El 30 de marzo de 1982 se palpó que la dictadura militar se cuarteaba. Con enorme perspicacia, se hubiera podido leer que empezaba a terminar aunque sin saberse cuánto perduraría. La movilización convocada desde la CGT Brasil, conducida por Saúl Ubaldini, fue masiva. Desafió una represión feroz ordenada por la Junta Militar, en varias ciudades.
En la Capital miles de personas, encolumnadas o sueltas, enfrentaron a fuerzas de seguridad impiadosas: carros de asalto, “cosacos” de Caballería, camiones Neptuno, perros entrenados, gases lacrimógenos a granel.
La memoria histórica (y la de quien esto escribe, como ciudadano-militante que estuvo ahí) reflejan que el coraje y la disposición de los manifestantes contaban con el apoyo de otras personas de a pie. Los vecinos que pispeaban o balconeaban, los mozos de los bares, el personal de las oficinas del centro porteño no se dedicaban a fisgonear. Abrían puertas, daban cobijo, asilo o un vaso de agua a los manifestantes. En voz alta o con cuidado, puteaban a los milicos y a los canas.
Los ciudadanos más activos y los que no se animaban tanto pintaban la semblanza de una sociedad civil que, atenuado el imperio del miedo, expresaba su repudio.
Ubaldini se consagraba y proyectaba como líder natural. La CGT oficial, “la de Azopardo” (participacionista o colaboracionista en su jefatura y en su mayoría) era desplazada. Un cuadro “de la segunda línea de la CGT”, así se definió él alguna vez, se consagró en ligas mayores.
La representatividad de Saúl se prolongó y acrecentó en la recuperación democrática. Peronista raigal, orador emotivo inspirador para parodias de buena o mala fe, social cristiano intuitivo, fue quizás el dirigente con mayor convocatoria masiva de la historia del movimiento obrero. Nuevos actores sociales lo vivaron en especial en los actos durante el gobierno del presidente Raúl Alfonsín.
Amén de las clásicas asistencias a manifestaciones sindicales, a Ubaldini lo acompañaba y vitoreaba un nuevo estamento de la clase trabajadora. Desocupados o subocupados, de pobreza extrema, poco numerosos y nada visibles en los treinta años que corrieron desde 1945 a 1975, por redondear. Con falta de saber o simplismo algunos los describieron- rebajaron como marginales o hasta lumpenes. Eran, en rigor, laburantes en peor condición que sus compañeros de clase. Ubaldini los congregaba, su palabra los expresaba. Los representaba, como mejor le iba saliendo.
Fue un precursor en esa faceta, en la consigna “Paz, Pan y Trabajo”, en ciertos tips del catolicismo social que hoy día reverberan en el discurso del Papa Francisco.
Hubo un trabajador asesinado por la dictadura en Mendoza ese 30 de marzo: José Benedicto Ortiz. Cientos o quizás miles de detenidos, Ubaldini entre tantos. El 2 de abril fueron liberados porque el desembarco en Malvinas pretendía fundar una nueva etapa y recobrar el favor popular. No fue así, ya se sabe, aunque ese es no es el eje de esta columna.
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La CTA de los argentinos y la CTA Autónoma eligieron esa fecha para convocar a otra movida opositora el jueves pasado. Los oradores fueron sus secretarios generales Hugo Yasky y Pablo Micheli a quienes se sumó el metalúrgico Francisco “Barba” Gutiérrez, en representación de los sectores cegetistas que adhirieron. Los rodeó, como ya es regla, una muchedumbre.
Los expositores reclamaron el cambio del programa económico. Y repitieron, de modo claro y creíble, que no buscan una caída del gobierno ante tempus, una salida anticipada. La interpelación es democrática por antonomasia: defensa de intereses generales, expresada en actos pacíficos, transversales, pluralistas.
El Congreso de Trabajadores Argentinos que conformaría luego la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) surgió en plena década del ‘90 cuando el menemismo neoconservador arrasaba. La CTA se creó con iniciativas precursoras: afiliación a todos los trabajadores (afiliados o no, empleados o no), integración con organizaciones sociales y no solo con sindicatos. El diseño se corresponde mejor con las necesidades de la etapa actual que el proverbial de la Confederación General del Trabajo. De cualquier forma, con magullones, remiendos y rechazos, el modelo sindical argentino sobrevive: la CGT es la central más poderosa y gravitante. Llamó a huelga general el 6 de abril día que, pase lo que pase, será una bisagra en la etapa macrista.
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Para anticipar el viernes: Todos los gobiernos de la etapa democrática afrontaron paros generales y sin excepción acudieron a argumentos que se repetirán el jueves próximo. Los sintetizamos, a riesgo de aburrir a priori: hubo personas que quisieron trabajar y no pudieron por no disponer de transporte. Lo que importa es el día siguiente, en el que nada habrá cambiado.
Ninguno de esos razonamientos es acertado ni honesto. Tampoco lo serán las estimaciones oficiales (o de los medios dominantes) sobre el ausentismo.
Las medidas de fuerza deben ser políticas porque atañen a cambios en los programas o medidas del gobierno. Impactan siempre en la coyuntura. Generan nuevos escenarios, alteran las correlaciones de fuerzas.
Ah… el viernes (todo lo indica) se argüirá también que fue un paro “dominguero”. Que los trabajadores argentinos (intrínsecamente perezosos) aprovecharon para armarse un fin de semana largo.
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Miles de razones: Sobran motivos para una jornada de protesta. La economía real está devastada, el consumo popular se constriñe mes a mes, cierran establecimientos en todo el territorio nacional. La industria en general y la clase trabajadora (en casi toda su amplitud) son las perdedoras del “modelo” M.
El gobierno se engaña dibujando números, observando el aumento de la exportación de arándanos, creyendo en sus embustes. No es el primero en encerrarse para no ver ni oír pero ha caído con insólita rapidez en tamaño vicio.
La palabra oficial pierde aceptación sin que sus emisores se percaten. El oficialismo revela sus límites, su formación cultural, sus lacras. El ministro de Educación, Esteban Bullrich, escribe sobre Ana Frank aunque pinta básicamente un autorretrato. Horrible la imagen, Dorian Gray. Es un ignorante cabal, un arrogante que se explaya sin estudiar, un emergente de las clases altas que subestima al Holocausto. Al punto de valerse de él para meter un bocadillo sobre la política doméstica, desde su estrecha mirada. Primitivo y filo ágrafo, no aprobaría ninguna prueba PISA.
Ni hablemos del presidente del Banco Nación, Javier González Fraga y la enésima versión de la tilinguería campestre.
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Mandatos y mensajes: La CGT se tomó su tiempo para parar, le toca hacerlo en un contexto que condiciona a los dirigentes.
La inflación no cesa, el primer trimestre superó la marca esperada por el oficialismo. Las predicciones sobre crecimiento del PBI se van moderando. El consultor Miguel Bein pronosticaba un cinco por ciento, con una condición: que los incrementos salariales fijados por paritarias superaran holgadamente a la inflación. Con el convenio de Comercio, firmado por el incombustible Armando Oriente Cavalieri y las pautas que intenta imponer el Gobierno, redujo la estimación al orden del 3 por ciento. Con un crecimiento vegetativo de la población del 1,5 por ciento el saldo, distribuido per cápita, es imperceptible.
Otro economista de prosapia radical, Roberto Frenkel, describió como casi imposibles las profecías oficiales, fundado en una lectura técnica, publicada en Perfil.com. Sin arrastre estadístico de 2016, razonó, “el aumento del PIB en 2017 (con relación al promedio de 2016) depende exclusivamente de la magnitud de su tasa de crecimiento a lo largo de 2017. Hasta aquí es sólo aritmética, pero trae una noticia desagradable. Para que el PIB de 2017 aumente un tres por ciento debería crecer aproximadamente seis por ciento entre puntas del año, a razón de 1,5 ciento trimestral, aproximadamente. Sería un proceso vigoroso y perceptible”. Ni por asomo lo hay, remata.
Con ese cuadro y con el clima social que registra la marea de movilizaciones, las cúpulas gremiales advierten (deberían advertir) que ceder sería letal para la representatividad que ponen en juego y para la reentrada en “la política” que sueñan.
Las multitudes claman por defender sus derechos, por no perder sus conquistas, por vivir con dignidad, por quedar a cubierto de la malaria y el desempleo.
Son mandatos explícitos que se hicieron cuerpo, cánticos y consignas en las plazas y las calles. Las palabras de los triunviros cegetistas desde que se fechó la huelga describen una situación que no deja margen para negociadores flojos o para sanatas copiadas de los think tanks de la derecha.
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Ida y vuelta al pasado: Regresemos al pasado. El resquebrajamiento de las dictaduras (aquel 30 de marzo, el Cordobazo en 1969) suelen sorprender a la sociedad civil. Uno de los objetivos del terrorismo de estado es abolir la esperanza en el futuro, crear la impresión de que el orden impuesto es eterno. Puede funcionar algún tiempo, haciendo palanca en la violencia, lo que promueve asombro cuando implosionan, como el Muro de Berlín.
En un sistema democrático, así fuera imperfecto, el funcionamiento es diferente. Hay alertas tempranas de todo tipo, se puede pulsar a la opinión pública y a los sectores productivos todo el tiempo.
Las elecciones condensan las posiciones, las instrumentan. El pueblo expresado en el padrón se implica, compromete, decide, modifica la integración de los poderes del Estado. Decide, ejerce poder.
La combinación entre la creciente protesta social y las votaciones por venir son más sólidas que las encuestas cuya credibilidad se debilita en todo el planeta. Con todo, surten efectos, entre otros factores porque los decisores les creen, por ahí de más. En este trance difícil del Gobierno, hasta los sondeos que paga con munificencia le llevan datos preocupantes. La mirada impresionista intuye que esos datos se quedan cortos. Habrá que ver.