La sabiduría popular condensó una verdad insoslayable en el lugar común que señala que nunca se termina de conocer a una persona. La literatura y el psicoanálisis nos enseñaron que la máxima aplica también a aquellos más cercanos, incluso a uno mismo, pero no por ello han logrado que el escozor que nos produce esa íntima extrañeza deje de incomodarnos y perturbarnos. La vida de los padres siempre será un misterio para los hijos: somos Hamlet ante el fantasma.
Volver a donde nunca estuve. Algo sobre mi padre (Bulk, 2020) es el cuarto libro de la saga autobiográfica del escritor, crítico y docente rosarino Alberto Giordano (1959), luego de los tres volúmenes de sus diarios: El tiempo de la convalecencia (2017), El tiempo de la improvisación (2019) y Tiempo de más (de próxima aparición). Editado por Alfonso Mallo, el libro compila y reordena todas aquellas entradas que se relacionan con la figura del padre del diarista.
Se trata del menos teórico de los libros de Giordano. Si los diarios narraban el pasaje del crítico ensayista a escritor, en Volver a donde nunca estuve la conversión aparece ya consumada y el pasaje que se explora es el del equívoco e improbable devenir padre de un hijo. No por menos teórico, menos autoconsciente, en una de sus páginas leemos: “Les decimos a otros lo que pensamos de nuestro padre para compartir la perplejidad que nos provoca la condición de hijo, el incurable sentimiento de minoridad que persiste incluso cuando nos convertimos en padres”.
No es el tiempo desquiciado de Hamlet, sin embargo, el que se nos presenta, sino el sereno ritmo de la nostalgia, que, aunque a veces se confunda con la marcha grave de lo fúnebre, lo hace siempre dejando oír, en el fondo, el repiqueteo del humor y la ironía. Como sucede en la anécdota final frente al cuerpo del padre recién fallecido: el hijo se disculpa por tener que ir al baño e imagina que el padre le responde “Andá tranquilo. De acá no me pienso mover”. En otros momentos el ritmo acelera, fluido y liviano, hacia la dicha y la celebración en los compases del tango y del jazz: las músicas que el diarista compartía con su padre a través de los discos que se mostraban, regalaban y prestaban, y de los conciertos a los que asistían. (Aira decía que las novelas de Puig exploraban un tiempo ajeno al propio Puig: el de la juventud de su madre. Giordano remeda el hallazgo aireano: los tangos y los vals, dice, “hablan de una época que no viví, la de la juventud de papá”).
En estas entradas musicales el hijo se descubre como aprendiz de un padre que tiene todavía cosas que enseñar. “Se hereda más de lo que se sabe”, dice, y la escritura sirve para averiguar esa herencia, apropiársela para que no “aplaste”. La educación retrospectiva que el padre ausente ejerce (ausente: debemos leer comillas en esa palabra; la fuerza con la que ese padre se presenta en el recuerdo es inédita) es, entre otras cosas, una educación estética. De “Flor de lino” –es solo un ejemplo entre tantos–, “lo conmovía, más que las referencias camperas, el hallazgo que asocia el sentimiento de vergüenza con la imagen de ‘los muchachos con un traje nuevo’”. La conmoción como un valor en la lectura/escucha es una de las lecciones del padre: dejarse afectar por el texto.
La elocuencia del padre (“como todos los varones dotados con destrezas retóricas, papá tendía a confundir elocuencia con sabiduría”), por su parte, ha sembrado perlas en un discurso que se escamotea en el recuerdo y que la escritura desea recuperar. La voz, las anécdotas, los juicios del padre: mínimos acontecimientos de un misterio que el diarista se dedica a registrar para construir el archivo de lo ido. Si las anécdotas familiares forman parte de un género volátil cuyos textos no suelen sobrevivir a más de una generación, el tono de la voz que las supo relatar multiplica esa precariedad y se desvanece en el momento mismo de su aparición. Escribir la anécdota es la ocasión para el registro del tono de la voz del padre, la oportunidad improbable de captar algo de esa presencia esquiva: una ocurrencia, un timing para decir las cosas, cierta gracia al hablar. Hay expresiones “que retornan con la voz de papá”: “tras cartón”, “lunga”, “la fresca”, “escaparle a algo”… Un discurso, con su retórica, su léxico, su tono, sus temas recurrentes, hablado en un lenguaje que el hijo tuvo que aprender, “con genuina y laboriosa curiosidad”, para poder “sentirlo verdaderamente próximo”.
La condición del fantasma es su duplicidad. El fantasma habita siempre dos mundos: el de los vivos, ante los que se presenta, y el de los muertos, hacia donde se ha ausentado. Fantasma es todo aquello cuya presencia se sustrae ante nosotros; aquello que está y a la vez no. Escribir sobre el padre muerto es escribir sobre un fantasma y, a la vez, es descubrir la condición siempre ausente de ese padre: ausente aun cuando estaba presente. El carácter fantasmático se revierte sobre el pasado en la escritura autobiográfica y se abre como una interrogación.
¿Qué hacer con el abandono del padre? ¿Qué hacer con los años de la vida del padre que se desconocerán para siempre, los años en se mudó de provincia, en que conoció a otra mujer y dejó a sus hijos al solo resguardo del resentimiento materno? Ese padre que nunca celebró sus cumpleaños ni los de sus hijos, “¿habrá festejado (…) su cumpleaños entre 1971 y 2001, los años en los que no convivimos? ¿Marta, su mujer, se los festejaría? Imagino que sí. ¿Alguna vez mis tías, sus hermanas, habrán participado?”. “¿Cómo fue que terminó de chofer en la casa de una familia porteña?”.
¿Cómo lidia un hijo con el conocimiento de que el padre idealizado, el aventurero, el omnipotente es el mismo que decidió huir “a un mundo de sensualidad y hechicería” y no llevarlo consigo? ¿Cómo conviven tantos padres en uno? Solo la escritura, el duelo (en su sentido también doble) con el fantasma, puede tentar las respuestas.
“Según lo viví después de la muerte de papá, el duelo es un proceso ambiguo, en el que uno se va desprendiendo de quien amó, a la vez que se resiste a abandonarlo, para poder amarlo de otro modo, en el tiempo de la supervivencia”.