La pandemia está exarcebando un problema horrible en los Estados Unidos, la desigualdad social. En 2018, un estudio del banco central del país, la Reserva Federal, encontró que el cuarenta por ciento de los norteamericanos no tienen para pagar un gasto inesperado de 400 dólares. Para 2019, siete de cada diez no llegaban a tener mil dólares ahorrados, un aumento de la pobreza relativa del 58 por ciento en apenas un año.

Y entonces, una pequeña criatura llamada coronavirus apareció en escena, bailando y saltando, y creando una catástrofe social.

En un año normal en Estados Unidos, 800.000 personas son desalojadas cada mes. Para julio de este año, se estimaba que ya eran entre seis y siete millones. Donald Trump firmó una ley, diciendo: “No quiero que nadie sea desalojado y con esta ley voy a solucionar el problema casi completamente, o tal vez completamente”. La firma fue en su lujoso club de golf en Bedminster, Nueva Jersey, frente a un grupo de socios que habían pagado 350.000 dólares para entrar y siguen pagando anualidades altas.

Pero no era una ley lo que el presidente firmaba sino un decreto, que no hizo absolutamente nada para proteger a los inquilinos, ni siquiera extendía la más bien débil moratoria de cuatro meses a los desalojos. Eran generalidades biensonantes que dejaban el tema en manos del secretario de Estado, Steven Mnuchin. Que era presidente de un banco que se encargó de echar a más de cien mil personas que no pudieron pagar sus hipotecas por la crisis de 2008.

El mismo día en que Trump firmaba su decreto, el 24 de julio, vencía la ayuda económica de 600 dólares por semana votada por el Congreso, con Trump y los republicanos negándose a extenderla. El argumento es que tanta plata hace que la gente no quiera volver a trabajar, lo que implica admitir que los veinte millones de trabajadores que recibieron la ayuda no llegan a ganar eso. Hay que destacar que, considerando los precios norteamericanos, ganar 600 a la semana coloca al trabajador por debajo de la línea de pobreza… A principios de septiembre, Trump terminó firmando otro decreto asignando 300 dólares. Pero todavía nadie vio ni uno de esos cheques.

Un nuevo segmento de los noticieros televisivos es el bloque dedicado al hambre en Estados Unidos. Son imágenes de gente haciendo cola para recibir alimentos en iglesias o centros de ayuda. El problema aumentó porque el gobierno Trump hizo cada vez más complicado recibir ayuda por desempleo o alimentar, y porque las escuelas cerradas significan que tantos chicos no reciben su desayuno y almuerzo gratuitos.

El salario mínimo sigue siendo exactamente el que era en 2009, 7,25 dólares la hora. En los once años en que los trabajadores no recibieron aumento, los bonos de los brokers de Wall Street subieron exponencialmente. Si el salario hubiera seguido la misma evolución, cada hora se pagaría 33,51 dólares.

Las muertes por covid-19 en Estados Unidos ya están llegando a las 200.000, a un ritmo de mil por día. Los medios reflejan la cantidad de ciudadanos que no pueden pagar un funeral, ni siquiera un entierro, de un ser querido. Es un rasgo de la disparidad social: el dueño de Amazon Jeff Bezos ganó en un excelente día en julio 13.200 millones de dólares, diez veces lo que costaría pagar el entierro de todas las víctimas del virus en todo el país.

 

El índice GINI, que mide la desigualdad social en una escala de que va de 0 (el mejor grado) a 10, califica a Estados Unidos como el país desarrollado de lejos más desigual. En 2018, le dio un puntaje de 4,14, lo mismo que a la Argentina de Macri y peor que el 3,96 de Uruguay. Lo más notable es que hace cuarenta años, en 1980, EE.UU. tenía un GINI de 3,46. Es un caso único de caída en la equidad social desde que existe el índice.