Habían transcurrido dieciocho años desde la caída del régimen nazi, pero para el valiente fiscal Fritz Bauer algo andaba mal. Quienes hicieron del Estado una máquina de exterminio saludaban impunes la desnazificación. Se trataba de los caballeros de negro encarnados en los miles de miembros que tuvo la Schutzstaffel o SS, la policía encargada de desaparecer a “asociales” y enemigos del partido dentro de los campos de concentración.
En la década del sesenta el Código Penal de la República Federal Alemana (BRD) no alcanzaba a dimensionar algunas formas de autoría y complejas estructuras como verdaderas organizaciones criminales. Desde la academia se formuló entonces una sugestiva teoría. La autoría mediata en aparatos organizados de poder del profesor Claus Roxin se convirtió en un grito de la moda del penalismo de la Alemania Occidental.
El crucigrama de esta teoría comprende tres requisitos que van más allá de una superficial aplicación tecnocrática. De este modo, que los autores tengan el dominio de la organización (estatal); que ésta opere fuera del Derecho; y, que sus ejecutores sean piezas sustituibles. En suma, que el dominio del hecho pertenezca a los autores mediatos o indirectos, pues son ellos los que al final tienen la última palabra y deciden si el delito se realiza o no, distinguiendo lo que en el derecho penal germano se define como autoría y como participación.
A simple vista, esta teoría brinda una sistémica fórmula jurídica para salirle al paso a cualquier dictadura. También, un flaco favor para el entonces Fiscal General de Hessen. Quienes ejercieron terror y violencia contra millones de deportados en los campos de concentración se cobijaron en la “banalidad del mal” para descargar sus acciones –como funcionarios que simplemente cumplían órdenes– en aquel que había de suicidarse dos décadas antes en un búnker de Berlín. Como bien lo profundiza el trabajo doctoral de Rebecca Wittmann (Beyond Justice: The Auschwitz Trial), los miembros de las SS sabían lo que estaban haciendo, infligieron dolor y muerte de forma consciente y voluntaria; no hubo por ende ninguna desobediencia ni represalias. Las SS no eran simples partícipes, instrumentos o mandados del Führer, sino voluntarios y entusiastas asesinos que ejercieron crueldad sobre sus víctimas.
Además del discutible papel del ejecutor como partícipe fungible del delito, la teoría de Roxin sirvió de misil para apuntar más adelante las actuaciones de la República Democrática Alemana (DDR). Los disparadores del muro de Berlín habrían de generar una especie de responsabilidad en cascada por la que el Estado Socialista dejaba a priori de ser un Estado de Derecho. La consideración de la DDR como una organización que actuó por fuera del Derecho fue no obstante cuestionada. No sólo los penalistas del otro lado del muro como John Lekshas y Erich Buchholz –de los que poco o casi nada se llegó a saber en América Latina– pusieron en duda esta tesis, sino también los mismos juristas de la BRD como Winfried Hassemer, Juez del Tribunal Federal Constitucional.
Pero el nudo crítico sigue siendo la autoría calculada desde esta magnitud, dado que refleja la más emblemática y peligrosa injerencia y dominio de cualquier estructura u organización. Como lo fue en realidad el aparato nacionalsocialista, Hitler se había convertido en un encantador de masas, un líder que aprovechó de su discurso para erigirse en el conductor del Estado y de su pueblo.
Sin embargo, si bien la sugestión y manipulación de masas develan una lectura en cuanto a la porosidad del sentido común –como lo destaca Andrea Cavalleti–, no puede admitirse semejante interpretación político o psicoanalítica dentro del derecho penal, a menos que el dominio se ejerza neutralizando la voluntad de quien debe ejecutar el delito. La fórmula de una autoría mediata que subestima y relega las acciones de los subordinados a meras intervenciones ejecutivas puede contribuir a palpables actos de impunidad, así como a tamañas injusticias.
Así al menos se desprende de la propia sentencia con la que se condenó a prisión al ex presidente del Ecuador, Rafael Correa. Sorprendentemente, la página 384 habla de “un poder total concentrado en sus manos, a manera de un `autócrata´, esto es, controlando las cinco funciones del Estado ecuatoriano”. Y, además, que “hizo surgir sobre un grupo de personas, especialmente sobre un grupo de funcionarios públicos de su entera confianza –mediante un influjo psíquico–, la resolución de realizar el injusto de cohecho pasivo propio agravado.”
Si bien esta sentencia es parte de los perdigones de Odebrecht en la región, no es menos cierto que también devela una controversial dinámica criminológica, aquella donde el que corrompe es el mismo que denuncia. Este fenómeno se agudiza con la legislación penal ecuatoriana que subsume formas de participación con autoría –como ocurre con la inducción–, y donde la coautoría en entramados financieros internacionales aún forma parte de lo inimaginable. Quizá sea ésta la pieza clave para entender que los Estados (gobiernos, sociedades, economías, recursos naturales) pueden ser nada más que instrumentos de las acciones intrusivas del capital financiero.
De cualquier manera, más allá del originario sentido teórico de Roxin, con un poco de ego, mediocridad y sesgo político se puede reescribir y encontrar en el autor mediato los dotes de un hipnotizador. Con ello, la conversión automática de cualquier Estado de Derecho en una mesiánica dictadura, aquella donde su líder carismático –y que para envidia de sus detractores goza hoy más que nunca de más popularidad– es responsable de influir en las decisiones y voluntad de otros. En suma, un extraño empalme jurídico que aparece en tiempos de lawfare y desmantelamiento de lo social, ahí donde lo autoritario también tiene lugar en la palabra de los jueces.
Jorge Vicente Paladines es profesor de la Universidad Central del Ecuador