La piel de no rozarla con la piel se va agrietando. Los labios de no rozarlos con los labios se van secando. Los ojos de no cruzarlos con los ojos se van cerrando. El cuerpo de no sentirlo con el cuerpo se va olvidando. El alma de no entregarla con el alma se va muriendo.
Bertolt Brecht
Aristóteles afirmaba que el alma es la forma de un cuerpo; un cuerpo organizado, un cuerpo vivo; cuando se toca el cuerpo de alguien se toca a la persona. O como plantea Deleuze, el cuerpo ya no es el obstáculo que separa el pensamiento de sí mismo. Puesto en escena el cuerpo, sus vértigos y vibraciones, su anatomía y pulsiones, nos imprimen una gestualidad que revela una posición ética y estética en la construcción de nuestra subjetividad.
Para Jean Luc Nanci, el cuerpo es una certidumbre confundida, hecha astillas, un producto tardío, una decantación de Occidente en la que aparece nuestra angustia y nuestros miedos al desnudo.
Deleuze y Guattari nos hablan de un cuerpo que se fragmenta y descompone con la aparición de los órganos en tanto maquinarias deseantes. Y así se transforma este nuestro cuerpo en precario, sometido al dolor, al placer, la fatiga, el paso del tiempo y el dolor. Antes del coronavirus, los medios de comunicación generaban un ideal excluyente de corporalidad: físicos sanos y jóvenes, un cuerpo exesivamente narcisita. Hoy reivindican la muerte (los números de la muerte), el sujeto sin nombre, solo un número sin ceremonia, sin ritual, y lo convierten en un espectáculo.
Despertamos de ese sueño de la razón que ignoraba la muerte y el sufrimiento y esto estaba escrito e inscripto en el corpus colectivo, la cultura sostenía este ideal. Es en la superficie de la piel que ocurría esta inscripción de identidad: pensemos en los tatuajes como característica identificatoria de nuestros adolescentes.
El corona se instala en la superficie, se infiltra en los sentidos. La piel que nos envuelve es el umbral en el cual acontece nuestra exposición al exterior, nuestra frontera; al mutar nuestro entorno y nuestras formas de vida, los cuerpos enfrentan nuevos e inesperados males desde la zona muda.
Para Nancy, no es absurdo suponer que el exterminio del hombre comienza con el exterminio de sus gérmenes. Tal y como es el sujeto con sus humores, pasiones, fluido y secreciones, podemos inferir que el propio hombre es un sucio y pequeño germen, un virus irracional y aleatorio que pone al mundo en estado de alerta permanente. Su conclusión es que terminamos siendo entonces un hilo tenue, de dolor en dolor y de ajenidad en ajenidad y con una sensación de no ser ya disociables de una red de medidas, observaciones, conexiones químicas, institucionales, simbólicas y con la presencia constante de la vigilancia y el autocontrol.
Foucault escribía que nuestro cuerpo está atrapado en un campo político, las relaciones de poder operan sobre él, lo cercan y lo someten convirtiéndolo en un objeto de saber.
En este contexto que vivimos, el coronavirus deja en evidencia una vulnerabilidad extrema biológica que actualiza una de orden ontólogico: proyectos suspendidos, porvenires sacrificados. Lo que queda entre paréntesis es el imaginario del cálculo y del control sobre sí mismo. La soberanía sobre el tiempo también ha sufrido estas consecuencias, este estado de excepción y cuarentena exige parar la maquinaria pero sin embargo rápidamente se generan un torrente de actividades, la mayoría no económicas, con el fin de llenar ese espacio vacío que deja la ruptura. ¿Estaremos pensando en cómo asesinar al tiempo? ¿O en un intento de restaurar el habitual ritmo capitalista?
Patricia Manríquez, en el libro virtual Sopa de Wuhan define: ”La biopolítica se pone en evidencia en el manejo del virus, ya que implica constantemente decisiones, de quiénes somos, de cuál es nuestra identidad, de quiénes conformamos ese nosotros a proteger y como consecuencia rechazar lo extraño y lo otro.
Y nos invita a buscar una inmunidad virtuosa y comunitaria, en tanto responsabilidad compartida. Este virus ha puesto en escena el valor de la Salud Pública tantas veces definida por el discurso neoliberal como innecesaria e inútil. Sigamos atentos, seamos hospitalarios con el acontecimiento, con la otredad, con los otros.
A modo de conclusión, esta realidad nos llama a reinventar la vida de cada momento, de cada hora, de cada relación y de alguna manera uno a uno. Todo el mundo, cada uno de estos momentos, momentos tristes o felices, difíciles y solitarios, momentos de amor y de placer o de dolor e incertidumbre. En la alegría del arte encontraremos la libertad perdida.
Monika Arredondo es psicoanalista.