En 1970, Alejandro Jodorowsky estrenó en Ciudad de México su segunda película: El Topo. Artista chileno multifacético –titiritero, actor, director de teatro, poeta, escritor–, su fama de chiflado estaba bien catalogada: había proyectado esa cosa audiovisual inclasificable llamada Fando y Lis en el under mexicano, no sin generar cierto revuelo en el ambiente. Misoginia, desborde, locura, muchos gritos, actos catárticos que después nombraría como psicomágicos, muchos desnudos: se estimaba que su segunda incursión como director provocaría un poco más de malestar en la siempre acartonada elite artística del país que fuere. El Topo, en cambio, superó todas las expectativas. No solo le generó controversias legales y demandas de todo tipo, aspectos que alimentaron el mito de artista incomprendido y megalómano, sino que la película capturó la atención de algunos programadores de los festivales del mundo, y las aventuras del pistolero budista, que busca por el medio del desierto imaginario el sentido de la vida, trascendieron las fronteras de México.
Muchos años después, Alejandro Jodorowsky recuerda en el prólogo del primer tomo (titulado Caín) de su nuevo cómic, Los hijos del Topo (Reservoir Books), cómo el público de su segunda película fue cautivando más público en el boca en boca hasta generar eso que le gusta tanto al psicomago de Unquillo: el Mito de El Topo. Después de un enorme éxito en Italia, Jodorowsky quiso meterse en el under de Nueva York; nadie le aceptaba la película por “su insólita profundidad”, hasta que el hoy también mítico programador Ben Barenholtz le dio un lugar a la medianoche en el cine Elgin: templo hippie de cine porno y europeo. Con una simple frase publicitaria (Midnight El Topo), la película fue un éxito sin precedentes, creó un espacio de comunión para la contracultura neoyorkina y el cine que vendría: Dennis Hopper y Peter Fonda se fumaron unos porros viendo la película en la escalera, David Lynch (años después) se proclamó fanático, Peter Gabriel diseñó la portada del disco The Lamb Lies Down on Broadway, John Waters convenció a varios amigos que quería convertirse en director; hasta que John Lennon y Yoko Ono la vieron cuatro veces seguidas y convencieron al productor Allen Klein de comprarla y estrenarla con toda la pompa en un cine de Broadway. La apuesta duró apenas tres días (“Habían matado el aura”, dijo Barenholtz), pero a Jodorowsky le vino bien: obtuvo plata por parte de Lennon para filmar su siguiente película, La montaña sagrada.
Durante varios años, el director pensó en subirse al caballo del éxito de El Topo y filmar la secuela, no con su personaje incinerado y muerto, sino con los dos hijos: Abel y Caín. Marilyn Manson, otro gran amigo del psicomago, interpretaría a Caín, incluso se rumoreaba que David Lynch la produciría. Más allá de las trabas legales que tiene El Topo (un conflicto de derechos con la compañía Abcko de Klein), las vueltas del cine, los problemas de producción y de financiación, esa eterna batalla que Jodorowsky libró contra el mundo productivo del cine lo hicieron desistir: una película onírica necesita de mucha plata para crear sus sueños. Pero Jodorowsky, versátil ante las inclemencias de los tiempos, decidió hacer lo mismo que había hecho con el fracaso que supuso la adaptación de Dune de Frank Herbert: convertiría a la historia de los hijos de su personaje en un cómic. Recordemos: después de fracasar con esa ambición a escala planetaria llamada Dune, volcó sus energías en el cómic. El incal, su primer gran éxito en el rubro, publicada entre 1980 y 1988, no es otra cosa que la conversión en historieta del famoso Art Book que él y el dibujante francés Moebius, ayudados por el terceto fantástico de O´Bannon, Giger y Foss, hicieron para buscar sin fortuna financiación en los estudios de Hollywood (grupo abducido por Ridley Scott para Alien, como se cuenta en el documental Jodorowsky’s Dune).
Caín, el álbum inicial de la saga Los hijos del Topo comienza ahí donde la película termina. Después de que El Topo, tras encontrar la revelación y rasurarse la cabeza, asesina a todo el pueblo lleno de vagabundos y mutilados (“Es como la venganza de los freaks” dijo el crítico norteamericano J. Hoberman), el Topo se incinera como un buda y crece, de la nada, en el lugar de su muerte, un templo de oro hacia donde van a rezar los peregrinos del desierto imaginario. La historia persigue a los dos vástagos del pistolero: Caín, que siguió los pasos de su padre, y Abel, un titiritero tímido que vive en un carro con su madre y la cabeza rasurada.
En cierto modo, Jodorowsky en la historieta no solo encontró un mercado, sino un lugar que se ajustaba mejor a su técnica literaria, entre poética, declamativa y cinematográfica; que no le regañaba los delirios imaginativos, todo lo contrario, los contenía y los proyectaba en sus viñetas. De a poco, el cine se fue perfilando en su carrera como un de pecado de juventud que nunca pudo curar del todo: aunque, obviamente, siempre quiso volver. Y cuando, hace unos años, Jodorowsky volvió a juntar fuerzas para filmar, decidió poner en imágenes su autobiografía La danza de la realidad. ¿Y con El Topo? Bueno, prefirió achicar sus ambiciones, juntarse vía Skype con el enorme dibujante mexicano José Ladrönn, “el dibujante ideal para realizar no tanto un ‘comic normal’”, escribe Jodorowsky, “sino como una ‘película gráfica’, cada una de cuyas páginas se divide en tres franjas para que el lector-espectador tenga la sensación de estar en un cine, frente a una pantalla”.
Y así fue como volvió a abrazar con su obra emblemática ese formato amado e ideal, donde las imágenes no cuestan tanta plata, la edición de sonido se resuelve con onomatopeyas, y los resultados, en muchas ocasiones, son más gratificantes que en la pantalla grande.