Bien sabe el viajero literario que Rayuela, la obra mayor de Julio Cortázar, está edificada sobre la belleza de los escenarios parisinos, con sus pasadizos secretos, puentes, arte y jardines. La Ciudad Luz, aquella que le sirvió de escenario para páginas inolvidables, se puede recorrer –gracias a un itinerario propuesto por el Instituto Cervantes– siguiendo las páginas de la novela 54 años después de su publicación. La sensación es desigual: la ciudad que cautivó a Cortázar está en constante tensión entre su esencia bohemia y la invasión tecnológica. En la era de la imagen, los sitios turísticos están atestados de gente que, con su teléfono celular, fotografía compulsivamente sin siquiera contemplar el paisaje. La escena se completa con los vendedores ambulantes, que en las inmediaciones de los monumentos históricos venden bastones para tomarse selfies. En los viajes en metro el contacto visual ya casi no existe: los pasajeros andan sumergidos en sus pantallas. ¿Podrían haberse encontrado la Maga y Horacio en este nuevo escenario?
EL ROMANCE Y EL PUENTE Caminando por el Quai des Tuileries, que separa el Museo Louvre del Sena, aparecen los arcos y columnas del Pont des Arts, lugar emblemático para los lectores de Rayuela: allí se consumó buena parte del romance entre la Maga y Horacio. Dos mujeres cruzan por debajo del puente, que hasta hace dos años albergó 45 toneladas de candados colocados por miles de enamorados. Terminaron prohibidos, porque el peso del metal provocó un peligro de derrumbe, y ahora se los puede ver –con colores, nombres y fechas, a la manera de un pacto de amor que sobrevivió al desplazamiento– sobre una escalera que conduce a la ribera del río.
Desde allí se levanta recortada sobre el horizonte la gran cúpula del Instituto de Francia, una de las academias más importantes del país. Un hombre sentado en un banco de madera observa cómo el río se bifurca en la Isla de la Cité. Mientras el cielo parisino se tiñe de una luz tenue, los faroles empiezan a encenderse y un músico con un acordeón regala una melodía a los transeúntes, envueltos en sus largos abrigos otoñales. Con esa atmósfera se entra en la dimensión de Rayuela, y de pronto es como si la Maga estuviera apoyada en el pasamanos, con la mirada perdida sobre alguna de las embarcaciones repletas de turistas que navegan por las aguas.
A poca distancia de la Sorbona, el Pantheón y el Teatro del Odeón, los Jardines de Luxemburgo son un verdadero oasis dentro del Barrio Latino. Un predio de 22 hectáreas donde predominan los rosedales, el aroma dulce de las flores, las esculturas y las sillas esparcidas por el parque. Pero es también –señal de los tiempos– un espacio fuertemente vigilado: los miembros de las fuerzas de seguridad, con chalecos y armas, custodian el Senado francés.
Los jardines son un laberinto lleno de recovecos. Uno de los rincones secretos mencionado en Rayuela es la Fontaine Médicis. Se erige como una gruta cercana al palacio, rodeada de árboles, en la que se destaca la figura monstruosa de Polifemo a punto de descubrir a una pareja de enamorados. Un gran espejo de agua refleja la escena, cada tanto desdibujada por la estela que dejan los patos. Cortázar solía caminar a diario por el Barrio Latino y le gustaba perderse en el laberinto: según sus biógrafos fue en uno de esos paseos cuando se cruzó con Edith Aron, la mujer que le inspiró el personaje de la Maga.
UNA TUMBA PARA EL ESCRITOR En el barrio de Montparnasse, sobre el Boulevard Edgar Quinet, un portón gigante de hierro es el ingreso al cementerio, el segundo más grande de París después del Père Lachaise. En la entrada un plano muestra la ubicación de numerosas tumbas, muchas de ellas de celebridades de la cultura: Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Serge Gainsbourg, Charles Baudelaire. En este sitio, además, se narra la última escena de Rayuela y allí descansa su autor.
Cuando se recorre la necrópolis, sobre todo en la tarde de un día lluvioso, da la impresión de entrar en la mística de un cuento de Edgar Allan Poe. Lo lúgubre se corporiza en el graznido de los cuervos, las cruces de madera desgastadas y las manchas de humedad en los mausoleos. Sin embargo, entre tanta oscuridad, se destaca la colorida figura del gato de Ricardo: es una escultura de cerámica, al estilo Gaudí, realizada por la artista Niki de Saint Phalle para homenajear a su amigo Ricardo Menon.
Es común perderse por las calles internas del cementerio. Si bien está señalizado, no es fácil encontrar algunas tumbas, tampoco la de Cortázar, como si el misterio de su literatura se hubiera propagado a la lápida. Pero basta con que los visitantes pronuncien algunas palabras en español para que los cuidadores los guíen. Alrededor es habitual encontrar gran cantidad de ofrendas: “Por siempre estás viviendo en mi corazón, niño grande, niño amor”, dice una frase escrita sobre una hoja de árbol, apoyada sobre el mármol de la sepultura. También hay una carta con la tinta corrida, tickets de metro envueltos en un plástico, cigarrillos, flores, piedritas y hasta un peine. El escritor, en efecto, no está solo. De un lado yace Aurora Bernández, su primera esposa, y del otro Carol Dunlop, su último amor.
BOUQUINISTES Caminar las pocas cuadras desde el Quai de Conti a la Catedral de Notre Dame puede llevar más de una hora. Es difícil no detenerse en la interminable fila de puestos de antigüedades sobre la vereda del río. El murmullo es sobrecogedor. Allí se pueden encontrar ediciones únicas de Guy de Maupassant, Flaubert u Oscar Wilde. Hay posters de los cabarets Le Chat Noir o Moulin Rouge, y vinilos de Edith Piaf o Charles Aznavour. El olor a libro viejo y el polvillo sobre las tapas de los discos rememora aquella ciudad que Horacio y la Maga supieron caminar de forma interminable.
En la plaza enfrente de la fachada de la catedral suele acumularse una multitud que observa el vitral circular y espera en una larga cola para ingresar al edificio. No faltan tampoco las selfies y el frenesí por la pose fotográfica. Al igual que Victor Hugo en Nuestra Señora de París, Cortázar eligió Notre Dame como un escenario primordial de Rayuela. Allí, donde se ubica la plaza Jean XXIII, Horacio y la Maga trazaron otra huella de sus mágicos encuentros. Al atravesar los jardines laterales, el silencio de a poco se apodera del lugar. Un rincón verde de tilos, abetos y cerezos contrasta con la oscuridad del templo. Desde ese ángulo se aprecia una vista distinta de la catedral, sus imponentes ventanales y la fina cúpula gótica en punta de aguja. Una vista que la dupla amorosa sintió, por momentos, como el telón de fondo de su infinita cadena de encuentros y desencuentros.
ARTE EN EL LOUVRE El Museo del Louvre fue uno de los lugares que Cortázar visitó frecuentemente en sus primeros años de residencia en París. En la sección de arte primitivo canalizó su obsesión por la mirada en detalle. Las obras más célebres del museo, como La Gioconda o la Venus de Milo, suelen estar rodeadas de gente que se fotografía con ellas, por lo que resulta difícil observarlas al estilo que pregonaba el escritor. Además, los guías tradicionales ya casi no existen. La mayoría de los turistas deambula con aparatos similares a controles remotos que, mediante un sensor, narran la historia de las pinturas o los monumentos más famosos.
A Horacio, el protagonista de Rayuela, le encantaba visitar la sala de arte egipcio. En cada una de las vitrinas predominan las figuras simbólicas como cruces, ojos, gatos, aves, escarabajos y los faraones, dibujados en los enormes sarcófagos o en tablas de yeso. Hay máscaras y esculturas de dioses pero la vedette de este sector es la gran esfinge de Tanis, una figura con cuerpo de león y cabeza de faraón.
Recorrer París en la piel de Cortázar es, en definitiva, dejarse guiar por las emociones, animarse a perder la noción del tiempo y entregarse a lo desconocido. Fue la ciudad de Horacio y la Maga, que supieron transitarla como un lugar enigmático y mundano a la vez, una urbe que es un desafío descubrir hoy en la era de las pantallas y el vértigo de la tecnología.