“Siempre seguí de cerca la suerte de los jugadores argentinos en la liga inglesa”, anota Klaus Gallo en el prólogo de Las invasiones argentinas (Nuestros futbolistas en Inglaterra), un título que juguetea con las de los estertores del Virreinato, aquellas del aceite hirviente, los intentos fallidos de 1806-1807 por hacer pie por estos lares, un título que implica un cambio de frente temático en la producción de este historiador, cuyos libros anteriores (publicados en inglés en Gran Bretaña y en castellano aquí) enfocan sobre todo en el período que va desde el por las malas de Beresford y Whitelocke al por las buenas de Bernardino Rivadavia, primer presidente argento. El cruce de campo es también temporal, porque la recorrida y el inventario que ofrece Gallo arranca en 1978, con la rareza de la incorporación de Osvaldo Ardiles y Julio César Villa al Tottenham Hotspurs, y desemboca en nuestros días, con la gran cantidad de jugadores en diversos equipos ingleses, Chiquito Romero y Marcos Rojo en el United; Pablo Zabaleta, Nicolás Otamendi y el Kun Agüero en el City, por nombrar apenas un puñado de futbolistas que juegan en clubes de Manchester y son parte, a la vez, de la Selección Nacional.
Lo de Villa y Ardiles fue un hito: enseguida, cuenta Gallo, se ganaron el fervor de la hinchada del Tottenham, que hasta los puso como protagonistas de canciones entonadas desde las tribunas. Tras el Mundial que ganó Argentina como local algunos clubes ingleses enviaron a sus técnicos al país para contratar jugadores. Harry Haslam, el de Sheffield United, en segunda división por entonces, sondeó a Jorge Cyterszpiler, el representante de un pibe de 17 años llamado Diego Maradona, al que César Luis Menotti había excluido a último momento de la Selección. Le pidieron 300.000 libras esterlinas por el pase del Diego: le pareció un vagón de guita. “Es la mitad de lo que gana por mes, hoy, Agüero en el City”, apunta Gallo. Haslam contrató entonces a Alejandro Sabella, que jugaría tres años en el Sheffield. Ese mismo año el Birmingham City incorporó a otro campeón mundialista, Alberto César Tarantini, a quien no le fue demasiado bien: lo hacían jugar en un puesto que no era el suyo, el equipo se fue al descenso, a la Pata Villanueva (su pareja por entonces) la acusaron por robo en una tienda, se agarró a trompadas con los hinchas. Tras 24 partidos pegó la vuelta.
“Me parece sorprendente la manera en que varios de estos jugadores lograron meterse en el corazón de las hinchadas de los distintos equipos ingleses para los que actuaron –señala el autor–, aún en tiempos en que las relaciones entre los dos países sufrían las consecuencias trágicas de la guerra de Malvinas”. Cuenta Ardiles, sobre la bienvenida: “El primer día fuimos con cautela, no sabíamos qué nos esperaba. Muy serios, nos presentamos en el vestuario, hasta que al saludarlo a Ricky (Villa) uno le apretó bien fuerte la mano y cuando se la soltó, le dejó un dedo postizo. ¡La cara de susto de Ricky! A mí me dejaron un short sobre el banquillo y, cuando me lo puse, me llegaba a los tobillos. Explotaron las carcajadas. Son muy chistosos los ingleses. Fue un recibimiento para romper el hielo. Nos aceptaron increíblemente bien”. En esa línea, Gallo remonta el calendario para ir engarzando experiencias notables de argentinos en distintos equipos: la llegada de Juan Sebastián Verón en 2001 al Manchester United, 28 millones de libras, “por entonces la cifra más alta desembolsada por un jugador en la historia del fútbol inglés”; o la sucesión de temporadas en el Newcasttle de Jonás Gutiérrez y Fabricio Coloccini: a este último, capitán del equipo, sobre la melodía de una canción de Gloria Gaynor los hinchas le entonaban “Oh, Coloccini, sos el amor de mi vida / Oh, Coloccini, te dejo garchar a mi mujer / Oh, Coloccini, quiero tener esos rulos yo también!”. Gallo cuenta además de jugadores menos conocidos aquí, el caso del arquero Julián Speroni, surgido de las inferiores de Platense, que ataja desde hace trece años en el Crystal Palace, club que deambuló entre primera y tercera: fue capitán, elegido mejor jugador del plantel en tres temporadas, es ídolo de la hinchada y, en su honor, el restaurante del estadio lleva su nombre. O el extraordinario caso de Julio Arca, ex volante y defensor de Argentinos Juniors y campeón juvenil con Pekerman en 1997, que jugó seis temporadas en el Sunderland, siete en el Middlesbrough y, tras un retiro provisorio, capitanea ahora el South Shields, un club de novena división.
Gallo aprovecha la llegada de cada argentino a un club para contar su historia, sus páginas de gloria y/o decadencia; así, por ejemplo, el sospechoso arribo de Carlos Tevez y Javier Mascherano al West Ham, propiciado por la fortuna obscena del empresario inglés-iraní Kia Joorabchian, le sirve para narrar el periplo entre las cajas chinas y multimillonarias de las últimas décadas (circuitos Panamá papers y afines) y el origen en un barrio de clase trabajadora de The hammers, en cuyo escudo se cruzan dos martillos que refieren, apunta el autor, a “la histórica presencia de la industria del hierro y los astilleros en el suburbio”, el East End. En el West Ham jugaban tres de los campeones ingleses de 1966: el capitán Bobby Moore, el volante Martin Peters y el goleador Geoff Hurst, el único tipo en conseguir un triplete, una tricota o un hattrick –oh mygod– en una final por la copa del mundo mundial.
Hernán Crespo en el Chelsea, el Petaco Carbonari en el Derby County, Mascherano y Maxi Rodríguez en Liverpool, Leonardo Ulloa y el Cuchu Cambiasso en Leicester City, Ardiles y Mauricio Pochettino ya como técnicos en el Tottenham: el autor consigna lo saliente de cada uno en su paso por el fútbol inglés. A veces eso consiste en conseguir mantenerse en Primera, o un quinto lugar en la tabla para un equipo modesto, o llegar a una final después de mucho tiempo. Un apunte al extremo de esa actitud positiva es lo que cuenta Sabella sobre los hinchas del Sheffield: “Descendimos a tercera y la gente entró para sacarnos en andas. Nos decían: ‘El año que viene ascendemos’. ¡Como en la Argentina! Lo contás y no te lo creen”.
Gallo, que nació en Buenos Aires en 1961, sitúa el origen de su pasión en unos años de infancia que vivió en Inglaterra, el recuerdo de refilón del episodio Rattín-alfombra real, o su primera ida a un estadio; cuando en la segunda mitad de los ‘90 volvió a instalarse allá, para seguir con sus estudios de Historia, iba a ver fútbol, dice, con tanta asiduidad como aquí. Un apasionamiento que aparece en el caudal de información, en detalles y erudición, en cierto talante enciclopédico (más que en el tono de la escritura) y en la vocación por poner en contacto, por entreverar (en tiempos en que la palabra diálogo carga hoy con diversos sentidos) . “Al margen de las críticas y los elogios –escribe, al final–, la pasión con la que los ingleses viven el fútbol es, sin duda, un elemento en común, que explica en parte el enganche de tantos jugadores argentinos con la idiosincrasia futbolera de este país”.