En la literatura lo importante es acertar con un cambio de perspectiva que permita narrar otra vez la misma historia. Estas palabras bien podría haberlas dicho –o suscribirlas– Sergio Olguín ahora que, a casi veinte años de un proyecto que nació con el volumen de cuentos Las griegas, retoma con 1982 la adaptación de una tragedia para adentrarse de lleno en la intimidad de una familia de militares en el contexto de la guerra de Las Malvinas. “Yo había quedado fascinado con Fedra de Jean Racine cuando cursaba Literatura Francesa en la Facultad. Me pareció una obra maravillosa, increíble, una tragedia en la cual me llamaba mucho la atención el hecho de que una mujer se enamore de un tipo, y, al no ser correspondida, porque es el hijo de su marido, decida mentir una violación. No le encontré la vuelta en ese momento y quedó afuera de Las griegas. Hace cosa de dos años me di cuenta de algo muy obvio: Teseo tenía que ser un militar argentino en la guerra de Malvinas. Cuando eso se armó, todo lo demás se ordenó solo con algunas perspectivas distintas a las de las tragedias clásicas, no sólo las de Racine sino también a las de Eurípides y Séneca. Con una salvedad, ya no me interesaba una Fedra banal, superficial, sino una mujer mucho más comprometida con la historia de amor que desea vivir. Así fue cómo comencé a pensar en 1982, donde Pedro, que es el hijastro de Fátima, también se enamora perdidamente de ella. O sea, hay amor mutuo, una historia de amor entre ellos dos, lo cual es absolutamente distinto a lo que sucede en las tragedias. Yo nunca había pensado en escribir sobre Malvinas, creo que es un tema que no estaba en un radar mío de posibles novelas o cuentos”, afirma el escritor. Y agrega que la guerra en sí misma no es algo que le interese como tema literario. “En realidad, 1982 tiene como punto de partida el 2 de abril pero yo quería escribir una novela sobre la intimidad de aquellos años, donde la dictaduratodavía estaba muy presente, más presente a veces de lo que uno piensa. En ese año hay una especie de apertura mental que va a tener un punto culminante en el 83. Ahí empiezauna militancia más abierta, una oposición más fuerte, incluso para los partidos más tradicionales, los radicales y el peronismo. La sensación de estar ante un tiempo distinto al de la dictadura es muy intensa, pese a que aún estábamos bajo ese régimen, es decir el aparato represivo estaba muy aceitado todavía. Incluso se mantuvo durante los primero tiempos de la democracia”. 1982 tiene su punto de partida el día que los militares argentinos enarbolan la bandera de recuperación de las Islas Malvinas –en connivencia con gran parte de la sociedad civil– luego de irrumpir en los cuarteles de Puerto Stanley. Todo lo que sigue después ya se conoce lo suficiente: entre la algarabía y una espera delirante con manipulación por parte de muchos medios de comunicación, flota sobre un ambiente ciego a la realidad la idea de que se logrará algún acuerdo diplomático sin necesidad de llegar a la guerra. Entre los militares declarados como “héroes de Malvinas” por aquella misión se encuentra el teniente coronel Augusto Vidal; y más que un hombre resulta una síntesis perfecta de lo más aterrador que tuvo la dictadura. Es el padre de Pedro, hijo de su primer matrimonio, a quien desprecia por no haber seguido el mandamiento paterno. El joven estudia Letras en la Facultad, intenta por vergüenza y desprecio mantener oculta la verdad sobre su padre y la literatura comienza a ser a la vez un lugar de identidad y refugio. “Yo era muy consciente del Bovarismo de Pedro –dice Sergio Olguín–. Me gusta la gente que es influenciada por los libros. Lo que hace Pedro es forzar la interpretación de Fedra pero de algún modo uno siempre está forzando lo que lee y escucha. Todo va hacia su propia historia”.
Una tarde de lectura asume el comienzo de la tragedia; porque son los libros los que van hacia el lector, como pensaban los antiguos. “Pedro se vio a sí mismo en el medio de la tragedia de Fedra. Con una diferencia: En la vida real –se dijo–, yo estoy enamorado de ella, de mi madrastra. No quería estar lejos de ella ni un minuto. Buscaba su compañía como un perro a su dueña. Se conformaba con escucharla y mirarla mientras recostada en la cama le leía los romances de la corona española. Amaba a Fátima. No necesitaba nada más. Pero lo quería todo. Todavía no lo sabía, no sabía muchas cosas de él mismo”.
Hay un trabajo muy interesante en la novela sobre la sexualidad, despojada casi por completo de erotismo.
–Es cierto, sí. Sobre todo en los primeros capítulos me costó mucho la cuestión de la sexualidad porque tenía que estar el proceso de enamoramiento de Pedro. Además, por un lado tenía miedo de quedarme corto o de ser demasiado poderoso y, por otro lado, no quería caer en esas películas italianas de los sesenta muy eróticas en donde el tipo espía a la chica que se baña. Tenía que encontrar un intermedio. Y me interesaba que la relación fuera muy física, corpórea, un amor con alto componente sexual. Por otra parte, hay una cuestión del uso del lenguaje, ciertos modismos o palabras a las que hay que prestar mucha atención. Si escribís una novela policial y tenés que describir un asesinato con un cuchillo, en Hispanoamérica hay un uso más o menos en común. Pero en las escenas de sexo entran a jugar otras cuestiones, que no solo tienen que ver con países sino con generaciones, entre otras cosas. A mí el lenguaje literario que tiende a la metáfora me parece horrible y pienso que, si uno quiere crear una tensión narrativa alrededor de la descripción de un acto sexual, tiene menos posibilidades de quedar en ridículo si utiliza términos de su propia realidad lingüística.
El trabajo estilístico de Sergio Olguín se despliega a partir de un narrador en tercera persona que cambia de tonos y registros en función de una estructura que busca dividir la trama en tres planos para focalizar en la historia de amor de Fátima y Pedro, mientras la presencia del coronel que ha regresado de Malvinas se torna cada vez más amenazante debido a un fanatismo religioso que se le despertó en Malvinas. “Soy un hombre distinto”, dice el coronel Augusto Vidal. “Soy un hombre mejor. Antes de ir a Malvinas no sabía muchas cosas de mí que ahora sé. Cuando te cruzás con la muerte, no podés hacerte el boludo. Y yo, que siempre fui bastante distraído con Dios, me di cuenta de que la muerte no me podía hacer nada gracias a Ella. Me encomendé a la Virgen cada mañana, cada noche que pasé ahí. Le agradecí a Dios que me hubiera permitido vivir ese momento y le pedía a la Virgen que me dejara vivir un día más. Y los dos cumplieron. Carajo que cumplieron”. Y enseguida, agrega: “Le prometí a la Virgen que me iba a mantener alejado de cualquier provocación de los sentidos. No más alcohol, no más desear el cuerpo de una mujer”. El verdadero motivo de esta especie de voto de castidad por parte del coronel se deja entrever a lo largo de toda la novela y sobre todo a partir de Pedro que descubre una verdad muy distinta a la que intenta imponer su padre. Tal vez esté más cerca de ser un cobarde traidor. En todo caso, habrá que callar al mensajero. Gran parte de la originalidad narrativa que tiene 1982 se debe a la tensión de una trama que comienza a reducirse lentamente como un embudo hasta que ya no hay más escapatoria. Porque un día los amantes deciden escapar juntos, comenzar una nueva vida aunque el precio sea la eterna clandestinidad y, en el caso de Fátima, tener que abandonar a la pequeña Lorena, la hija que tiene en común con Augusto Vidal. “Algún día –pensó Fátima–, Augusto aceptaría la situación de hecho y permitiría que ella volviera a criar a su hija. Antes él debía calmar su enojo, disminuir el rencor y resignarse. Eso podía llevar tiempo y ser doloroso para todos. Pero si ellos seguían viviendo bajo ese techo, sin ningún otra expectativa que verse de a ratos y a escondidas, terminarían muriéndose. Ella quería vivir. Por Pedro, por Lorena. Por ella misma”. Sólo que, muchas veces, cuánto más uno se aleja, inevitablemente más se acerca a lo que debe ocurrir. Fátima y Pedro toman un ómnibus hacia la ciudad de Mar de Ajó y como si el cosmos se ordenara a su favor, una serie de encuentros azarosos con personas dispuestas a ayudarlos les permiten encontrar trabajo y un lugar donde vivir. Allí conocerán a un matrimonio entrañable y a una adolescente llamada Luna que despertará en Pedro nuevamente su pasión por la lectura, especie de guía para el camino iniciático de un joven cuyo único destino es llegar a conocerse a sí mismo. Al tiempo que Fátima y Pedro hacen de su felicidad una realidad paralela y crece el sentido de libertad, alguien está agazapado en su rencor esperando el momento oportuno para dar el golpe. La ingenuidad es más compañera del amor que del odio y un mínimo error puede ser suficiente para perderlo todo.
Ciertos cuestionamientos a la maternidad y la paternidad no son un tema menor en esta novela.
–Me interesó ir en contra de esa construcción de la maternidad como algo natural y crear un personaje como Fátima, que no leyó a Simone de Beauvoir ni a ninguna autora de ese estilo y puede plantear la maternidad como algo que le viene agregado a su vida pero no la define. Reacciona a partir de eso, toma decisiones muy duras para ella misma. En ningún momento Fátima pareciera que está haciendo algo condenable, más allá de las dudas, los miedos, y de extrañar. Además tiene un plan alrededor de su relación con su hija. Y ese plan es lo que intenta desarrollar en la novela. Ella cree que esa situación puede resolverse en algún momento y que Augusto será un buen padre con su hija. De hecho, en ese sentido Fátima no se equivoca. Augusto no le va a hacer daño a Lorena. En lo que se equivoca es en las consecuencias. Fátima sabe que la paternidad y la maternidad es algo de a dos. No tiene por qué hacerse cargo sola de toda esa historia. Ese alejamiento no le parece antinatural o algo diabólico, lo que pasa es que estamos socialmente predispuestos a pensar que una madre no puede alejarse de sus hijos, no puede dejarlos en manos de su padre, no puede vivir su vida porque tiene que cuidar a sus hijos todo el tiempo. No tiene por qué ser así y Fátima lo expresa. El error de ella no es alejarse, sino no haber podido calcular qué clase de persona es su marido.
La toma de posición en 1982 es contundente en relación a los militares y ese período final. ¿Se puede decir es que tu novela más política en ese sentido?
–A mí mucho no me gusta hablar de novela política como un fin en sí mismo. Me parece que las novelas siempre tienen un fondo político, más o menos explícito. Como por lo general escribo policiales, uno puede decir que lo delictivo y lo policial también está vinculado con lo político. Lo que ocurre con 1982 es que hay algo que muy explícito, estamos en un momento en donde todavía se discute cuántos desparecidos hubo y la teoría de los dos demonios para intenta ensuciar a quienes le debemos gran parte de la democracia, me refiero a Las Madres. Entonces en ese contexto, tomar este tema y mirar para el otro lado sería hacerse el tonto. Yo me hago cargo de que estoy abordando un tema muy complejo. Pero eso no significa que me interese escribir una literatura que conduce a una determinada visión. Tal vez por eso el personaje más difícil fue el teniente coronel Vidal. Corría dos riesgos, caer en el estereotipo del tipo que tortura para luego regresar a su casa y ser amoroso con sus hijos o el que tortura en un campo de concentración pero al mismo tiempo maltrata a todo el mundo en su vida cotidiana. Yo pensé en un personaje que evolucionara, un tipo del cual no sabemos de su relación con la dictadura, casi no se narra, y por eso necesitamos reconstruir una historia por fuera de la novela. Prefería dejarlo en el plano del ámbito familiar pero siendo consciente de que era un milico torturador. O podía serlo. Mientras Pedro mantiene una conciencia bastante clara con respecto a lo que es su padre, Fátima se enceguece y no mide las consecuencias de estar casada con un militar de estas características. Es ahí, en esa confusión, donde estalla la ficción y se mete la realidad en la novela, la historia argentina. Inevitablemente.
Además de citas literarias, también hay referencias periodísticas en la novela. ¿Hubo algo de esto en tus lecturas de aquellos años?
–Yo tenía 15 años por aquel entonces y recuerdo ese delirio festivo por Malvinas como si hubiéramos ganado un campeonato de fútbol. Sin embargo, fue a partir de una persona y una revista que pude comprender un poco mejor lo que estaba pasando. La persona era un profesor de Geografía e Historia que tenía en la secundaria. Se llamaba Roberto Domínguez. En un contexto donde había un discurso triunfalista, él llegaba y hablaba sobre lo desastroso que era estar en el frente peleando y decía todo tipo de ironías. Muchos años más tarde, me enteré de que los militares lo habían ido a buscar a la escuela y que los directivos lograron salvarlo. Fue una persona muy importante para mí. Y lo otro fue la revista Humor, especialmente los artículos de Jorge Sabato, que yo menciono en la novela, me permitieron comprender ciertas cuestiones sobre la lógica de los medios de comunicación. Son temas que me van a importar mucho los años siguientes de mi vida, hasta el día de hoy.
Hay una economía muy lograda en la construcción de los personajes. En el caso de Augusto Vidal ese fanatismo religioso a partir de los rezos. Ese temor al bien cuando él mismo es la personificación de lo contrario.
–Lamentablemente no hay tanta literatura alrededor de los oficiales de Las Fuerzas Armadas. Uno tiene que hacer un ejercicio de imaginación bastante grande. Yo creo que son personas complejas ¿no? Con un concepto muy elaborado de lo que es el bien. Además de un fuerte vínculo con lo religioso, que en muchos casos lleva a la violencia, a la incomprensión del otro, al dogmatismo. Me parece que Augusto es un personaje que, si hay algo bueno de él, es que actúa con honestidad, actúa a partir de lo que realmente cree, es decir que está absolutamente convencido de todo lo que hace. Sabe para qué quiere a su mujer, no se engaña. Y él cree que lo que hace es cristiano, que tiene que ver con lo piadoso. Augusto siente que lo que le hará a su hijo y a Fátima tiene que ver con la reeducación, con poner en su debido lugar lo correcto. Y en términos ideológicos estaban convencidos de que hacían algo bueno. Uno tiende a pensar que los militares o que los malos en general, son gente que sabe lo que es bueno y que deciden dejarlo de lado y hacer el mal. No, hay gente que está convencida de que hay que torturar, que hay que matar, que hay que sacar a los chicos y dárselos a otras familias para que los eduquen. Después están los otros que aprovecharon esa situación para hacer algún negocio o para crecer en el poder. Pero hay gente que está convencida de cualquier ideología, por más atroz que nos resulte. Yo creo que Augusto pertenece a esa categoría de persona.
De alguna manera en 1982 se retoma la imposibilidad del relato heroico con respecto a Malvinas por esa singularidad de jóvenes soldados luchando casi sin instrucción con dos enemigos simultáneos: el propio ejército y el de los ingleses.
–Es muy difícil comprender que tu enemigo estaba en el frente y a la vez en la retaguardia. Pero no creo que eso prohíba el relato heroico. Me parece que toda la literatura que se escribió hasta ahora sobre Malvinas se hizo cargo de esa contradicción, desde los primeros textos como Los pichiciegos de Fogwill, a todo lo que se escribió después, que es mucho. Ahora, si lo pienso desde otro lado, me parece que lo que decís tiene que ver con esta imposibilidad de desprender la guerra de Malvinas de la dictadura. Lamentablemente no podemos alejarnos de esa imagen y la construcción de “Los héroes de Malvinas” para ciertos militares, no todos, aclaro, estoy pensando en el cobarde de Alfredo Astiz, por dar un ejemplo. Los indeseables que tienen un pasado de tortura no pueden ser héroes de nada. En todo caso, los verdaderos héroes fueron los conscriptos o los tipos que recién habían entrado en el ejército. No puede haber héroes que hayan torturado o asesinado. Y yo creo que en ese sentido Pedro es consciente de que su padre nunca pudo haber sido un héroe de Malvinas, además tampoco tuvo un comportamiento muy digno que digamos durante la guerra, como sucedió en muchos casos.
¿Existe para vos una realidad cíclica, en el sentido de que los mitos y las grandes tragedias vuelven a repetirse de alguna u otra manera?
–Yo creo que sí. Hay pocas historias para contar y se vienen repitiendo desde la antigüedad. Sigue existiendo una fuente en esos mitos, al menos para mí desde que empecé a escribir. Y esa es una idea que me gusta mucho porque hay historias que son eternas y lo que les falta es solo un contexto contemporáneo. Las tragedias tienen un componente político que las vuelve muy actuales. A mí siempre me gustó mucho el libro El manjar de los dioses de Jan Kott, que es un análisis de las tragedias griegas desde una mirada política y vanguardística del siglo XX, como el absurdo. Por supuesto, lo que él encuentra son cuestiones que tienen que ver con la Polonia stalinista en la que creció. Pero yo me nutrí mucho con ese libro. De hecho, lo que le pasa a Luna y a Fátima tiene un origen, si se quiere, en ese libro. Al fin y al cabo, Luna terminará siendo una heroína inútil, algo típico del siglo XX y XXI. Es decir que lo da todo por nada. Si en la tragedia clásica la muerte sirve para ordenar el caos, en el caso de Fátima su presencia en la novela representa a otra clase de heroína contemporánea porque le ocurre algo mucho más trágico que la muerte: ser ama de casa de un asesino.