De un tiempo a esta parte, el cineasta chileno Ignacio Agüero (Santiago de Chile, 1952) encontró una nueva fórmula para construir sus documentales. En realidad, el término “fórmula” resulta fatalmente inapropiado: sus últimas películas podrán compartir el mismo ímpetu personal y deseos de libertad, pero las estructuras, imágenes y sonidos son tan proteicos, están tan marcados por una deriva pertinente, que cualquier intento por clasificar el estilo o etiquetar las formas está condenado al fracaso. Nunca subí el Provincia, Grand Prix de la competencia internacional del FIDMarseille 2019, meses antes de ganar ex aequo el premio a la Mejor Película Latinoamericana en el Festival de Mar del Plata, es la última creación de un realizador siempre inquieto, cuya filmografía atraviesa los oscuros días y noches de la dictadura militar –de esos años surgen títulos esenciales como No olvidar (1982), Como me da la gana (1985) y Cien niños esperando un tren (1988)– y continúa durante las décadas siguientes con los largometrajes Sueños de hielo (1994), La mamá de mi abuela le contó a mi abuela (2004) y El diario de Agustín (2008), cuya minuciosa descripción del rol del periódico El Mercurio durante el régimen de Pinochet sigue causando escozor aún hoy.
Con El otro día (2012), Agüero parece haber comenzado una nueva etapa en su filmografía, un período en el cual la mirada hacia el interior, hacia lo cotidiano y, en apariencia, pequeño, le permite abrazar lo universal. En ese film, su propio hogar era la plataforma de lanzamiento hacia el exterior, y esa búsqueda, al mismo tiempo microscópica y expansiva, continuaría cuatro años más tarde con Como me da la gana II (2016), suerte de secuela de su cortometraje de los años 80 que parte de un concepto engañosamente simple: preguntarle a un grupo de colegas realizadores qué es lo cinematográfico en sus creaciones. El germen creativo de Nunca subí el Provincia (ver crítica), cuyo título menciona uno de los cerros más famosos de la capital chilena, “fueron varias imágenes y situaciones que comenzaron a coincidir en el tiempo y se juntaron, presionando para que haga una película”, afirma Agüero en comunicación exclusiva con Página/12 desde su casa, ese ámbito familiar para los seguidores de su obra. “Esas imágenes incluyen la del edificio que ahora tapa el cerro Provincia, una imagen potente. Luego, la de unos ancianos que pasan por la vereda de mi casa y caminan en el barrio cargando bolsas. Eso es algo que siempre quise tener en una película, deseaba retenerlos. Finalmente, el hecho de escribir una carta. Estaba escribiendo una carta manuscrita y quise que formara parte de la película, que fuera un tronco central. Comencé a traspasar lo que implica escribir una carta al medio cinematográfico, a pensarlos como sinónimos”.
Agüero registra los cambios edilicios y humanos que han transformado la manzana en la cual vive, el cruce de calles más cercano a la puerta de su casa, y recupera imágenes de archivo de la panadería de la esquina, demolida y transformada en un local comercial y un edificio de varios pisos. El mismo que le impide observar directamente el Provincia. ¿Qué sería entonces lo cinematográfico en Nunca subí el Provincia? “No lo sé. No tiene respuesta eso. Aunque debe ser algo que ocurre en la mente del espectador al notar que la película no va a ninguna parte. El espectador se obliga a mirar, a ver en la pantalla de qué se trata esa cuestión. Eso es lo cinematográfico: detenerse en la imagen, en el tiempo que propone la película, y dar vuelta en torno a eso. Pensar en lo que la imagen está proponiendo y, al mismo tiempo, qué es hacer una película. El espacio que se reconoce es lo que lo constituye a uno. Cuando se deja de reconocer un espacio familiar, habitual, hay un problema. Para mí eso es el origen posible de una película”.
-¿Es posible hablar de una trilogía junto a El otro día y Como me da la gana II? A pesar de las similitudes, hay muchas diferencias. Sin embargo, la idea del cine como una suerte de diario –en el cual la deriva de las ideas late en el centro de las narraciones– está presente en los tres films
-Estoy totalmente de acuerdo con esa última idea. Incluso hay cosas de unas en las otras, son películas que se prestan cosas. Y no creo que formen una trilogía, nunca las pensé en esos términos. En todo caso son primas hermanas, pero distintas: cada una experimenta cuestiones formales diferentes. Eso pretende cada una: enfrentarse a una experimentación formal específica. En el caso de Nunca subí… la experimentación central era la carta. El film-carta es un género muy conocido, transitado por mucha gente. Pero yo no lo había abordado y me interesaba hacerlo como experiencia personal. La carta como forma.
-¿Trabajó a partir de un guion o fue el propio proceso de rodaje y montaje lo que terminó por darle forma?
-El guion se termina de escribir en el montaje. En realidad, el guion no se escribe nunca. Te das cuenta de que la película ha terminado sin haberse escrito jamás. La película se va diseñando a cada momento. Por supuesto, esto que acabamos de hablar –los tres orígenes, esas tres imágenes– ya son de alguna manera una forma de escritura. El hecho de desarrollar esas imágenes, trenzándolas, va haciendo avanzar el proceso de creación de la película. Eso te lleva al rodaje y el rodaje te lleva a una mejor claridad o, tal vez, a una confusión. Y así se va trabajando hasta que eso mismo continúa en el montaje. En este caso el montaje también comenzó durante la filmación. El rodaje en esta película fue más extraño que en las dos anteriores, porque aquí era salir a filmar y no saber muy bien con qué estabas regresando. Una sensación de no haber atrapado mucho. Fue muy importante, en ese sentido, el material de archivo, que tiene una presencia nada menor: es la mitad de la película. Hay un diálogo entre el archivo y lo que se filma, y lo que se filma, en realidad, no implica grandes acontecimientos. Son salidas que no ocupaban todo el día, un par de horas un lunes y luego no se volví a rodar hasta la semana siguiente.
-En Nunca subí el Provincia se esbozan ideas para una película que no fue. Además de hacer evidentes las costuras de la película que sí se realizó, también se muestran aquellas otras que no tienen existencia en la pantalla.
-Es cierto. Existía el plan de entrar a todos los departamentos y mirar hacia la calle desde los distintos pisos. Pero no resultó, por la desconfianza de la gente, lo cual al final me dejó tranquilo: no haber entrado y poder centrar la película en otra cosa, en la esquina, en el panadero, en lo que tenía filmado de él. Eso me ayudó a construirla de una mejor manera.
-La película trabaja alrededor del concepto del paso del tiempo como algo vital, sin caer en la melancolía. ¿Sintió que era un riesgo caer en esa “trampa”?
-Me gusta que digas eso, porque lo más común es que me digan que soy melancólico. Y yo siento que no lo soy. Es cierto que le doy una importancia radical a las imágenes del pasado, a buscar en el presente las huellas de lo que ha ocurrido y existido. Eso siempre está presente, es una cosa natural del cine, ya que incorpora el tiempo. Está en la naturaleza del cine el ser tiempo y trabajar con él. Eso lo hago naturalmente, de forma muy intuitiva. Pero la película no tiene el propósito de calificar un período de tiempo como mejor que otro, nada de eso. Es mirar y jugar. La palabra jugar es la más importante.
-Tampoco cae en la tentación de idealizar el pasado y criticar desembozadamente la modernidad.
Eso es fácil, predecible y, para mi gusto, muy tonto. Además es un cliché. Ese constante estado de denuncia, como si la película tuviera la obligación de ser eso, de transformarse en misionera de algo. La verdad es que le escapo completamente a eso, porque no deja ver. Impide el poder estar en un lugar sin un propósito más que estar. Y mirar.
-Además, lo político en su cine siempre está presente, de una u otra forma.
-Puedo decir que una película como esta es mucho más política que El diario de Agustín, por ejemplo, que suele señalarse como un film muy político. Lo es porque no recoge, más bien desobedece el lenguaje que está a la mano. Ese acto de desobediencia del lenguaje está en la plaza del cine, en la plaza de la cultura. Eso es para mí lo más político: romper las maneras de decir. Y también en el propio tiempo que establece la película: lo político también sería desobedecer el tener que ir hacia alguna parte, el sacar conclusiones. Es contradecir la política cultural y, sobre todo, económica, que te obliga a ser un consumidor, un emprendedor, un innovador, alguien que va con las metas claras hacia alguna parte. Por el contrario, Nunca subí el Provincia propone detenerse y mirar dónde uno está parado. Eso es para mí lo realmente político.
-¿Por qué decidió incluir escenas de un grupo de chicos observando y reaccionando a un film mudo?
-Esas imágenes fueron filmadas en 2017, cuando se cumplieron cien años del estreno de El inmigrante, de Chaplin. Tenía muchas ganas de hacer un experimento personal: ver qué pasaba con Chaplin y los niños a cien años de distancia. Cuando me tocaba viajar a alguna parte hacía una proyección. Lo que quedó en la película es en Japón y en Portugal. Me encantaba ver que los niños, sin saber quién era Chaplin, reían de esa manera. Un placer, un goce. Tenía ganas de que eso estuviera en la película, también porque en la lógica de la escritura de una carta es algo que lógicamente describiría como una gran experiencia.
-También hay un viaje a San Petersburgo en el pasado, cuando la ciudad aún se llamaba Leningrado.
-Lo que ocurre es que el cine no te prohíbe hacer eso, te lo ofrece a cada momento. Que puedas relacionar la calle de aquí, de mi esquina, con una calle de Leningrado. Al primer golpe de vista parecen iguales, como si uno no hubiera cambiado de lugar. Pero pasa el tiempo y te das cuenta de que no, que es otro sitio, y allí te preguntas dónde estoy. ¿Por qué cambiamos de espacio? Para mí esas preguntas son fundamentales en Nunca subí el Provincia, es lo que lleva a preguntarse por qué están esas imágenes delante de ti y qué relación tienen con lo que estabas viendo antes. Es una lógica natural. Pero también tiene que ver con esa licencia que te da la carta, porque cuando te pones a escribir no sabes qué vas a contar, puedes contar cualquier cosa en cualquier orden. En ese sentido descubrí que escribir una carta es un acto muy cinematográfico, porque está presente el montaje a cada momento. Y hay una selección que debes hacer. Es un juego natural en la carta y el cine, que pasan a ser lo mismo. En el fondo, la carta te hace jugar con los saltos espaciales y temporales.
-¿Cómo es el trabajo con su montajista, Sophie França, con quien viene colaborando desde hace varias películas?
-En el caso de estas últimas tres, aunque también en las anteriores, con Sophie tenemos siempre una conversación previa al rodaje. Desde el momento de la concepción de la película. Luego, entra ella sin un guion, en base a las conversaciones que hemos tenido. Como mucho, a partir de un dibujo de la película en un papel. Ella comienza a trabajar mientras yo estoy filmando, tiempo antes de terminar el rodaje. Van en paralelo. Y la conversación sigue hasta que llega el momento en el que hay que hacer la película, comprobar que es posible hacerla, que tiene curso, posibilidad de existir. En ese camino a veces nos peleamos y no nos entendemos y lo pasamos mal y volvemos a partir de cero. Este tipo de película requiere un montador especial, porque es muy difícil editar algo así, una película que no sabe muy bien para dónde va, que incluso no quiere saberlo. Sophie ha sido muy buena en eso.
-Es que las posibilidades de edición son infinitas.
-En El otro día sabía que iba a filmar mucho material solo en mi casa y decidí que debía aprender a montar. Tomé clases de operación del programa y empecé a editar, pero me volví loco, justamente por lo que dices. Las posibilidades son infinitas a cada momento. Así que decidí retirarme, alejarme de la máquina.
-¿Tiene proyectos cinematográficos en lo inmediato?
-Todo el tiempo van surgiendo películas. Lo que pasa es que tengo un stock acumulado haciendo cola desde antes. Ahora estoy en la mitad de un rodaje: a finales de octubre salgo a hacer locaciones para filmar la segunda parte. Y ya tengo el financiamiento parcial para la película siguiente. No hemos parado, la verdad. Esta no siempre ha sido la tónica, pero sí en los últimos tiempos, afortunadamente.