Corría el año 1995 y mi amigo Moski y yo habíamos recién cumplido 17. Soñábamos con que en ese verano finalmente podríamos viajar solos de mochileros al sur, conocer de primera mano las anécdotas que tantas veces habíamos escuchado en boca de nuestros padres y madres. El sur, mítico, como los recuerdos: naturaleza, camping, lago, abstinencias varias en pos de la aventura. En principio significaba para mí un viaje iniciático alejado del confort citadino y era lo más cercano que podía imaginar, en ese momento, a la libertad. 

Nos tomamos la tarea con una seriedad importante: conseguimos las mochilas prestadas, bolsas de dormir del ejército, una carpa traída especialmente de un país nórdico era nuestro lujo. Marmitas, cantimploras, ollas y sartenes de latón. Latas de arvejas, atún, pate en raciones iguales e inapelables. Y la música. Un pasacasetes a pilas (grandes), varios TDK 90 o 60 grabados, nos gustaban bandas distintas, pero los dos escuchábamos con las mismas ganas a Los Visitantes, en las letras y la voz de Palo Pandolfo nos unía una amistad de años.

Sacamos los pasajes en Retiro y partimos. Fueron veintitrés horas de incomodo viaje, sólo matizadas por nuestras expectativas y por los sánguches de milanesa que nos mandó la madre de Facundo, otro amigo que se sumó al periplo. Nuestro primer destino seria el parque Nacional Lanín, en Neuquén, cerca de Junín de Los Andes. El lugar en donde acampamos fue el Lago Paimún, en un camping agreste con un paisaje increíble y ningún tipo de instalaciones, como debía ser. La cosa venía bien y cumplíamos entusiasmados con todas las premisas que entendíamos un buen mochilero debía atender: comer cosas como arroz o polenta solos (el queso rallado y las salsas de paquete eran lujo, vulgaridad) gastar lo menos posible y por supuesto hacer dedo. Las noches nos premiaban con unos cielos inolvidables y con los encuentros y la música en  los fogones que compartíamos con los demás acampantes, en su mayoría más grandes que nosotros.

Un mediodía hacíamos dedo en la ruta rumbo a San Martín de los Andes, bajo el sol. Nadie se detenía y llevábamos un par de horas en el camino. De pronto, una camioneta bordo con patente extranjera frenó. La acompañante del conductor bajó su ventanilla y en un español precario pero entusiasta nos confirmó que se dirigía a nuestro destino. Nos invitaba a subir, amablemente. Abrimos la puerta corrediza de la camioneta y entramos. Sorpresa fue la nuestra cuando al abordar el vehículo descubrimos que no estábamos solos, sino que había dos jóvenes sentadas en los asientos de atrás. Intentamos saludarnos y las diferencias del idioma fueron nuestra barrera y la excusa perfecta para que se produzca la comunicación. Eran de Sao Paulo, estaban de vacaciones, Marina y María José eran primas, tenían dos años menos que nosotros y por supuesto, hablaban portugués. La musicalidad de esa lengua nos sedujo, ellas también. 

Fuimos conversando a media lengua todo el viaje y al llegar al pueblo la camioneta se detuvo y el padre de la familia le dijo a mi amigo, “Vamos escolher a carne, nós convidamos vocês para um churrasco”. No entendimos todo, pero lo importante estaba más que claro. Nos invitaban a la noche a comer un asado a la casa de la familia. La alegría era brasilera, pero por lo menos compartían. Acampamos a un costado del lago Lacar en donde había una suerte de camping clandestino, y luego de ponernos nuestras ropas más limpias y rociarnos de desodorante Marine de una conocida marca, partimos a la gala. Comimos y bebimos como hacía días no sucedía. Terminada la cena, los padres se fueron a dormir y nos quedamos nosotros y ellas, intentando nuestras conversaciones. Más allá de nuestro entusiasmo, nada más pasó entre nosotros. Salvo que, por algún motivo que no recuerdo, en un momento de la noche ellas comenzaron a cantar algunas canciones en portugués, a cappella. Era una cadencia lenta y sincopada, de melodías dulces y nostálgicas. Decían palabras como “beleza”, “beijinhos”, “saudade”. Incluso nos intentaron explicar el significado de esa palabra sin traducción y nosotros creímos comprender. Eso que cantaban era bossa nova, y nosotros quedamos fascinados. (¿Cantamos nosotros también? ¿Qué habremos cantado si lo hicimos?) Ya el recuerdo bordea la imaginación y dudo. Luego, el tiempo que se escurre, la noche que avanza, el padre que se despierta (¿harto de Jobim?) y dice “Por hoje é suficiente”. Volvimos los tres caminando lento al camping, pensativos y silenciosos. Ya nunca volveríamos a vernos, al otro día partían y continuaban su viaje. Mientras nos metíamos en las bolsas de dormir, tarareábamos las melodías que aun sonaban en nuestra memoria y comprendíamos lo que la palabra “saudade” finalmente significaba.

Al volver a Buenos Aires busqué todos los discos de música brasilera que había en casa. Tom Jobim, Vinicius de Moraes, luego Caetano Veloso y Chico Buarque fueron apareciendo pero especialmente Joao Gilberto y su forma zen de tocar el samba quedaron entre mis cosas favoritas y al día de hoy me acompañan. Ya un poco imaginando ese momento, me doy cuenta de que no recuerdo exactamente qué melodías fueron aquellas que a cappella Marina y María Jose cantaron para presentarnos esa noche ese mundo tan sensorial, de la música y del deseo. ¿“Garota de Ipanema”? ¿“O Pato”? ¿“Aguas de Março”? Me gusta imaginar que cantaron “Chega de Saudade”, la versión de Joao Gilberto es mi favorita. Voy a llamar a Moski, a ver si él se acuerda.


Mariano González se formó en la actuación con María Onetto, Eugenio Soto, Ricardo Bartís y Rubén Szuchmacher, con quien también realizó estudios de puesta en escena. Estudió teatro corporal con Pablo Bontá y clown con Raquel Sokolowickz. Como actor y parte del Grupo Contaca participó de las creaciones colectivas La Presentación y Sindistémia, y también de las obras La Funeraria (dirección Bernardo Cappa y Martín Otero), Los desórdenes de la carne (dirección Alfredo Ramos) y El Ultimo Territorio, dirección Analía Fedra García). Dictó distintos cursos de teatro para niños y desde el 2007 es asistente de las clases de iniciación actoral de María Onetto. Participó del 49º Festival de Teatro Infantil de Necochea dirigiendo el multipremiado espectáculo Adela pide tres deseos. Actualmente dirige Vida y obra en el Abasto Social Club, los viernes a las 21.