiera todo.
Nuestras subjetividades son, en gran parte, la consecuencia de diferentes disciplinas aplicadas a lo largo de nuestras vidas. Lo sé, porque lo que hay detrás, lo que no te dejan ver mis piernas gordas, es la lucha que llevé adelante para poder abrirlas, tía.
De los seis hasta los diez años me obligaban a bordar. Eran unos cuadrados que tenían dibujos, le pasabas lana y quedaba como un tapiz. Me decían que tenía que aprender eso porque era muy importante para mi futuro. Era todo un procedimiento de feminización... No sólo querían que aprendiera algo nuevo, también había un empecinamiento con mi postura que era catalogada como de camionero. Lo que me pedían como si se tratara de chasquear los dedos, era que fuera una señorita. Terminé odiando a esa señorita. Porque las señoritas se sentaban con las piernas cerradas, no jugaban al fútbol, no comían con la mano, menos en público, ni hablar de apoyar los codos en la mesa, cantar, reírse y menos que menos ser gordas, hablar o estar sentada como una payadora en el medio de una fogata, aunque así me gusta pensar las lecturas.
Un día, no hace mucho, me encerró un auto en el medio de la avenida Córdoba, bajó el conductor que estaba enfurecido por algo que debo haber hecho con la bici y que no noté. Me enfrentó, se sacó el zapato para pegarme y cuando estaba a punto de hacerlo, los que estaban alrededor comenzaron a gritar: es una mujer, es mujer, dejala que es mujer. El tipo me miraba de arriba abajo y le decía a los demás: esto que va a ser una mujer, este gordo no puede ser una mujer, una mujer es otra cosa.
En esa oportunidad, por no parecer una mujer, me comí un zapatazo en la cabeza. Pero peor hubiese sido pintarme las uñas. Si la quiero pasar verdaderamente mal, me pinto las uñas de rojo y salgo a la calle.
¿Por qué es tan difícil existir? Por qué todo el tiempo desde la más tierna infancia tenemos que estar pensando en si entramos, si no entramos, si nos van a gritar, si lo rompemos, si las piernas están demasiado abiertas o no están cerradas, si soy gorda, si ocupo más espacio, si soy masculina o si parezco esto u aquello. Me he pasado la vida dando explicaciones. Justificando hasta mi manera de sentarme. Me siento como puedo, como me sale, como soy y todo eso, si es que encuentro una silla en la que quepa. Trato de estar cómoda y sé que eso es algo que la sociedad no va a dejar pasar, lo sé. Aún y más allá de eso: ¡Una gorda marimacho estuvo sentada leyendo con las piernas abiertas de par en par en el museo y hasta dónde hemos llegado, tía!