Durante mucho tiempo (para los que lo recuerdan, hasta hoy) se atribuyó, se fue creando el mito de la influencia fundamental del mendocino Jorge Enrique Ramponi sobre Pablo Neruda y especialmente en uno de sus más famosos poemas, y de los mejores. Fue, quizás, un amigo del propio Neruda, y su editor en algunas ocasiones, el gran poeta Juvencio Valle, quien lanzó la primera información que sería en adelante fuente no controvertida y expondría, más o menos, esto: antes de escribir “Alturas de Macchu Picchu”, Neruda había visitado Mendoza, conoció a Ramponi y pudo leer los originales de Piedra infinita. Y a ello le sumaban una influencia ya decisiva en poemarios posteriores del chileno.

La leyenda intervino en el combate ideológico de parte de los enemigos de Neruda, del partido Comunista y del socialismo chilenos, y con el tiempo se congeló, seguramente porque a Neruda no le hacía mella haberse inspirado en otro, como tantos grandes autores de la historia literaria de Occidente, y lo que cuenta en una gran obra no es la inspiración sino la escritura. Pero hizo que hasta hoy quedara el nombre de Ramponi atado a ella. Lo que no está mal si, con nuevos ojos, nos hace releer sus poemas, y en especial justamente lo que sobresale como su obra mayor, Piedra infinita.

Jorge Enrique Ramponi nació en 1907, vivió su infancia en Maipú, junto al río Mendoza. Según diría después, su niñez estuvo “saturada de efluvios vegetales: vides durazneros, nogales, cosas que nunca olvido” (Preludios líricos). Fue docente y ejerció, desde 1934, como profesor en la Academia Provincial de Bellas Artes de Mendoza. En 1948 se lo nombró director de esa institución, a la que estuvo vinculado durante toda su vida. Por sus relaciones con el ambiente artístico conoció a Rosa Stilerman, profesora de Bellas Artes en la Universidad Nacional de Cuyo, con quien se casó el 23 de mayo de 1944. No tuvieron hijos. Después de una vida dedicada a las artes plásticas y a la literatura, falleció el 2 de noviembre de 1977, a los 70 años.

Autor de una obra pareja, de poca circulación, casi silenciosa, comienza manejando los elementos que le ha dejado el Modernismo y tiene poca vinculación con los llamados neorrománticos del ‘40 de su provincia, aunque sí una mutua admiración. Va elaborando una obra sola, existencial, autónoma, inmersa en el paisaje agreste de la alta montaña y de la piedra. Se trata siempre de una poesía fuerte, de una voz potente, como iluminada, como palabra verdadera. Tanto, que a veces se lo ha comparado, o convertido en sucesor de Pedro Bonifacio Palacios, Almafuerte. Ya escribía en Corazón terrestre (1935): “Escucha el amor y su danza. / La danza no es el desesperado árbol de lo terrestre al cielo. / La danza es lo dulce que crece la carne hasta el halo. / Al que guarda su palabra de gozo se le seca la sangre. /…/ La voz es darse al impulso sin réplica. / Entrad en la danza, entrad en la danza de la vida / que el que se queda con los ojos bajos / es de piedra y sin sangre maldito”. Y también, hacia el final de su obra, en su último libro, Los límites y el caos (“Los textos del mártir, las herejías, los oráculos, los ritos, las consumaciones”) (1972), cuando se ha vuelto todavía más recogido y más hermético, que está enteramente consagrado al artista y a su creación.

En cuanto a lo que sin duda es su obra mayor, hay que hablar del motivo o lo que suele llamarse tema, la piedra. Y no omitir que María Zambrano señala que ella “es el residuo de la creación y por eso es la imagen y el vehículo más elemental de lo divino”. Ha leído, seguramente, a Marguerite Yourcenar, quien en uno de sus textos menos visitados, “Sobre algunas líneas de Beda el Venerable”, de 1976, incluido ahora en El Tiempo, ese gran escultor, habla, con su inmensa sabiduría y fineza, de la demorada conversión al catolicismo del paganismo nórdico, vivida por los sajones en oportuna cruza con los celtas, y de los primeros modos de establecimiento del cristianismo en Inglaterra “al alba tempestuosa del VIIº siglo”. E introduce estas consideraciones “mineralógicas” que vale la pena retener: “El gran sacerdote Coif, tipo por excelencia del renegado que exagera su celo, galopó hasta el templo que él atendía y allí rompió los ídolos, privando así a los museos del porvenir de alguna de esas estatuas apenas esbozadas, donde la piedra, por así decir, remonta a la superficie y suprime la torpe forma humana, como si el dios que figura ahí perteneciera más al mundo sagrado del mineral que al humano”. Claro que ella ha penetrado en las vicisitudes del largo, sinuoso y nada estático camino que recorre la piedra durante años, siglos y hasta eras geológicas; eso le permite sostener que el tiempo es el gran escultor y que “el día en que una estatua está terminada, su vida, en cierto sentido, comienza”.

Ese es el carácter y el contenido que le da a la piedra el poema de Ramponi, prologado por el poeta Jules Supervielle, quien dice que aquél es dueño de “una gran poesía verdaderamente digna de nuestro continente, de su geología como de sus aspiraciones más secretas, (…) de una maestría y una fuerza que nos admirarían en cualquier literatura del mundo”. “Geometría en rigor, sola en su límite, / ceñida cantidad, estricto espacio, / asignatura ciega, pieza hermética, / contrita y sin piedad, armada en temple, / cuadrada en su sostén, compacto término, / duro numen del número /…/ El fuego no es su dádiva, ardiente / secreto que el hombre le inventó buscándose. / Senit: ni ruda música primaria, / cajón sordo, yunque seco, ataúd del sonido”.

Es probablemente esta subjetivación que, desde fuera, nosotros hemos elaborado, sumada al hecho cósmico, la que le confiere cierta inmunidad, en su rechazo, en su escasez de comunicación, de alteridad. Sostiene Mircea Eliade en Lo sagrado y lo profano, de modo cerradamente especular: “Captado gracias a una experiencia religiosa, el modo específico de existencia de la piedra revela al hombre lo que es una existencia absoluta, más allá del tiempo, invulnerable al devenir”. Por otra parte, parece lógico que los filósofos, los poetas, los artistas se ocupen de ella: es el asiento y testimonio de las primeras escrituras, de las misteriosas, deslumbrantes pinturas en las cuevas, de los primeros hechos estéticos, humanos.

Mario Goloboff es escritor y docente universitario.