La premisa de la novela del escritor inglés Jon McGregor, luego de siete años sin publicar, puede resultar confusa. El embalse 13, nominada al Premio Man Booker del 2017, se abre desde la primera línea con la desaparición de una chica de 13 años. Pero lo que ocurre a partir de ahí no responde a la lógica del policial o a la novela de fantasmas (ese género rarísimo que los norteamericanos catalogan como child abuse). Lo que ocurre en la novela es simplemente difícil de aprehender. Porque en definitiva no es mucho lo que pasa durante las trescientas páginas que McGregor necesita para armar un fresco social de un pequeño pueblo en el interior de Inglaterra.
Y no es poco tiempo el que narra. La novela condensa trece años desde la desaparición de Rebecca Shaw. Al inicio, el hecho sacude la apacible vida de campo. Se organiza, desde el departamento policial, un rastrillaje por la zona. Drenan los canales, los ríos y los embalses. Desde el cielo un helicóptero monitorea el área. La policía reconstruye sus últimos movimientos tratando de configurar una lógica posible o, en caso de ser una desaparición forzada, un móvil coherente. Pero nada de eso pasa, o nada prospera; el tiempo fluye lentamente, como un río inexorable. Y eso es lo que le interesa a McGregor contar; cómo la pérdida de una vida se entremezcla con el discurrir temporal de las vidas que conforman una comunidad.
La vida avanza. Se impone por sobre el impacto de la muerte; el cuerpo de Rebecca nunca es hallado. La muerte carece en definitiva de toda piedad. La gente del poblado continúa con sus rutinas; trabajan la tierra, el bar sigue despachando bebidas, las maestras dan clases, los negocios abren y cierran; la gente se casa, tiene hijos, se divorcia y muere. El tejido social del pueblo continua creciendo y lo único que se mantiene imperturbable, como una piedra atascada en un basural de plásticos, es la muerte de Rebecca ocurrida trece años atrás.
“Con El Embalse 13 quería hablar sobre el paso del tiempo y la rutina de la vida, la vida cotidiana” dijo McGregor en una entrevista para The Guardian. Y ese nivel de puntillismo se nota en el trabajo; escribió el relato como si fuera un collage con cada una de las historias que componen el libro. Luego, las abrió a las inclemencias del tiempo y del paisaje, y después volvió a trabajarlas sobre cada línea para enhebrar las frases, para que la vida común y las descripciones del entorno natural formasen un todo. Porque más implacable que la temporalidad humana, la naturaleza impone un ritmo propio.
Las estaciones se filtran por el relato. El narrador se toma un tiempo para mencionar los cambios climáticos; las lluvias otoñales, el frío seco del invierno, la humedad del verano. En esas transiciones, los animales aparecen y desaparecen, las plantas caducifolias pierden sus hojas y los árboles se aferran a la tierra. Son esos cambios sutiles los que funcionan como un espejo para la naturaleza humana; una forma crónica de imponer el cambio como una constancia. En ese sentido, El Embalse 13 se relaciona con una tradición de la novela moderna inglesa, sobre todo con Las olas de Virginia Woolf. Si Woolf usaba las descripciones de la naturaleza para anclar espacialmente el fluir de la conciencia de sus personajes en un día de playa, McGregor usa recurso similar; la repetición, que funciona como señales de piedra en un sendero abierto, le permite fijar las acciones a lo largo de los 13 años.
“A medianoche, cuando llegó el año nuevo, lanzaron fuegos artificiales por todo el pueblo”. Cada nuevo año marca el comienzo de un nuevo capítulo. Y, en cada nuevo capítulo, vuelve a la imagen del río que fluye; una alusión que se lee en el epígrafe de Wallace Stevens “El río se mueve / el mirlo estará volando”. El relato se detiene en la contemplación del tiempo y de sus acciones. El narrador se pregunta qué hubiera pasado si la desaparición de Rebecca no hubiera ocurrido, o si Rebecca hubiera sido hallada. Y ante cada pregunta por el paradero, McGregor disuelve la respuesta en una mirada impresionista sobre el paisaje en donde las acciones humanas se reducen al mínimo. McGregor había experimentado con la narración en su primera novela Si nadie habla de las cosas que importan (Salamandra), publicada en el año 2002 cuando el autor apenas tenía veintiséis años. El libro, por el cual obtuvo su primera nominación al Man Booker inglés, apela a una prosa sensorial y mundana para narrar, al igual que en un plano secuencia, pequeñas historias anónimas de una cuadra apócrifa en una ciudad del norte de Inglaterra.
La publicación de su primera novela tuvo un gran recibimiento crítico. Si bien su prosa tenía cierto aire de autoconciencia literaria, con una lírica de juventud por momentos exagerada, demostraba un talento precoz y seguro en el trabajo con la forma literaria. La calle y las historias que poblaban la cuadra eran narradas antes de un hecho crucial que marcaría sus vidas para siempre. En su tercera novela, Ni siquiera los perros (Salamandra), volvió a ensayar un relato coral sobre la vida marginal de una comunidad; adictos, alcoholicos, desempleados, vagabundos que viven en pensiones. El relato se mueve con libertad en distintos espacios de la mente de sus personajes luego de la muerte de uno de ellos.
En ese sentido, El Embalse 13 vuelve sobre el mismo punto; los bordes del relato; lo que sobrevuela y se fuga. A la acción central que se dispara, McGregor busca el punto inanimado. Como en las novelas de la nouveau roman (o de nuestro querido Juan José Saer, sin ir demasiado lejos), lo importante es lo que antecede, lo que retrasa, esa espesura difícil de contener; la percepción de lo real. Porque aquello que detiene la acción de la narración no es otra cosa que la fuerza del tiempo y sus horas muertas.