Yo no escribo más lento porque no puedo parar. Una vez que comienzo las palabras, se me acumulan y no se detienen. Soy su padre y su madre a la vez; me instigan, me tiran de los pantalones, me sacan leche de mis pechos yermos y ya no puedo más de escribir. Es la pandemia, esta crisis impuesta por el aire, el éter, los experimentos en laboratorios remotos que me arrastra y me lleva río abajo, como si encontrara dentro de una jangada de abecedarios el porqué de toda esta peste. 

Hay quienes no tienen inspiración o no pueden escribir ni una carta a los Reyes Magos, yo no soy mejor; simplemente un demonio visceral me posee y me vapulea y así paso las horas empezando con claridad natural y terminando hasta caerme desmayado bajo la luz eléctrica. 

Hay terror, hay malicia, hay estupidez en la población. No quisiera compartir con ellos una trinchera porque se habrán de poner a gritar llamando a Dios o a USA para que nos salve. Ellos me impulsan a escribir y a no detenerme. Son los caprichosos seniles de veintitantos años, libertarios de cartón, luchadores de la nada, jovatos reivindicatorios de lo que nunca tuvieron ni pudieron construirse en sus cabezas y todo lo atribuyen a confabulaciones, traiciones o extraterrestres bestiales. 

No puedo creer que se maten y quieran matarnos con el incendio de barbijos o Caseros desaforados o Leucos festejando nuevas muertes como goles del Medioevo. Que quemen sus carnets de prepaga, que se saquen el cubrebocas eternamente, que besen en la boca a los internados si creen que morir es un fraude. Son los mismos que en dictaduras denunciaban una casa porque allí vivían jóvenes. Son los que acusaban de drogadictos subversivos a los artistas pichones que intentábamos hacer algo en medio de los fusiles. Ni ideología rebatible tenían, solo el pánico, el hervor de mil ollas donde cocinaban a las brujas.El sargento que me pateó el pecho por el pelo largo no se diferencia de esa señorona que sale a aullar para que termine esta “infectadura”. Ella quemaría Olivos. Si pudiera asesinaría al Presidente. Y ni hablar de Cristina. 

Solo escribo sobre los muebles rayados por los años. Manchados con olor a yerba, tabaco y pan tostado. Soy esto que han logrado conmigo: un sutil esclavo beligerante pero encadenado al ánima, al teclado dell con el que habré de cobrar para el puchero. Subo al altillo del entenado, piso los escalones como quien se eleva al patíbulo. Cebo un mate y empiezo. Hace frío. Una foto talismán de Rafaella Carrá me acompaña. Para enamorarse bien hay que venir al sur. La letra decía “para hacer bien el amor hay que venir al sur”, pero la censura le ordenó cambiarla. Y ella aceptó. Por eso la tengo acá arriba y cuando descanso le tiro inofensivos dardos de papel como un amante despechado, asesino serial que habrá de caer cuando descubran desde qué teclado escribo, cuando comprendan que soy un verborrágico, eyaculador precoz que no daña, que solo se conforma con narrar y no tener demasiado errores ortográficos. 

Carrá estaba preciosa en serio ¿Cómo le irá con la peste si es que sigue en Italia? ¿Vive? Sergio Denis dejó su respirador a otros, siempre tan generoso. Todas las canchas le cantaron y cuando yo era jovencito, para seducir a una dama le entonaba “Te llamo para despedirme”. ¿Y qué? Spinetta cantó por radio cuando era un púber “Sabor a nada”, de Palito Ortega. La música como un ente animal no tiene categorías, olisquea y come donde puede. La armonía de Las Olas y el Viento del sucundún Donald está muy bien construida. Las palabras se las lleva el viento y yo vivo dentro de ellas. ¿Significa que me habré de ir, condenado con el soplo de brizna así porque sí? ¿Quiere decir que ese moqueo de alergias escribiente es mi despedida? ¿Llamaré a Emergencias por solo acumular pañuelitos de papel en el suelo? De tantos que les compré a los pibes que venden por las esquinas soy accionista de Ledesma y Clarín juntos.

Estornudo y los vecinos se asoman por sus ventanucos: en cualquier momento llamarán a la Guardia Urbana, que provista de hierros para alejar serpientes me habrá de reducir y enjaular para comprobar mediante un hisopado confeccionado con diarios viejos que lo mío no es covid-19 sino un caso de zoantropía, trastorno delirante o psicosis paranoide que me hace creer que soy un animal. Una bestia que teclea. Y lo soy. No sé manejar una computadora, una moto de alta cilindrada, una batidora, ni los comandos de un televisor. Solo sé escribir. Como un tatuaje, como una maldición, un dictado que debo continuar. 

Mi padre, al verme una noche entrar cargado de libros, me preguntó con recelo qué llevaba dentro del bolso. Libros –le contesté. Y rascándose la cabeza me preguntó: “¿Para qué, si ya tenés?” Así era él: solo poseía tres que leyó con fruición a lo largo de toda su vida. “Vida y muerte en la Selva”, escrito por un cazador quien en compañía de otros dos se dedicaban a matar animales y contar sus hazañas cinegéticas. No fue al colegio porque argüía que a la semana de empezar las clases un rayo destruyó el colegio y como vivían en el campo no pudieron asistir nunca más a clases. Su firma era la de un primate niño que me llenaba de ternura: se encontraba solo en su isla rodeado de conceptos y palabras complicadas. Por eso a los seis años me entregó como quien da una espada de su reino al hijo venerado, un diccionario en formato de tres tomos Codex. Ahí adentro estaban todas las palabras del mundo. Me lo dio para que me defendiese, para que viviera dentro de sus láminas. Y me sirvió. 

En esta peste, sin trabajo, con yerba para mate y algo de comida, cobrando dinero a los saltos, me bordearon amigablemente y me obligaron a usarlas. Aprendí curva exponencial, amesetamiento, hisopado y distancia social. No está mal para uno que terminó mil poemas, relatos y una novela: todos en blanco como en El Resplandor. Están en mi cabeza y ya saldrán. Solo me falta una buena noche de luna y por calles solitarias salir a cazar sombras ya convertido en lobo. Cuando toda esta peste se haya secado y solo sea apenas una oración en el libro de La Era del Miedo y la Boludez, al fin entenderé qué es lo que les incomoda tanto a esos seres macabros: que haya vida les hace mal. Mátense de una buena vez entonces y déjennos de joder. Así de simple. Si les molesta La Vida, cacen el bufoso y chau.