Dalma era especial, todo aquel que la conocía quedaba marcado por una sensación movilizadora, una fuerza y una energía muy profundas. Su dolor se disfrazaba de bardeos instantáneos, yo la conocí así.

Era mi primer día como profe de diseño y venía a reemplazar a Hebe, la profe más querida de todo el distrito sur (y me quedo corta), la profe más querida por todos los cursos. Dalma me preguntó, obviamente: "¿Dónde está Hebe?". Yo tragué saliva y le dije: "Hebe viene la semana que viene, pero ahora estoy yo en su reemplazo". A los cinco minutos de bardearme, me sonrió y esa sonrisa dejaba al descubierto el profundo deseo de amor, deseo de oportunidades. Y pocas le llegaron (muy pocas, vale decir).

Vivía en una pequeña casita en la villa, con su numerosa familia. El año pasado, una bala perdida se cobró la vida de su hermano. Al poco tiempo, la dejaron sin trabajo. Había conseguido un puesto en uno de esos programas perversos del Estado, que consiste en que grandes marcas y cadenas te otorguen un puesto por tres meses (por un sueldo mínimo, claro); si tenés suerte, te renuevan el contrato tres meses más. ¡Ah! Pero a la hora de tener que contratarte... ¡Chau!

De todas maneras, Dalma había aprendido a usar muy bien las máquinas de coser, armaba prendas rapidísimo. Pero estaba triste: habían matado a su hermano, se había quedado sin laburo, otra vez sentía que no tenía nada.

 

Hace un mes fue madre, la idea de tener hijes la hacía sentir esperanzada. Pero salió al patio de su casa a tirar la basura, algo la descompensó y el tren la pasó por arriba. Sí, el tren, porque su casa está hecha al ras de la vía. Muchas casas están hechas al ras de la via porque no queda otra, porque la vida es injusta para la mayoría de las personas, en menor o en mayor medida, pero injusta al fin.