Josefina Giglio es hija de desaparecidos. Esa identidad que asumió "con puntitos" militantes, allá por los noventa, fue una bandera plantada a fuerza de levantar la cabeza y salir a la calle. Hoy, podría hacer obstáculo. Porque Josefina Giglio no es una hija que tiene una historia que contar a modo de catarsis, para sacársela de encima, para compartir el peso de un dolor que es social pero que la sociedad negadora en que vivimos convirtió en una suerte de tragedia personal. Josefina es una escritora. Pensarla como H.I.J.@ tal vez sea una puerta de entrada posible para Yo la quise (Edulp), su primera novela, y quien entre por ahí hará un camino válido. Pero hay más. Josefina es escritora y antes que eso, una lectora. Porque ser lectora es condición para escribir, pero en esta era de las historias de vida como mercancía de consumo, no siempre parece ser condición.
En estas líneas me propongo demostrarlo.
El libro empieza con una cita de Semprún. Ese que estuvo detenido en Buchenwald durante la Segunda Guerra Mundial y esperó más de cuarenta años para componer su libro –La escritura o la vida- sobre esa experiencia. Un libro en el que cuenta lo que vivió pero también reflexiona sobre la memoria y sobre la pregunta puntiaguda: ¿cómo se cuentan estos hechos aberrantes de la historia? Y su respuesta funciona como epígrafe del libro de Josefina: “Contar bien significa: de manera que sea escuchado. No lo conseguiremos sin algo de artificio. ¡El artificio suficiente para que se vuelva arte!”. Pero la pista principal de la elección de este libro como padrino está en cómo está escrito La escritura o la vida. Un relato de lo que vivió podría haber sido suficiente. En definitiva él ya era un escritor consagrado. Pero los procedimientos elegidos con cuidado, el modo de componer, las estrategias que buscan con precisión conseguir un determinado efecto en quien lee, hacen de ese libro del grupo de los llamados “concentracionarios”, una obra de arte.
Por eso creo que hay que seguir esa pista, ese hilo, para dimensionar Yo la quise.
La novela está estructurada en cuatro partes y tres voces. La primera y la última corresponden a la voz del escritor, la segunda a “ella” y la tercera a “la nena”. El escritor está en primera persona y la nena en tercera. Es en la parte de “Ella” donde la primera y la tercera y el indirecto libre juegan a ir y venir en una danza que no es indecisión sino algo, como diría Borges, más feliz: ambigüedad.
Empecemos por la voz del escritor. Basada en la recuperación de una voz posible de Ricardo Piglia, rescatada de una lectura minuciosa de los tres tomos de sus Diarios de Emilio Renzi. Es la voz de un escritor maduro, que recuerda y padece esa nostalgia de lo que no fue, de lo que se perdió de vivir (dice “Ahora que intento describir la sensación de aquellos años, fue como ir a una fiesta y quedarme parado en el pasillo que da al baño; la gente pasa y me saluda, entra, hace sus cosas y sale, sacudiéndose las manos húmedas o acomodándose el pelo, mientras yo permanezco apoyado en la pared blanca, las manos en los bolsillos del pantalón.”). Porque Piglia no sólo se perdió a una mujer a quien quería (porque a ella se refiere el “yo la quise”), sino que en esos intensos años sesentas y setentas, mientras las organizaciones políticas hervían, se formaban y se fundían en nuevas y más arriesgadas apuestas, él se dedicó a escribir. Y, para peor, a escribir sobre todo, acerca de otros escritores. Entonces vemos a un hombre joven que goza del amor que circulaba con alegría, que vive la politización radicalizada de su generación como un contexto y a un hombre maduro que se ve a sí mismo a veces con pena, a veces con cinismo. Pero la voz no es sólo lo que cuenta. Una voz es una sintaxis, es un vocabulario, un campo semántico. Y este Piglia ficcional es una composición que no tiene un solo descuido. Es un hombre que habla de una “cenefa oxidada”, de “piringundines” y de un “chijetazo” de aire helado. Pero también de sus lecturas. Lecturas que son también de la escritora y esa comodidad de poner a hablar a un personaje que no habla como la escritora, pero que habla un idioma que ella comprende perfectamente, hace que esta parte del libro –la voz de él- sea una belleza. Hubo quienes dijeron de este personaje que no les gustaba porque les parecía un poco pusilánime. A mí me gustó porque ella logra construir a un pusilánime tan querible como todos esos personajes fracasados de nuestra historia, esos que queremos por su terquedad en ocupar el lugar de la inacción, el lado B de los héroes.
Una perla cultivada es el relato erótico de los encuentros con “ella”. Son fuertes, intensos, explícitos y de una melancolía dolorosa. Pero, y acá se juega esto de que la propia historia no siempre es un capital sino un problema: “ella” es la madre de la escritora.
La segunda parte –Ella- tiene otros desafíos técnicos. La persona muda de primera a tercera, pasando por el monólogo interior y una tercera llena de indirecto libre. Su mundo está así, astillado, y en esas roturas hay luces y sombras de una mujer que milita con convicción inconmovible, una madre que se esfuerza por ser lo que soñó en un contexto de tal hostilidad que ahoga, una hija que quiere protección de su madre y de su padre pero a la vez se enoja de tener que buscar cobijo cuando ya había volado lejos del nido. Pero sobre todo es una mujer enamorada a la que le han amputado a su hombre (“Tengo el corazón desnudo en la palma de la mano, como un músculo que se agranda y se agita ya casi sin sangre ni fuerza, un pez que aletea desesperado en la orilla de un mar contaminado, miro a la gente que como y sigue comiendo y nadie se da cuenta”, dice en una de las escenas más logradas). Pero hay que seguir. Porque cómo parar el mundo y bajarse cuando se tienen dos hijos y un proyecto político que preveía bajas.
Dicen de Bloom el protagonista del Ulises de Joyce que es el “everyman” porque empatiza con todo ser vivo con el que se cruza, sean personas o animales. Josefina es una “everywoman” porque puede ponerse en los zapatos incluso de la esposa estúpida de un milico que será secuestrado por la organización en la que milita Ella para intercambiarlo por su hombre pero también tomar el punto de vista del propio milico, que está secuestrado en una precaria Cárcel del Pueblo. Y también puede tomar la voz de una vecina que se hace cargo de la nena y de su hermano bebé cuando Ella está boca abajo en la puerta de su departamento con un arma larga apuntándole a la cabeza. Todas esas voces puede tomar, y todas son creíbles y todas tienen su propia sintaxis y su propio campo semántico.
Dicen que la tercera persona de Kafka era la más primera, porque era la voz de un narrador tan consustanciado con el punto de vista del protagonista que se podía olvidar fácilmente que estaba escrito en tercera. La parte de La nena se comporta de esa manera. Es una tercera persona como es en tercera persona que una se cuenta a sí misma cuando se mira en la infancia desde la distancia de la adultez y dice “ay esa nena, pobre esa nena”. Es una parte que queda tal vez corta, porque se intuye tanto más pero aquí tal vez la escritora se encontró con su pudor y se fue antes de la hora, porque, como ya dijimos, la propia historia, a veces, en vez de ser un capital torna obstáculo.
El libro cierra con una vuelta al escritor, que está enfermo y recibe una carta de la hija de Ella, una carta de esa Nena ahora mujer que quiere saber cómo fue aquella juventud en la que el escritor y su madre tuvieron algo. Pero el escritor, mejor para escribir que para poner el cuerpo en definitiva, se rehúsa. No puede, esta embromado, será cuando se mejore. Pero, nunca se va a mejorar. Tal vez porque, como dice en su monólogo, los recuerdos son “como cascarudos, hay que acercarse para saber si siguen vivos.” Y parece que sí, que siguen vivos. Vivos como lo que nunca muere ni aunque lo llenen de balas con una metralleta.
Este libro es una obra hecha por una lectora. Una escritora que ha leído desde siempre y que ha leído bien. Es un libro donde todas las lecturas se condensan y producen una obra nueva. Por eso, que ella sea hija de desaparecidos, que esta ficción esté hecha con materiales autobiográficos, es lo de menos. Lo que vale es que es un gran libro, una primer novela que llena de expectativas por lo sigue. En tiempos de hostilidad, pandemia y exaltación de lo mediocre, es de celebrar que las escritoras sigan resistiendo y nos conviden de ese alimento gracias al cual hemos sobrevivido: la literatura.