Nunca subí el Provincia                       8 puntos

Chile, 2019.

Dirección, guion y producción: Ignacio Agüero.

Fotografía: Ignacio Agüero, Gabriel Díaz, Matías Illanes.

Edición: Sophie França.

Duración: 92 minutos.

Estreno: en Google Play y en iTunes.

Tierra de grandes poetas, Chile tiene ya hace tiempo a su poeta del cine en la figura de Ignacio Agüero. Sus películas –particularmente las últimas— son de una libertad absoluta: no tratan un tema en particular, no siguen a un personaje específico, ni son narrativas en el sentido clásico del término. Tampoco son “experimentales”, una expresión que hace rato cayó en desuso y que tampoco hubiera servido en su momento para definir su obra. Lo de Agüero es distinto. Un poco a la manera irreverente de Nicanor Parra, pero más afable, el cineasta hace exactamente lo que dicen los títulos de dos de sus películas más celebradas: “Como me da la gana”. No se ajusta a ninguna regla que no sea la suya y éste es también el caso de Nunca subí el Provincia, que el año pasado (ver entrevista aparte) cosechó un reguero de premios en el circuito de festivales internacionales.

Lo de Agüero es la intimidad pero no necesariamente la introspección. Su mirada siempre permanece abierta al mundo, pero su mundo muchas veces está –y en Nunca subí al Provincia más que nunca—a la vuelta de la esquina. Es la esquina de su vieja casa familiar en Santiago de Chile, en la intersección de Manuel Montt con Valenzuela Castillo, lo que a priori le interesa. La gente que ahora pasa apurada por allí, o espera ansiosa un taxi, tan distinta a la que él mismo registró años atrás con su cámara 16mm y que era tan cercana, tan amable, tan de barrio. Gente –incluso aquellos que tocaban el timbre para pedir una moneda, los desheredados de este mundo, a los que Agüero siempre presta atención-- que saludaba con la mano y con la que se podía conversar sobre la vida y también sobre la muerte. ¿Qué habrá sido por ejemplo del panadero español que tenía su comercio en esa esquina?, se pregunta una y otra vez Agüero. Hoy ya nadie siquiera recuerda su nombre.

Es que en esa esquina hay ahora un edificio de departamentos, anodino como cualquier otro, y que para colmo le obtura a Agüero la vista de la cordillera. Y particularmente del Provincia, ese cerro que siempre tuvo tan cerca y al que nunca subió, quizás porque también lo tenía de vecino. Aunque fascinado siempre por el paso del tiempo, Agüero no es un melancólico ni un nostálgico. Así como conoció al panadero, ahora quiere conocer a los habitantes de ese edificio, a los nuevos residentes del barrio, aunque sea difícil, porque ahora son muchos, llegados todos juntos. Y son desconfiados.

“Escribo por escribir”, escribe Agüero en una de las varias cartas manuscritas que él mismo se filma hacer, mientras su pluma rasga el papel. ¿Hay acaso un gesto más poético que ese? ¿A quién están dirigidas esas cartas, que como su película tampoco tienen un “tema” específico? Supuestamente a una amiga cineasta. Pero todo hace suponer que son para el espectador, para que vaya recorriendo con él sus búsquedas y sus incertidumbres. “El día estaba para cazuela, o sopa de choros”, afirma Agüero. Pero no se sabe si hizo lo que dictaba la meteorología. Su cámara está filmando otra cosa: la luz que entra por la ventana, por más que antes se había referido a la lluvia.

Su voz también recuerda una mañana diáfana en la que dos gorriones entraron a su casa y le hicieron “una visita de cortesía”. Pero la imagen da cuenta de un viaje en tren bala, por algún suburbio japonés. Las asociaciones son libres, soplan donde quieren. Nicanor Parra alguna vez escribió: “Jóvenes / Escriban lo que quieran / En el estilo que les parezca mejor / Ha pasado demasiada sangre bajo los puentes / Para seguir creyendo -creo yo / Que sólo se puede seguir un camino: / En poesía se permite todo.” Y en cine --dice Agüero-- también.