No es la primera vez que la figura del Sumo Pontífice –uno de los tantos tratamientos existentes para referirse al heredero directo de San Pedro, según el dogma católico– es representada cinematográfica o televisivamente. Pero el papa joven y cool y hot y pintón y trepador y acomplejado creado por Jude Law y Paolo Sorrentino es, definitivamente, una primera vez en la historia. Quizás era necesario, para que ello ocurriera, que su correlato en los corredores reales de la Iglesia del Vaticano tuviera el talante de rock star y la condición polémica del papa contemporáneo. Otro gran debut: nunca antes un obispo romano había llegado a la tapa de la revista Rolling Stone. El Lenny Belardo –Pío XIII luego de su asunción– de la miniserie de Sorrentino es claramente un personaje de ficción y su Santa Sede un conventillo que reúne los clásicos relatos de corrupción cortesana con la más reciente tendencia a las teorías conspirativas, aderezados con una pizca del estilo visual del Fellini tardío, a quien el realizador napolitano ha referido en más de una ocasión en sus películas previas, en particular La grande bellezza. No es casual, entonces, que el esperpéntico sueño que abre el episodio inicial de The Young Pope recuerde a los recovecos de la iglesia de Las tentaciones del doctor Antonio o al apoteósico desfile eclesiástico de Roma, el homenaje del gran cineasta de Rímini a su ciudad adoptiva. Pero papas en el cine ha habido muchos (aunque no tantos como en los dos mil años de existencia del cargo) y de muy diversas categorías y calañas: personajes principales y secundarios, víctimas de las circunstancias y poseedores del don de la sabiduría, referentes de la paz mundial o simples acatadores de la ortodoxia preexistente. El actual habitante principal de la Sancta Sedes, su santidad el Papa Francisco, ya ha tenido su absolutamente olvidable biopic nacional y popular: Francisco, el padre Jorge, dirigida por Beda Docampo Feijóo, fue estrenada apenas dos años después de la asunción de Jorge Mario Bergoglio al cargo máximo de la Iglesia católica, con Darío Grandinetti (¿quién, si no?) como el encargado de interpretar al sacerdote en diversas instancias de su vida pública y privada.
Su antecesor, Benedicto XVI, no posee casi ninguna de las características carismáticas del Santo Padre actual, aunque su imprevista renuncia (¡la primera desde 1415!) y su aún menos previsible relación con las juventudes hitlerianas durante sus años mozos –bajo el nombre secular de Joseph Alois Ratzinger–, tal vez inspiren en algún momento a algún guionista. Distinto es el caso de quien ocupara el cargo inmediatamente antes y durante 26 años: el primer papa no italiano en casi cinco siglos, el primero polaco y el encargado de atravesar con una increíble muñeca política el maremoto de los últimos años de un planeta bipolar, antes de la caída del Muro de Berlín y durante el advenimiento de un nuevo orden mundial. Juan Pablo II fue el papa de varias generaciones, el primero en subirse a un papamóvil (término aceptado por la R.A.E.: vehículo acristalado y blindado que emplea el papa en sus desplazamientos entre la multitud) y, asimismo, el responsable de llevar la fiebre de las banderitas amarillas y blancas más allá de la Plaza de San Pedro, hasta el más recóndito de los confines geográficos. Son muchas las películas que incluyen alguna “participación” suya –en algunos casos, con un sentido irónico e incluso cómico, de la producción ZAZ Locos del aire a Alf y de allí a South Park– aunque el relato biográfico más extenso y concentrado sigue siendo la miniserie doble Karol: un hombre que se hizo papa y Karol: el papa, el hombre, superproducción con aportes italianos, franceses, alemanes y polacos de casi seis horas de duración (y música de Ennio Morricone) que tuvo su estreno en las pantallas europeas en 2005, el mismo año de la muerte del homenajeado. Del otro lado del océano, otra producción televisiva del mismo año, Pope John Paul II, presentaba otra versión de la misma historia, con el neoyorquino Jon Voight interpretando al polaco Karol Wojtyla y Ben Gazzara y Christopher Lee como cardenales de ocasión. De todas formas, quizás la más interesante de todas las aproximaciones a esa historia sea la más cercana en el tiempo a su asunción. Dirigida por su compatriota Krzysztof Zanussi –uno de los grandes cineastas de la generación renovadora de los años 60–, From a Far Country cruza la ficción con elementos documentales y destaca los años de estudio y la resistencia ante la ocupación alemana en su tierra natal, con alguna que otra pequeña crítica al régimen comunista, que todavía ocupaba el poder en el momento de la realización del film.
Juan Pablo I, el Papa “de la sonrisa”, murió de un paro cardíaco apenas 33 días después de su asunción, en agosto de 1978, punto de origen de una infinita cantidad de teorías conspirativas que no han dejado de lado, ni siquiera, la aparición de extraños ovnis sobre las cúpulas del Vaticano. En ese sentido, no hay película de ficción que describa más atentamente las posibles ligazones entre la institución religiosa, la política y la mafia que la tercera entrega de la saga El padrino. El Cardenal Lamberto (Raf Vallone) sucede en la película a Pablo VI, tomando el nombre de Juan Pablo I, reemplazando así al Albino Luciani de la realidad histórica. Aunque antes de que ello ocurra, escuchará la confesión de Michael Corleone –treinta años de crímenes impunes– y lo absolverá de todo pecado y culpa. Ya en su nuevo sitial de poder eclesiástico y luego de iniciar una investigación sobre una serie de actividades fraudulentas del Banco del Vaticano, un té envenenado acabará con su vida luego de un par de años como papa (el film ubica su deceso en 1980), reafirmando la idea de una conspiración encubierta. El de El padrino III es un caso típico: los hechos paralelos de la mitología popular son tan fuertes que, muchas veces, reemplazan en la memoria a la realidad misma. Que Pablo VI (en el cargo desde 1963 y hasta 1978) aparezca brevemente en la pesadilla erótico-sangrienta de Rosemary en el famoso largometraje de Roman Polanski de fines de los años 60, es apenas uno de los detalles anticlericales de su relato. Demostración, asimismo, de los cambios sociales y la liberación de la (auto) censura en el cine de Hollywood. No casualmente, es precisamente en esa misma década que dos films más o menos polémicos vieron la luz de los proyectores. El cardenal (1963) encuentra al gran realizador Otto Preminger adaptando la novela homónima de Henry Morton Robinson, en la cual un joven sacerdote bostoniano asciende lentamente en la estructura religiosa hasta llegar al Colegio Cardenalicio, no sin antes enterarse del ambiguo rol de la Iglesia durante los años del nazismo (ese mismo tema sería abordado frontalmente, cuatro décadas más tarde, por los realizadores Costa-Gavras en Amén y Volker Schlöndorff en El noveno día). Las sandalias del pescador, dirigida por Michael Anderson en 1968, a su vez otra adaptación de un bestseller, planteaba la entonces inimaginable elección de un papa oriundo de un país comunista (Ucrania, parte en aquel entonces de la U.R.S.S.), interpretado por Anthony Quinn. Por cierto, la Historia le daría la razón unos años más tarde a Morris West, el autor del libro original. El mismo Anderson (¿un especialista en películas papales?) realizaría en 1972 La papisa Juana, que remota un famoso mito medieval: durante el siglo IX una joven –interpretada en esta lectura por Liv Ullmann– logra transformarse en el primer papa mujer de la historia, por supuesto ocultando su verdadero sexo mediante el uso de atuendos masculinos.
El Venerable Pío XII es el nombre que sobrevuela todos esos relatos ubicados durante los años de la Segunda Guerra Mundial: Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli fue el Sumo Pontífice desde 1939 hasta su muerte en 1958. De todas formas, fue su sucesor el que recibiría los honores de una biopic más o menos oficial: Juan XXIII, alias “el Papa bueno”, fue el centro de E venne un uomo (1965), basada en las memorias del homenajeado y con la narración en pantalla de Rod Steiger. Si el viaje continúa en sentido cronológico inverso es indispensable mencionar a Julio II, el amigo de los artistas Rafael y Miguel Ángel. Fue precisamente la relación de mecenazgo con este último la que sirvió de base para el libro La agonía y el éxtasis, de Irving Stone, llevada a la pantalla grande en 1965 con dirección de Carol Reed y protagonizada por Charlton Heston, como Michelangelo, y Rex Harrison como “el papa guerrero”. La película se concentra en las desavenencias entre el pontífice y el artista a la hora de encarar el enorme proyecto de adornar la bóveda de la Capilla Sixtina, en particular aquellos relacionados con las continuas demoras en sus plazos de entrega (cuatro años desde la primera pincelada hasta que el último trazo de pintura estuvo seco). Y así podría continuarse con los 264 papas que la Iglesia contabiliza desde que Pedro tomó la posta del mismísimo Jesús, en algún momento entre los años 30 y 42 de la era cristiana. Infinidad de películas incluyen apariciones estelares de los primos papas en tiempos de la persecución por los romanos, atravesando los primeros años de su asimilación como religión oficial de Occidente, cruzando las eras de los Borgia y los Tudor, apoyando inquisiciones y aborreciendo revoluciones, mudándose temporalmente a Venecia o a Aviñón, celebrando o recelando a reyes y reinas de Europa y más allá. Un Concilio Vaticano III debería considerar la posibilidad de encarar la escritura de un volumen que recopile exhaustivamente todas y cada una de esas participaciones papales en las pantallas del mundo. Aunque tal vez haya que eliminar de ese digesto a este papa apuesto y fumador en cadena creado por Paolo Sorrentino. Y también a aquel otro que, en Habemus Papam (2001), de Nanni Moretti y con el rostro de Michel Piccoli, resulta víctima de un súbito ataque de pánico escénico y debe correr a su psicólogo de confianza para obtener la bendición terapéutica, que no parece descender desde las alturas ni siquiera ante los ruegos más fervorosos.