“Si no puedes hablar bien de una persona, no digas nada.” Esa es la frase con la que comienza Il Divo, película dirigida por Paolo Sorrentino en 2008. La frase corresponde a Rosa Falasca Andreotti, madre de Giulio Andreotti, figura clave de la política italiana que Sorrentino desmenuza con astucia y lucidez en su excéntrica anti-biopic. Esa mirada oblicua y enérgica que entonces recorría la historia de uno de los principales líderes de la Democracia Cristiana a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, ahora se posa sobre otro hombre y la institución que representa. Con producción de Sky Italia, Canal Plus y HBO, The Young Pope, la serie que Sorrentino ha creado para la televisión -y cuyos diez capítulos también escribe y dirige-, toma como centro a un joven papa debutante, recién llegado a la cima del poder de la Iglesia de manera inesperada, casi casual. No exenta de compromisos y acuerdos opacos, su elección en el cónclave de cardenales despierta expectativas y temores. ¿A qué se debe esta situación inusual? No solo a la juventud (tiene apenas 47 años) y aparente inexperiencia del nuevo prelado (es, además, el primer Papa estadounidense), sino al misterio que lo recorre. Ese misterio es el eje del relato de Sorrentino, el mismo que también anida en el silencio de Dios, en el enigma de su existencia. The Young Pope es una apuesta extraña, como lo es también el cine de Sorrentino, mago y prestidigitador de mundos excelsos y decadentes, subterráneos y operísticos por cuyos pasadizos deambulan figuras sigilosas y fascinantes, retratadas con la elocuencia de un irritante provocador.  

EL PAPA CRUZADO

The Young Pope comienza con un sueño. Un bebé gatea, solitario, sobre otros bebés acumulados en una infinita montaña, arrojados en esa oscuridad como muñecos o cadáveres. De allí emerge la figura papal, hombre nacido de una infancia ignota que hoy lo alumbra al día más importante de su vida. Lenny Belardo (Jude Law) se prepara para ser ungido como Pío XIII, el Papa más joven que ha pisado Roma. Se prepara, también, para su presentación en público, para enfrentar a centenares de fieles a los pies de la basílica de San Pedro. Abre sus manos como quien despierta a la gloria, como una estrella de rock que se entrega a sus encendidos fanáticos. El cielo neblinoso se abre y la lluvia que arreciaba sobre la multitud expectante se detiene. El sol asoma, como Dios, al destino de Lenny. Sorrentino, luego de su oscarizada La grande bellezza (2013) y de aquella excursión decadentista de Youth (2015), regresa al corazón de Italia, en este caso a la ciudad-estado que allí se alberga bajo el nombre de Vaticano. Nada es lo que parece en The Young Pope porque, debajo de esa cáscara pop y provocadora, Sorrentino concentra su atención en el enigma que rodea a su personaje, en la distancia que lo separa de su padre celestial. Si cada encuadre parece dominado por el rigor y la precisión de un racionalista, cuando aparece Lenny en escena la cámara se desliza apenas, en un lento desequilibrio, como anticipando su ambigüedad e imprevisión. Los extremos contrapicados que destacan a Lenny sobre el resto de las figuras a medida que afirma los cimientos de su poder recuerdan el derrotero febril y megalómano del Citizen Kane de Orson Welles. Cineasta de la virtualidad esteticista, Sorrentino hace de Jude Law la máscara de un poder que conjuga la ambición y la vacuidad. Lenny es excéntrico, desconcertante, a veces irreverente, otras el férreo custodio de dogmas en extinción. Sin embargo, nunca es indiferente, ni nos resulta indiferente, y ese es el desafío que Sorrentino asume, aunque nunca se lo tome demasiado en serio. 

El director juega con su personaje, y él un poco con nosotros. Debajo de ciertas cosméticas incorrecciones –como pedir Cherry Coke Zero para el desayuno, fumar recostado en la silla de San Pedro, o convertir su vestuario ceremonial en un atuendo cool con detalles vintage– el Papa delineado por Sorrentino representa un regreso a las bases, a cierto conservadurismo medieval que tiene al pragmatismo estadounidense como estandarte de esa refundación. “Necesitaba un Papa que, culturalmente, fuera alguien muy lejano, y que no conociera el Vaticano. Un pez fuera del agua, alguien que no se sintiera en su lugar, que viniera desde afuera”, explica Sorrentino a Hanh Nguyen del sitio Indiwire. Si bien las principales ideas y los primeros bocetos del guión fueron diseñados hace algunos años, este nuevo Papa se encuentra en clara sintonía con los aires reaccionarios que invaden el mundo contemporáneo. En ese sentido, la elección de Pío como nombre de bautismo no es casual. Pío XI fue el Papa del fascismo y Pío XII el de la Segunda Guerra y el Holocausto. Esos aires de manager de creencias que funcionan como complemento perfecto de la juventud y extranjería de Lenny en realidad esconden el regreso a los viejos dogmas del pasado, de sustrato casi absolutista. El nuevo Pío XIII va construyendo su poder como lo hiciera Luis XIV: a fuerza de vestuarios, ceremonias y puestas en escena. Su figura se recluye en la oscuridad del mito y lentamente se desplaza al centro de todo pensamiento posible. Sus enemigos son destinados a los confines del mundo, sus frases se revelan como sentencias indiscutibles. 

“El papa Francisco construyó una narrativa propia, y a la hora de hacer una serie sobre el Vaticano yo solo podía hacer lo opuesto. No todo el clero piensa de la misma manera, pero muchos de los analistas que yo más respeto creen que un Papa como Lenny podría arribar después de Francisco. No joven y americano, pero sí que encarne esas ideas”. 

EL PODER Y LA GLORIA

The Young Pope es también una historia de desdoblamientos, de contrastes, algunos en forma de disputa, otros en forma de velada seducción. Si Lenny ahora es Pío XIII es porque le debe su poder a dos hombres que estarán presentes a lo largo de su nuevo camino, como sombras proyectadas a su alrededor, como amenazas oscuras y latentes. Uno es el secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Voiello, interpretado magistralmente por Silvio Orlando (actor fetiche del cine de Nanni Moretti). Voiello es el político, “el hombre detrás de la cortina”, el que sabe que no puede ser candidato y por ello opera como servicio secreto en las sombras. El que con su voto –guiado según sus palabras por la “luz del Espíritu Santo”– elige a Lenny porque representa un territorio virgen, apenas un muchacho susceptible a consejos y manipulable. Voiello es napolitano y futbolero, fanático de Maradona y del Pipita Higuaín cuando era del Nápoli, enemigo digno y carismático en su bestial franqueza. Voiello afirma su fe en la caridad cristiana y en las confidencias con su amigo Girolamo, confinado a una silla de ruedas, quien le recuerda la buenaventura de los más débiles. Nunca es una caricatura, es tal vez el más humano de los hijos elegidos por Dios. El otro antagonista de Lenny, en cambio, es menos humano y más inaccesible, tan duro como un Dios castigador. Es el cardenal Spencer (James Cromwell), su maestro y mentor, quien lo apunta como Judas al sentirse víctima de la más alta traición. “Yo no tengo el poder para hacerte Papa”, le dice Lenny, ensombrecido por el reto de ese Padrone decepcionado. “Sí que lo tienes. Renuncia y ganaré en el siguiente cónclave”, responde Spencer amargado, consciente de esa muerte simbólica irreversible. The Young Pope es un tablero de ajedrez en el que se llevan a cabo los juegos de un poder que, aún en su complejidad, no deja de ser competitivo y estimulante en la mirada que ofrece Sorrentino. 

Inquietantes partidas son las que ensaya Lenny con las mujeres que lo rodean: vírgenes, madres, amorosas devotas. Primero está la hermana María, en la piel de Diane Keaton, lozana en una vejez de arrugas que contrarresta la sobredosis actual de rostros plastificados. Su figura recuerda a la Kay de la saga de El Padrino, otrora cómplice silenciosa de un poder del que resulta su última víctima, y aquí madre de crianza del elegido, dueña de secretos que se ocultan en sus anteojos redondos y opacos, o que se intuyen en su concentración cuando juega al básquet en los jardines del Vaticano. La hermana María es quien protege a Lenny en el silencio de su orfandad, aquella que comprende sus caprichos, que conoce sus tentaciones. Ha criado también al Cardenal Dussolier (Scott Shepherd), cura dedicado a los pecados del Tercer Mundo, ajeno a los personalismos, amigo y confidente de la intimidad de Lenny, de sus búsquedas secretas. Una reyerta más venial será la que establezca con Sofía (Cécile De France), encargada del marketing de la figura papal, que le reclama fotos para el merchandising y que se muestra seducida por una autoridad tan peligrosa como la belleza de sus rasgos. Pero la verdadera Madonna para Lenny será la mujer infértil que encarna Ludivine Sagnier, nacida del dolor de la falta, de la mácula que se consagra al servicio y la devoción. Con ella Lenny ejerce su subversiva seducción afirmado en la creencia de su propia gracia, la misma que se confunde en su ejercicio con la más oscura perversión.

UN DIVO POLÍTICO 

Tal vez sea en una de las mejores películas de Sorrentino, Il divo, donde podamos rastrear el germen de este Papa estrella y divinidad. Es esa figura opaca que dominó la política italiana por décadas la que atesora la misma ambición que lo lleva a Lenny a confesar sus verdaderos anhelos, sus merecidas conquistas: “Yo soy el Papa. No ellos. Yo”.

Il divo comienza con el séptimo gobierno de Giulio Andreotti. En los inicios de la década del 90 el tumultuoso presente italiano aún acarrea las muertes de banqueros y funcionarios a manos de las Brigadas Rojas, la nebulosa corrupción que salpica a la Democracia Cristiana y las sospechas sobre entornos y complicidades alrededor del Palacio de Gobierno. Pero el centro de interés de Sorrentino es la enigmática figura de Andreotti, un hombrecillo orejudo que ha ejercido el poder desde las sombras de su propia figura, aquel que en lugar de con Dios –como sí lo hacía el fundador de la DC, Alcide De Gasperi– hablaba con los sacerdotes porque ellos sí ejercían el voto. Hombre grande en miniatura, Andreotti podría ser el espejo inverso en el que se mira Lanny. Nacido de la oscuridad de un origen incierto, huérfano y solitario hijo pródigo de una monja, rechaza a sus fieles como iguales porque solo Dios es su válido interlocutor. Su conservadurismo es un amparo, un juego que encubre su ardiente deseo de distinción. La preparación de su homilía inaugural se convierte en su as en la manga, su carta de desconcierto, en la que se afirma su indescifrable ambición. Lenny también tiene un entorno tumultuoso y opresivo, como lo tenía il divo Andreotti. Pero si aquel estaba sospechado de traiciones y componendas, aquí solo se nutre de desprecios y decepciones. Sorrentino edifica esos mundos con la única espectacularidad que puede dar el poder: la más absoluta y ridícula soledad. Andreotti, culpable de todos los pecados de Italia, ingresa a la casa que lo ha albergado por siete períodos para encontrar solo un gato que deambula por los encerados pisos del salón presidencial. Lenny se mira al espejo en la mañana de su “coronación”, mientras se alisa el impecable traje blanco, para descubrir que es solo su imagen la que allí se refleja, sin aura, sin nada. 

Sorrentino recorre una institución milenaria como la Iglesia Católica desde las vidas de los hombres que componen su cúpula. Su divertida provocación no está exenta de reflexiones varias acerca de la creencia, el compromiso y la duda. Sus personajes, aún enredados bajo las máscaras que llevan, están dispuestos a dar batallas, absurdas y ridículas, nefastas y temibles, muchas veces a sabiendas del horizonte de derrotas que ello conlleva. Lenny, como no lo era Andreotti, nunca es humilde ni simpático, es astuto y oportunista, sabe que para imponer su voluntad debe enfrentar otras, sabe que el poder nunca es cuestión de amabilidades. Sus intentos de apertura son celebrados por unos y resistidos por otros, su recto conservadurismo es visto como un retroceso, cualquier intento de familiaridad se percibe como un signo de debilidad, y su distancia es refractada como frialdad y soberbia. Lenny es todo eso porque aún queriendo ser Dios nunca deja de ser hombre. Todo su dolor encuentra sentido en el destino de su gloria. Basta que él lo crea para que así sea, aunque no hay mentira más verdadera que aquella que nosotros mismos nos decimos. 

Juventud y vejez, riesgo y cautela, ruptura y tradición son todos dilemas que se agitan en el nuevo Papa, especie de estrella venerada a la que solo se espera ver caer. Es así que Sorrentino narra las contradicciones de un hombre para iluminar, de a ratos, las contradicciones de toda la historia de una institución. Pero por más serio que todo parezca, nunca deja de ser un juego.