“La Iguazú. La madre del día y de la noche. Sabemos que invocarla está prohibido y romper ese pacto trae consecuencias”. La frase al comienzo del tercer largometraje de Laura Casabé, pronunciada en idioma guaraní, anticipa la presencia ominosa de una pariente lejana de la Pachamama. Entidad, tal vez deidad, capaz de dar y quitar la vida. O de devolverla. La invocación y sus corolarios podrán recordar al camposanto aborigen de Cementerio de animales, pero aquí la aparente resurrección del niño en la primera escena de Los que vuelven –uno de los muchos que retornarán desde el otro lado– trae aparejadas otra clase de consecuencias, no necesariamente menos temibles. La directora de La valija de Benavídez y El hada buena – Una fábula peronista no es ajena al cine de género, pero esta es su primera incursión en el terror franco y directo, un universo cada vez más transitado por los realizadores argentinos. Rodada por completo en parajes selváticos de la provincia de Misiones, Los que vuelven –que participó de la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata y dentro de diez días podrá verse en la plataforma CineAr, además de ofrecerse en una función especial en el autocine de San Isidro– describe los extraños acontecimientos que ocurren en la finca de un matrimonio de terratenientes enclavada en los alrededores de un yerbatal. Y de cómo la convivencia con empleados, caseras y mensúes comienza a alterarse de manera radical ante el regreso de un hecho del pasado. Con un estructura narrativa prolijamente desordenada en términos temporales y dividida en tres partes, la película de Casabé vuelve los ojos hacia clásicos del horror como Yo caminé con un zombi, de Jacques Tourneur, sin caer en las trampas del homenaje vacío o la copia, al tiempo que retrata a dos mujeres en un mundo ordenado y digitado por los hombres. Para ello, la directora contó con dos presencias que aportan lo necesario y un poco más: la muy activa actriz argentina María Soldi, que este año ya pudo verse en títulos como Ínsula y Algo con una mujer, y la paraguaya Lali González, cuyo debut en el hit 7 cajas, el film de sus connacionales Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, inició una carrera cinematográfica prolífica a ambos lados de la frontera.
En el comienzo, Los que vuelven fue un cortometraje. La vuelta del malón narraba el regreso de un grupo de ranqueles zombificados dispuestos a recuperar aquello que un estanciero racista y violento les había quitado. “El corto lo escribimos con Lisandro Bera y era mucho más básico y rudimentario”, afirma Laura Casabé, recordando su realización de hace diez años. “También tenía mucha más acción. La historia transcurría en La Pampa y la protagonista también era una mujer. En aquel momento soñaba con hacer algo con mucha acción y un terror bien gore. Tiempo después presentamos un guion de largometraje con la misma historia, pero los tiempos se dilataron y la posibilidad de filmar recién se dio en 2018. Habían pasado tantos años que nosotros habíamos crecido mucho, y el guion original nos produjo una crisis enorme. Ya no nos representaba y no le encontrábamos la vuelta a los personajes centrales, Mariano y Julia. También había cuestiones de presupuesto: había escenas de persecución a caballo y acción que eran imposibles de llevar a cabo. Encima nos llegó la disparada del dólar a 40 pesos, lo cual nos devaluó por completo”. En medio de esa crisis, Casabé y equipo conocieron a un productor misionero, Juancho Ferreira, y fue entonces cuando se decidió cambiar las planicies pampeanas por el calor húmedo de la selva misionera. “Eso nos hizo repensar todo y, luego de cambiar el universo de los ranqueles por la cosmogonía guaraní y el siglo XIX por el año 1912, lo que estaba trabado se destrabó. Cuando se sumó el tercer guionista, Pablo Soria, cambiamos todo, realmente. Allí apareció un segundo personaje femenino, Kerana, que en la primera versión estaba completamente desdibujado. De la historia original quedaron solamente los protagonistas”. La estructura en tres partes, tituladas “La pesadilla de Julia”, “El secreto de Kerana” y “Vuelven”, y el quiebre temporal estuvieron presentes en el guion casi desde el comienzo, elemento que dibuja Los que vuelven con una silueta elíptica, enigmática, que sólo comienza a hacer sentido total cuando los tramos finales aportan indicios sobre los secretos guardados por la selva, las rocas, las caídas de agua. Es decir, la Iguazú.
Luego de un prólogo in medias res, el que “vuelve” es un trabajador del yerbatal interpretado por el misionero Cristian Salguero, rostro muy reconocible en el cine argentino reciente gracias a sus participaciones en largometrajes como La patota, El invierno y La creciente. Ese regreso es extraño, tanto como sus ojos, tan oscuros que resulta imposible adivinar la presencia de un alma detrás de ellos. El dueño de las tierras, Marcelo (Alberto Ajaka), no sabe muy bien qué hacer ante actitudes que no pueden resolverse con el simple chasquido del rebenque; su hermano el cura, interpretado por Javier Drolas, tampoco logra que la intervención divina (de ese dios blanco y cristiano) altere el curso de una aparente posesión. Julia (Soldi) lo observa todo, aunque sus opiniones no se tengan demasiado en cuenta en asuntos tan peliagudos: ella tiene otras cosas de que ocuparse. Por ejemplo, que su ostensible embarazo llegue a buen puerto. Para ayudarla en los quehaceres está Kerala (González), la chica aborigen que conoce de yuyos medicinales y casi no se aparta de su lado. “La que estaba realmente embarazada durante el rodaje, de cinco meses, era Lali”, recuerda Casabé. Rodaje que no fue nada sencillo por muchas razones, más allá del calor, las lluvias constantes y la presencia de los mosquitos. “Fue un poco herzoguiano, pero al menos no tuvimos que mover un barco”, recuerda la realizadora, haciendo referencia a la célebre secuencia del film Fitzcarraldo. “Tuvimos todas las dificultades que se pueden esperar de un rodaje en la selva, pero también una adrenalina espectacular. Fue imposible armar un plan de rodaje preciso, en parte porque quería tener una luz plateada, de atardecer luego de la lluvia. No me interesaba el sol a pleno de Misiones, que es muy fuerte y claro. Filmamos durante la época de lluvias, con lo cual mi sueño visual se cumplió, pero a cambio de eso tuvimos que armar un rodaje absolutamente flexible, porque con ese clima tropical había unas lluvias apocalípticas que no te dejaban filmar. Claro que después el agua se detenía y tenías un atardecer bellísimo, que nos permitió obtener las imágenes que queríamos”. El trabajo del director de fotografía Leonardo Hermo logra transmitir la inquietud de los personajes y el tono visual de Los que vuelven es definitivamente aciago, casi gótico. Entre otros contratiempos, Casabé también recuerda que “los caminos se anegaban constantemente y no podíamos llegar a las locaciones. O estabas mirando el monitor y de repente te aparecía una araña haciendo su casa. María Soldi tuvo una angina tremenda durante el rodaje de la escena de la resurrección. ¡Pedíamos por favor que no lloviera!”.
Mientras el niño practica las letras del abecedario, los adultos conversan sobre la posibilidad de un acuerdo entre terratenientes para competirles a los brasileños en el negocio de la yerba mate. Algunos mensúes se están escapando e incluso ha habido algunos robos de ganado en la zona. No son tantos los ejemplos de cine nacional cuyos relatos no sean contemporáneos, mucho menos en el terreno del cine de género. Y menos aún en producciones independientes como Los que vuelven. Ese desafío, el de hacer un film de terror con trasfondo histórico, fue una condición innegociable para Casabé. “Siempre fue una película ambiciosa y por eso me cargué todos los quilombos. Pero los elegí, de alguna manera. La combinación está muy poco explorada y eso era lo realmente atractivo. Cuando nos metimos a investigar el universo guaraní nos dimos cuenta de que el desafío era grande, en parte porque no fue fácil hallar referencias visuales. ¿Qué hacer con el vestuario, con las caracterizaciones? Hay muy poco registro de Misiones en esa época. Miramos mucho las fotos de Horacio Quiroga, desde luego, y algunas pinturas de Ernesto de la Cárcova y Ángel della Valle. También fue trabajoso hallar esa casa en medio del monte. Me interesaba un vestuario sucio, curtido, que pareciera siempre transpirado, unido a esa cuestión burguesa de querer vestirse bien en un contexto rural y salvaje”. La construcción del clima es esencial en la película y Casabé reserva algunas de esas apetencias gore antes mencionadas para la cercanía del final, cuando el “malón” comienza a acercarse a la pequeña mansión de campo de los blancos.
Como en la reciente Zombi Child, del francés Bertrand Bonello, el regreso del pasado de explotación colonial está salpicado por la sangre de propios y ajenos, de habitantes originarios y usurpadores originales que ahora dominan la tierra. Los que vuelven, sin embargo, no carga las tintas en ese aspecto. Tampoco en la agenda de género que, muchas veces, parece inyectada a presión en el cine contemporáneo, aunque rebalse y se salga de los límites que la contienen. “El corto sí tenía esa idea bien clara de la venganza de los pueblos. Pero en este contexto sonaba rudimentario. La película también es un melodrama, en algún punto, y lo que nos importaba era centrarnos en la historia del trío central. Y la de los dos nenes que vuelven, que en definitiva son hijos del terrateniente. En cuanto a la posibilidad de las lecturas feministas, fuimos cuidadosos en que no se transformara en un panfleto. Intentamos que la caracterización de las chicas no cayera en una cosa remanida. No queríamos marcar agenda, sino que las protagonistas fueran orgánicas a la historia. Y que tuvieran contrastes, que más allá de esa cosa de sororidad que parece existir entre ellas la relación fuera compleja. No queríamos caer en el lugar común”. Rodada durante cuatro semanas en apenas tres o cuatro locaciones misioneras, Los que vuelven transforma algunas de sus limitaciones en virtudes. Y aunque sea algo absolutamente evidente a los sentidos luego de ver la película, Casabé reafirma ser amante del cine de terror. Más allá de las referencias al famoso film de Tourneur y la inevitable visión de los muertos vivos de George Romero, para su tercer largo “la figura de John Carpenter estuvo siempre presente, en particular La niebla. Pero también, indirectamente, El bebé de Rosemary, que es mi película de terror favorita. E incluso un título reciente como La bruja, de Robert Eggers. Lo que nos interesaba era que ese espacio que, al principio, se presenta como ominoso, fuera en definitiva un lugar de libertad. Lo que ocurre con la venganza es algo personal: los que vuelven no son los zombis de Romero ni los marineros de Carpenter, aunque anden por ahí pululando las referencias”.