Radicada en México desde hace casi treinta años, la argentina Paula Markovitch no se olvidó de su tierra a la hora de debutar como cineasta ni tampoco de su infancia: su ópera prima, El premio (2011), tiene fuertes tintes autobiográficos y transcurre en la Argentina. Relata la historia de una mujer y su hija de 7 años, quienes, en la época del terrorismo de Estado, viajan a San Clemente del Tuyú a refugiarse de los represores. La niña debe fingir toda información que haga sospechar a cualquiera de que sus padres son militantes. Cecilia le pregunta a su madre por qué tiene que mentir, pero le hace caso. Hasta que un día, en la escuela, los militares organizan un concurso literario y Cecilia participa. Pero ante la inminencia del anuncio del ganador, las cosas se complican. Tras nueve años de haber sido realizada, El premio se estrenó hoy jueves en la Argentina: se la puede ver en la plataforma puentesdecine.com. Obtuvo el Oso de Plata a la Mejor Aportación Artística en la 61ª edición del Festival de Berlín.
"Yo viví durante la dictadura en San Clemente del Tuyú", cuenta la directora sobre su infancia marcada por los años de plomo. "Mis padres estaban semi clandestinos, en el sentido de que considero que todo el país estaba un poco clandestino. Mis padres eran muy de izquierda pero no estaban militando activamente en ninguna organización. Pero estábamos escondidos y tengo familiares desaparecidos", narra Markovitch. Sus padres eran artistas plásticos y vivieron con ella durante diez años en la localidad bonaerense. La vivienda era una casilla de madera en la playa. "La precariedad real fue más grande que la que describo en el film. Incluso viví dos años sin luz eléctrica. Era una situación un poco extrema, aunque muy feliz. Era una paradoja”, explica la cineasta, que fue a la escuela donde está contada la historia, incluso al aula donde filmaron. Y le pasaron muchas cosas de las que cuenta en la película, pero no todas las que figuran en la ficción.
"Es muy importante para mí este estreno en la Argentina por motivos más que obvios", afirma la directora. La película refleja la atmósfera que se respiraba durante los años de infancia de Markovitch en dictadura. "Nunca viví en Buenos Aires porque después me fui a Córdoba, y no tengo la visión más urbana o de clase media. Mi experiencia era la de una niña en una playa. Iba a una escuela donde éramos tres grados con una sola maestra", señala la cineasta.
-¿Qué tiene de vos el personaje?
-Hay muchas cosas que el personaje adquirió de la niña actriz que hoy en día es una mujer, Paula Galinelli Hertzog, pero en ese momento era una niña muy salvaje. Yo también lo fui, en el sentido paradójico de una experiencia de profunda libertad interior en medio de la represión.
-¿Cómo crees que es vivir ocultando la identidad?
-Toda negación tiene una incidencia. La identidad no permanece incólume ante la negación. La identidad se arrincona, se asusta, es afectada por la situación de tener que negarse a sí misma. De hecho, en mi segunda película, Cuadros en la oscuridad, traté de reflexionar acerca de la situación de cómo afecta esconderse. Por ejemplo, mi padre era pintor, pero no podía exponer porque si lo hacía, lo mataban. Entonces, ¿qué es pintar sin mostrar? La necesidad de ocultarse genera con los años una especie de hábito de ocultarse incluso ante uno mismo.
-¿Por qué el terrorismo de Estado está en fuera de campo en la película?
-Porque quise contar mi experiencia del terrorismo de Estado. Quise contar cómo cuando hay terrorismo de Estado, eso se respira. No necesitamos ver militares ni torturas; eso se siente en el cuerpo, incluso en una niña de 7 años en una escuela.
-¿Es posible sentir como un juego algo de lo que depende la propia supervivencia?
-Creo que sí. De hecho, yo vivía en una casa de madera en la playa. Eso es real, esa fue mi historia. Muchas veces había creciente y la casa estaba en peligro, y mis padres estaban asustados. Me vestían en la noche, me sacaban de ahí en medio del viento, íbamos al pueblo corriendo. Los días de tormenta eran de fiesta, no tenía miedo. También había muchos allanamientos y era un sentimiento muy raro, porque venían los soldados y allanaban las casas rodantes y las carpas del camping. Mis padres tomaron una decisión conmigo que no todos los padres tomaron: me dijeron todo de entrada. Entonces, yo sabía, tenía secretos. Y me sentía poderosa porque estaban ahí los militares apuntándonos con las armas y yo sabía cosas, pero las callaba.
-La pregunta inversa: ¿es posible siendo alguien tan chica entender de qué se trata el terror?
-Por supuesto. Desde que uno nace, entiende lo que es morir. Quizá no lo entiende conscientemente, pero entiende lo que es morir, lo que es un gato o un pájaro muerto. Y más en condiciones rurales. Digo "rural" pero para mí es la playa. Yo pescaba con mi papá, agarraba los pescados y les cortaba la cabeza. O sea, cualquier ser vivo, y cualquier niño desde que nace entiende que está en peligro de morir justamente porque está vivo. Mi mamá me lo decía muy claro: "Si nos encuentran, nos matan. No nos llevan presos".
-Y a eso se le suma que la escuela como institución ejercía la disciplina y el método de control en plena dictadura...
-Se me fue el nombre de una autora que vive en México y que dice que cuando hay un estado de represión, la represión está y se refleja en todas partes. Ella reflexionaba que la Argentina entera era un campo de concentración, no solamente los campos. La escuela por supuesto que lo era. Incluso, había métodos de tortura; infantil, por supuesto. Se estimulaba la delación: si alguien había hecho algo mal, se estimulaba que los amiguitos lo delataran. Nos hacían caminar en el patio una hora. A los secuestrados los hacían caminar tres días hasta que se caían desmayados. Eramos niños y nos hacían caminar una hora. Incluso, hasta gráficamente era igual. O sea, hasta el mismo método de tortura, pero reducido por nuestra edad.