“Ahora estoy en el estudio, pero es un lugar con cocina que está en el campo, en las afueras de Bristol, así que es un poco como estar en casa”, cuenta Will Gregory al teléfono. Es miércoles, tres de la tarde en Inglaterra. Gregory, un tipo ya de por sí tranquilo, amable, de fisonomía rolliza con lentes viejos que lo acercan más a un intérprete introvertido de orquesta que a una estrella de rock, está relajado y se le nota: después de un año y medio de composición, grabaciones y mezclas, acaba de salir a la luz Silver Eye, séptimo disco de esa impredecible máquina de sonidos espaciales que es Goldfrapp, el dúo de trip-hop y electrónica bailable que desde hace diecisiete años comparte con la magnética y provocadora Alison Goldfrapp.

Las primeras noticias de ellos llegaron a través de “Anymore”, el contagioso corte de difusión que abre este nuevo trabajo. Baterías electrónicas bien arriba y riffs directos de sintes saturados, el simple insinúa un regreso de la banda a los sonidos bailables de sus discos más movidos. Pero la repetición no es costumbre en una banda que desde su debut se movió por los márgenes del mainstream, haciendo de la transformación su esencia y de cada álbum un nuevo punto de partida: desde el trip hop onírico de Felt Mountain (2000), el dúo mutó de álbum en álbum para pasar por el dance glam y sensual de los exitosos Black Cherry (2003) y Supernature (2005), la calma bucólica de Seventh Tree (2006), el revival de la disco ochentosa con Head First (2009) y el aterrizaje de la fiesta con el folk ambient de Tales of Us (2013). 

   Ahora, lejos de retomar aquellos brillos de pista de baile, Silver Eye se revela como un álbum contemplativo, una sutil exploración por naturalezas desoladas y relaciones partidas que combina piezas uptempo (“Anymore”, “Everything is never enough”, “Sistemagic”) con otras que despliegan una melancolía algo apagada pero maravillosamente elaborada (“Zodiac Black”, “Moon in the mouth”, “Ocean”). Entre los puntos altos está “Become the One”, un tecno acelerado de arreglos espaciales y voces distorsionadas que a través de diferentes efectos dan a la voz de Alison un aura misterioso, una tonalidad fantasmal que se contrapone a la dulzura casi susurrada que le sigue en la bellísima “Faux Suede Drifter”. 

   “Es fácil hablar de cuál era la idea del disco ahora que ya lo terminamos, pero la verdad es que al comienzo no teníamos idea de hacia dónde queríamos ir”, confiesa Gregory. “Por lo general no escribimos partiendo de un concepto sino que esa idea se va definiendo a medida que salen los primeros temas, y en este disco eso llegó una vez bien entrada la composición. A mitad de camino teníamos algunas canciones como ‘Systemagic’ y ‘Everything is never enough’, luego llegó ‘Anymore’ y para ese punto ya empezamos a ver que iba a ser un disco bastante arriba, de sintes oscuros, quizás un poco más oscuro que algunos de nuestros primeros discos más bailables como Black Cherry o Supernature. Y así surgió también el nombre, Silver Eye, que refiere a la luna y nos sonaba como algo misterioso, incluso primal, y quizás eso influyó en que la música fuera algo más así también”.

LA MÚSICA DEL ORDEÑE

Hijo de una actriz y un cantante de coro de ópera, Will Gregory nació en 1959, en Bristol, una ciudad que junto con Plymouth es uno de los dos centros administrativos del suroeste de Inglaterra, y que en los 90 se convirtió en la capital del trip-hop, ya que de allí salieron Massive Attack, Tricky y Portishead. Desde su infancia, Gregory mostró el interés que años después lo llevaría a estudiar música de cámara en la Universidad de York. “Cuando era chico crecí con los Beatles, me pasaba escuchándolos, y también amaba a los Kinks”, recuerda. “Después vinieron los primeros setenta y fue todo Bowie, por supuesto. Más adelante llegó la escena disco, con bandas como los Jackson Five, y todo eso me fascinó, aunque quizás no en el momento sino un poco más tarde. Era una edad difícil, y tampoco fui del tipo de adolescente que va a boliches y esas cosas, era más de disfrutar de la música en casa”.

   Además de los discos de Goldfrapp, de su trabajo como compositor de bandas de sonido para documentales de TV y de una ópera de su autoría (Piccard in Space, estrenada en 2011), Will lleva adelante desde hace seis años el Will Gregory Moog Ensemble, una orquesta de doce sintetizadores que interpreta piezas clásicas y contemporáneas que van de Bach a Wendy Carlos, Burt Bacharach o el director de cine John Carpenter. Allí da lugar a una obsesión por los sonidos analógicos que mantiene desde joven y que lo llevó a competir con su amigo y también parte del ensamble Adrian Utley (miembro de Portishead), con quien llevó adelante una amistosa carrera por ver quién encontraba más y más raros sintes viejos durante las giras con sus bandas alrededor del mundo. Hoy más relajado en su afán coleccionista, Gregory cuenta con una habitación de su casa llena de ellos: “A veces uso algunos sólo para un sonido en una canción y eso ya justificó haberlos conseguido”, explica. “Con los sintetizadores analógicos tenés estos circuitos fascinantes que producen los sonidos, es decir, lo que escuchás es la descarga de diodos, ese tipo de cosas. Y luego está todo lo que puedas expresar a través de ellos. Hay una especie de arte azaroso en la manera en que estas cosas se relacionan, algo mágico que no encuentro en lo digital”.

   Will Gregory conoció a Alison Goldfrapp en 1999, cuando un amigo en común le pasó unos demos que ella había grabado con canciones propias. Alison ya había alcanzado cierta popularidad en la escena de la música electrónica británica tras algunas participaciones en canciones de Add N to (X), Orbital y Tricky (para este último había grabado la voz principal en la bellísima “Pumpkin” del ya clásico del trip-hop Maxinquaye, editado en 1995). Tras escuchar los demos, Will pensó que podría aportar su parte musical y decidió encontrarse con ella para ver qué salía. Finalmente la química fue tal que a los pocos meses ya estaban preparando las canciones de lo que sería Felt Mountain, el disco debut de Goldfrapp que editarían a finales del 2000. Pero la historia de Alison merece sus párrafos aparte. Eterna diva arty y marginal que durante la historia de la banda tuvo sus fases de lolita existencial, chanteuse provocadora y diosa glam, Alison Goldfrapp nació en Londres en 1966, sexta hija de una enfermera y un oficial de la armada. Durante su infancia le retiraron la matrícula de un colegio de monjas “por no ser lo suficientemente académica” y en su siguiente escuela la echaron por un incidente relacionado con intentar llevarse sin permiso un tractor. Tiempo después, tras cumplir veinte y pasar algunos años difíciles en Londres, consiguió una beca para formarse en canto lírico en Bélgica, y luego de un año volvió a Inglaterra para formarse en artes visuales en la Universidad de Middlesex. Allí combinó sus intereses por la plástica con su pasión por la música: una de sus creaciones consistió en una performance en la que cantaba un yodel vestida tipo Heidi mientras ordeñaba una vaca con todos los sonidos amplificados hasta la saturación: “Me saqué notas muy altas por eso”, contaría años más tarde al periódico británico The Guardian.

   En 2003, luego de la edición de Black Cherry, todos los ojos se posaron en ella. Madonna y Kylie Minogue imitaron sus looks y hasta el prestigioso fotógrafo peruano Mario Testino la retrató para la portada de Vogue. Pero Alison, conocida por ser una obsesiva detallista de su vestuario, siempre llevó diseños más cercanos a una performance artística que a un catálogo de modas. Cuando en 2006 un medio escocés la entrevistó a propósito de Supernature, el disco que se suponía la llevaría al podio de las divas pop del nuevo siglo, Alison se mostró reticente: “Viví de subsidios de desempleo y alquilando departamentos baratos durante demasiado tiempo como para no saber que todo eso del estrellato y la fama puede desvanecerse en cualquier momento. Kylie es diferente, estuvo en ese mundo desde los catorce, debe ser algo bastante raro porque vivís como en una existencia aparte. Una existencia que definitivamente no es la que creo tener”. 

EL JUEGO DEL ÉXITO

Para Silver Eye, Alison, en pareja desde 2010 con la directora de cine Lisa Gunning, se hizo cargo de todo el arte visual por primera vez en un disco de Goldfrapp. Muchas de las fotografías que utilizó pueden verse en su cuenta de Instagram, la cual recibió tan buenas críticas que hace un par de años realizó una muestra en The Lowry, una prestigiosa galería de Manchester. En una de las más recientes luce su nuevo peinado rojo fuego, ejecutando una intensa danza solitaria en un paraje desértico, casi lunar, de la isla Fuerteventura en las Canarias. Otra foto muestra una página de un libro que habla de ungüentos que las brujas untaban sobre sus cuerpos desnudos para salir a volar. En las últimas que subió intervino con fibrones fotos viejas de diarios y revistas donde aparecen estrellas pop (incluso ella misma), sobre las que realizó dibujos explícitos nada diferentes a los que se ven en los cubículos de los baños públicos. Y otra fotografía de un paisaje rocoso retocado con filtro rosa está acompañada de la versión en inglés de un poema del mexicano Homero Aridjis: “La música de la noche/ no está en los astros/ sino en la oscuridad entre ellos”. 

   También por primera vez en un disco de Goldfrapp el dúo consignó en los créditos la participación de dos productores. Uno de ellos es The Haxan Cloak, seudónimo del joven británico Bobby Krlic, quien además de haber editado dos discos como solista fue el productor del último de Björk, Vulnicura, y del recomendable Spiritual Songs for Lovers to Sing, debut del dúo británico de canciones electrónicas Lost Under Heaven. Para la etapa de grabación trabajaron con John Congleton, productor de esa magnífica colaboración entre David Byrne y St. Vincent que es Love This Giant y de otros trabajos de artistas tan variados como The Polyphonic Spree, Bill Callahan o The Roots. “En nuestros primeros dos discos trabajamos mucho junto a Nick Batt, que es un gran programador de ritmos”, cuenta Gregory. “Y como para este íbamos volver a trabajar en canciones muy basadas en baterías programadas, pensamos que sería una buena idea intentar nuevamente con otras personas. De Haxan me gustaba mucho tanto el trabajo de producción que hizo con Lost Under Heaven como su material propio. Es muy joven y trabaja muy rápido, y definitivamente le agregó al disco mucha actitud, sobre todo en sonidos graves más bajos y en una resonancia de batería más pesada, que era lo que queríamos porque no somos del todo buenos a la hora de lograrlo. Lo de John Congleton fue también ideal para nosotros porque viene de un ambiente mucho más rústico, menos pulido, así que nos ayudó a cerrar un par de cosas sobre las que estábamos dando vueltas”.

   Con su naturaleza meditativa y sus climas de exploración sónica, es poco probable que las canciones de Silver Eye alcancen la repercusión de otras más exitosas que grabaron en discos anteriores, temas como “Oh La La”, “Number 1” o “Strict Machine”. Pero el éxito comercial no es algo que la banda esté buscando desesperadamente: “Estamos en una discográfica pequeña con la que trabajamos muy bien”, afirma Gregory. Y concluye: “Conozco gente de otras bandas que está en compañías grandes y sé de toda la presión que tienen que soportar, una presión que no ayuda nada a la hora de hacer música. Nosotros no necesitamos ser exitosos, nos permiten hacer la música que queremos, de la manera en que queremos y en el estudio que queremos, y estamos muy agradecidos con eso. Creo que toda esta cosa del éxito es algo terriblemente alienante, sobre todo para esas bandas que recién empiezan y de golpe graban un disco que es un suceso comercial. Porque después la presión para repetir ese éxito es enorme, y aún si su disco siguiente logra un suceso considerable pero no tan grande como el anterior, va a ser considerado un fracaso. Nunca nos preguntamos por qué no tuvimos más éxito comercial, no lo necesitamos. Creo que es mucho mejor estar fuera de todo ese juego: simplemente nos hace felices poder continuar haciendo durante años la música que amamos hacer”.