Pocas veces una despedida –más allá de la tristeza por lo definitivo de un no va y no habrá más– produjo tanta alegría. Un hombre astuto –publicada en 1994, luego de Asesinato y ánimas en pena y dejando inconclusa la Trilogía Toronto– fue el último pero, también, uno de los mejores libros del escritor canadiense y tesoro nacional Robertson Davies (1913–1995). 

  Y aquí sigue todo como siempre fue y donde siempre estuvo y estará. Al igual que en las anteriores Trilogía Salterton, esa cumbre de la literatura universal que es la Trilogía Deptford y la Trilogía Cornish (todas en Libros del Asteroide) lo que aquí se ofrece, con generosa cadencia decimonónica y frenesí de cierre de milenio, es nada más y nada menos que una gran historia. Leyendo este libro se comprende todo lo bueno que Davies aprendió de Charles Dickens y todo lo bueno que John Irving sacó de Davies (de quien llegó a ser amigo personal). Y se concluye que sólo Iris Murdoch o Anthony Burgess estuvieron a la altura de Davies a la hora de elevar y fundir la alta cultura con el puro acontecer del más noble y ocurrente de los folletines. 

  Conozcan entonces al “hombre astuto” y doctor Jonathan Hullah quien –evocando ante una periodista la muerte de un adorado clérigo anglicano en su púlpito de St. Aidan’s, frente a sus fieles, durante el Viernes Santo– decide no quedarse sólo en eso y hacer memoria y examinar en un chequeo general los cómos y por qués de su vocación médica poco ortodoxa. Arte curativa que –tratando “ese territorio en el que se mezcla el cuerpo con la mente”– combina metodologías de Parascelso, dictados platónicos de la Filosofía Perenne, los movimientos de la holística y, en más de una ocasión, exabruptos más dignos de un exorcista o de un poseído. Así –desde una escarlatina infantil que casi lo mata pero de la que lo salva una curandera aborigen y a lo largo de casi un siglo– Hullah sale a escena una y otra vez a lo que entiende como un muy shakespeareano “Gran Teatro de la Vida” donde el reparto es abundante y ocurrente (incluyendo al gay y experto en la “teoría del pecado” Darcy Dwyer y, atención, a los  cameos del fantasmagórico “Gil” Gilmartin de Asesinato y ánimas en pena y del atribulado Dunstan Ramsay, a quien ya conocimos y jamás olvidaremos en El quinto en discordia, Mantícora y El mundo de los prodigios).Porque para Hullah todo el mundo es un escenario. Y ese mundo es una ciudad poliédrica llamada Toronto, donde las iglesias compiten caballerosamente con los prostíbulos y hay sitio para milagros y curas más o menos milagrosas y hasta para un concurso anual de mal aliento. 

  Y, claro, como siempre: letras y música y religión y magia y, por encima de todo y de todos, la ilimitada inteligencia de Robertson Davies a la hora de la repasar los siempre en aumento síntomas de la estupidez humana. Pero con gracia y ternura y elegancia; poniendo de nuevo en juego su juguetón método que, dijo alguna vez, pasaba por “orquestar una masa de acontecimientos en una narrativa que, sobre el papel, luzca coherente y no apenas una cosa después de otra”. 

  En una de sus últimas cartas –incluida en For Your Eye Alone, y luego de contarle a un amigo que está revisando las pruebas de esta novela– Davies sacó la lengua y contraindicó un “releyéndola siento una y otra vez que es el peor libro jamás escrito por nadie; pero qué puedes esperar a mi edad”. 

  Una cosa –el verano se inventó para poder leer libros así– queda clara luego de examinar a Un hombre astuto: Robertson Davies fue un gran escritor, sí; pero también un hipocondríaco y pésimo diagnosticador de su propia obra.   

  Salud.

Un hombre astuto Robertson Davies Libros del Asteroide 472 páginas