Werner Herzog conoció al científico y vulcanólogo británico Clive Oppenheimer en la Antártida, cuando lo entrevistó para sus insólitos Encuentros en el fin del mundo, allá por 2007. Se hicieron amigos y se reencontraron para el rodaje de Hacia el infierno (2016), su apasionante recorrida conjunta por los volcanes del mundo, que milagrosamente todavía está disponible en Netflix. Y este martes el Toronto International Film Festival, en su edición online, albergó el estreno mundial de Fireball: Visitors from Darker Worlds, el nuevo trabajo conjunto de estos dos excéntricos aventureros, que tendrá un lanzamiento global inminente a través de la plataforma AppleTV+.
La estructura es muy similar a la de Hacia el infierno, con la diferencia de que aquí Herzog y Oppenheimer no salen en busca de volcanes y lenguas de lava sino de cráteres, las huellas que dejan los meteoritos al caer sobre la tierra. Y del impacto que esas bolas de fuego han producido no solamente desde un punto de vista estrictamente geológico sino también cultural, vinculando rituales paganos y religiosos de los cuatro puntos cardinales con la llegada de esos “visitantes de mundos oscuros” a los que alude el título de la película.
De la península de Yucatán a Siberia, pasando por Francia, Australia, Estados Unidos, la Polinesia y el continente antártico, casi no les quedó terreno por cubrir. Se diría que a Herzog y Oppenheimer solamente les faltó el Chaco argentino, pero quizás desistieron porque allí ya estuvo antes el documentalista Sergio Wolf cuando hizo El color que cayó del cielo (2014), en parte sobre el mismo tema, cuando fue detrás de la estela del llamado Mesón de Fierro, un meteorito gigantesco del que hablaban los colonizadores españoles en tierras mocovíes y que nunca fue encontrado.
Como siempre sucede en el cine de Herzog, sus documentales son zigzagueantes, nunca se quedan en el mero registro de lo que encuentra su cámara y Fireball no es la excepción. Cuando parece que Herzog está hablando de meteoritos encuentra en Oslo, sin embargo, al guitarrista noruego Jon Larsen, fundador del grupo de jazz Hot Club de Norvège. ¿Qué hace ese músico en la gélida terraza de un estadio cubierto de su ciudad natal? Tocar la guitarra para la película primero, por supuesto, pero luego también mostrar lo que encuentra allí regularmente como geólogo aficionado: partículas minúsculas caídas del cielo, polvo cósmico que recoge con un simple imán. “Es la materia más antigua, aquella que nos comunica con la eternidad”, dice Larsen. “Nada ha viajado tanto desde tan lejos”.
Pero así como los infinitos colores y formas de las partículas del guitarrista solamente pueden ser apreciados en unas increíbles ampliaciones fotográficas, hay otras mucho más grandes y famosas, recuerdan Herzog y Oppenheimer. Como la Piedra Negra que se encuentra en la esquina oriental de la Kaaba, el edificio cúbico hacia el que los musulmanes se orientan para orar, en el centro de la Gran Mezquita en La Meca, en Arabia Saudí. Allí Herzog reconoce que no pudo ir él mismo a filmar, por no ser musulmán, pero envió a un amigo a que registrara con un celular el momento en que los fieles se abalanzan a tocar y besar ese meteorito que según la tradición el arcángel Gabriel le habría entregado al patriarca Abraham.
Con esa voz inconfundible, que a su gravedad cavernosa le suma al inglés su impostado acento teutón, Herzog describe a un balneario mexicano como “un lugar tan triste que uno querría gritar”. Pero desde allí donde no hay nada salvo unos perros hambrientos, el cineasta y su compañero científico señalan el mar, donde habría caído el meteorito que habría extinguido a los dinosaurios de la faz de la tierra y que --no muy lejos-- habría producido los cenotes, esos túneles acuáticos que para los mayas eran la puerta de entrada al inframundo.
“Solamente ver sus rostros inspira confianza”, vuelve a decir Herzog, que oficia de narrador, cuando enfoca a un hombre y una mujer de semblantes bondadosos que están a cargo de un potentísimo telescopio en Hawái y cuya misión es detectar los meteoritos que se acercan peligrosamente a la tierra. “Tarde o temprano, vendrá uno bien grande, por eso tenemos que monitorear el espacio”, le dicen con serenidad. A su vez, el astrónomo jesuita a cargo del observatorio de Castel Gandolfo, la residencia papal, es interrogado amablemente por Oppenheimer, después de una discusión teológica sobre el origen del mundo: “¿Y si usted viera por su telescopio que se aproxima un cometa capaz de colisionar con la tierra?”. La amable respuesta no se hace esperar: “Sólo nos quedaría rezar”.
El momento visualmente más impactante de Fireball es hacia el final, cuando Herzog y Oppenheimer regresan al lugar de su encuentro primigenio, una base científica en la Antártida. Allí, en “esa inmensa soledad, en ese mundo que no parece el nuestro, en ese lugar que trasciende nuestra experiencia humana” como lo define el director alemán, el hallazgo de un meteorito, por pequeño que sea, es celebrado con éxtasis por todo el equipo. En ese desierto blanco, esas piedras negras brillan como gemas son entendidas como lo que son: mensajes del más allá, que llegan a la Tierra atravesando el espacio y el tiempo.
Notturno
Como para confirmar que en esta edición online del Toronto International Film Festival, forzosamente reducida, el cine más valioso proviene del campo documental, allí está también Notturno (foto), la realización más reciente del italiano Gianfranco Rosi. Doblemente premiado con León de Oro de la Mostra de Venecia 2013 por Sacro Gra y por el Oso de Oro de la Berlinale 2016 por Fuocoammare, Rosi envió ahora al TIFF su capolavoro más reciente, rodado a lo largo de tres años en las fronteras de Irak, Kurdistán, Siria y el Líbano, allí donde el Estado Islámico ha sembrado la guerra y el terror.
La gran virtud del Notturno de Rosi es precisamente la de evitar cualquier rastro de sensacionalismo. En su película, de título deliberadamente musical, se diría que aquellas notas que hace sonar el realizador son las más tenues, las que se escuchan como ecos del paisaje después de la batalla. Puede ser un grupo de madres kurdas que recorren una prisión abandonada en la que murieron sus hijos, un adolescente que sostiene a su madre viuda y a sus cinco hermanos trabajando como pescador o cazador furtivo, un grupo de internos psiquiátricos en un hospital de Bagdad preparando una obra de teatro, o unos niños que fueron prisioneros del EI y ahora exorcizan todo el sufrimiento a través de sus dibujos. El film de Rosi sin embargo nunca alza la voz, deja que los rostros hablen por sí mismos y es capaz de encontrar incluso una seca, ardua belleza dentro de ese caos que reina en la región más castigada del mundo.