En el año 2008 la Unasur resolvía una grosera crisis en Bolivia y contenía las presiones separatistas que provenían de los departamentos de Oriente del país. Nueve años más tarde los mismos países contribuyeron activamente a la agudización de la grave situación por la que atraviesa Venezuela. En ese sentido, puede asegurarse que la responsabilidad latinoamericana en la actual coyuntura es notable, en el peor de las acepciones de la palabra. 

¿Cómo se expresó esta dinámica? Podrían mencionarse al menos tres dimensiones de la misma: fragmentación, marginalización, corporativización.

Fragmentación. Los gobiernos de la región actuaron de forma atomizada a la hora de buscar alternativas para contribuir a la generación de canales de diálogo entre las partes involucradas en el conflicto y apoyaron, de formas diversas, a sectores antagónicos. Algunos al gobierno, muchos otros a representantes de la oposición. Esa fragmentación erosionó la legitimidad y el peso real de los frágiles intentos que provinieron de la secretaría general de la UNASUR y evidenciaron incómodas fracturas al interior de otros espacios, como la OEA o el Mercosur. Esto provocó un consecuente debilitamiento de mecanismos regionales que en otras épocas asumieron un papel protagónico en la resolución de conflictos. En este punto, la segmentación evidenció la falla del sistema regional para generar consensos que permitieran contener la situación actual.

Marginalización. El tratamiento de paria otorgado a Venezuela, complementado con la suspensión de su membrecía en instituciones regionales como el MERCOSUR aduciendo incumplimientos administrativos, fue enormemente perjudicial para aquel país. Al manejo intransigente de la administración Maduro y de la oposición se sumaron presiones externas que contribuyeron a la radicalización del discurso oficial y el incremento de los niveles de violencia interna. La exclusión y el arrinconamiento del gobierno actual no hizo más que agravar la debilidad y vulnerabilidad del sistema económico-político.

Corporativización. Esta forma de accionar regional no puede disociarse de un fenómeno más amplio en el cual se encuentra inmerso: el incremento de la capacidad de incidencia y condicionamiento del capital financiero y las compañías transnacionales en el sistema de toma de decisiones de los gobiernos nacionales. En este sentido, detrás de la forma en la que los diferentes países actuaron ante la crisis venezolana subyace una compleja tensión entre intereses corporativos que demuestra que lo que sucede en el país caribeño no es más que una muestra exacerbada de un conjunto de democracias tambaleantes. Más allá de las responsabilidades del gobierno venezolano, la forma en la que los países del bloque fueron aislando a la administración Maduro estuvo signada por variables ideológicas, mismas variables que permitieron dar continuidad a las “relaciones normales” con países como Brasil, donde la democracia fue vapuleada luego del golpe de Estado a Dilma Rousseff. 

Dicho esto, y aun cuando las causas estructurales de la crisis venezolana provienen del orden doméstico, es indiscutible que el rol de la región, tanto a nivel bilateral como regional, fue muy pobre a la hora de generar mecanismos de mediación y de diálogo político. En cambio, su forma de operar contribuyó a la polarización dentro de aquel país. Este escenario termina generando la profecía autocumplida de los países civilizados del subcontinente (Brasil, Perú, Colombia, Argentina, entre tantos otros) y dando argumentos para los países que contaban con poco margen de maniobra para pronunciarse en torno a los bárbaros venezolanos (como Uruguay).

América latina tuvo múltiples oportunidades de contener la crisis venezolana y, en cambio, optó por acelerarla. La idea de la generación de consensos en un contexto de “unidad en la diversidad” fue arrebatada por la noción de “exclusión por diversidad”, dinámica que dio el empujón final para esta caída estrepitosa. Una mancha histórica para la integración de nuestra América.

* Doctor en Ciencias Sociales, UBA.