Despunta la primavera del año 2012. El paisaje sonoro de un lobby, en un hotel porteño y bullicioso, no rompe la cadencia tibia y calmada de uno de los grandes autores de Salta: “Por ese tiempo en Tucumán estaba Don Lino Spilimbergo, que vino así, caído del cielo. Y formó la escuela de Bellas Artes, un genio de la pintura universal. Se asentó en Tucumán, le gustó esta tierra, hizo su escuela ahí. De allí ha salido un grupo de pintores de este país, con grandes de la pintura, debido a que llegó un maestro, un hombre simple. Era pintor. Debe ser muy difícil ser algo”, la voz reflexiva que se desliza en el grabador es la de Miguel Ángel Pérez, artífice de versos inolvidables, que hoy cumpliría 90 años.

El ciclo de música y poesía de la Casa de Salta en Buenos Aires lo llevó, en ese entonces, a pasos del Obelisco con sus coplas a cuestas. Allí sucedió el encuentro. Algunos de los minutos de una conversación inédita hasta hoy, breve, pero intensa, lo transportan primero a 1948, cuando Spilimbergo organizó y pasó a ser director del Taller de Pintura del Instituto Superior de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán. En esa casa de estudios trabajó (entre otros) con Eugenio Hirsch. La referencia no es caprichosa porque Perecito tenía una mirada holística del arte y admiraba tanto a sus antecesores como a sus contemporáneos.

El hacedor de “Cartas a la casa”, “Los potros” o “El cantar del carnaval” (solo por nombrar algunas de sus páginas) nació en Catamarca el 23 de septiembre de 1930, pero pasó su niñez en Cafayate y se quedó en estas tierras hasta su último día.

El diálogo con el enorme versificador prosigue, Perecito bebe un sorbo de agua y con una sonrisa en los ojos, entra a una habitación que conoce bien: “Generalmente las universidades han marchado siempre a trasmano de la poesía. Con esquemas inamovibles de verdades, de creaciones de palabras que no están... Todo el mundo tiene derecho a crear una palabra, pero una palabra nueva, no tomar sendos libros y hacer que el conflicto humano se resuelva a través de leyes inmutables. Lo que es humano, debe ser tratado de la forma humana, que es la única manera en la que se puede resolver algo. Además la poesía es totalmente simple “, afirma. Y el silencio posterior invita a las preguntas

-Usted, además de ser uno de los poetas más grandes de Salta, cuenta con gran parte de su obra musicalizada por compositores notables ¿Qué sentimiento le genera escuchar sus versos junto a melodías que son valiosísimas para nuestro acervo folclórico?

-Mire, ahí hubo una cosa que creo yo, que le puedo contar. Creo que lo que le voy a contar es verdad, creo.

Las universidades, o sea, la universidad de uniforme, nos ha hecho creer que quien quería ser un poeta debía usar corbata. Y La Carpa, por ejemplo, me enseñó una cosa: que lo único que realmente no necesitaba un poeta era la corbata y que (escribir letras) era despreciar el arte de la rima, ese arte sagrado. La poesía no es sagrada. La poesía es un adorno, una joya indefinible. Porque todo, todo lo que es, es poesía. Hacer una canción era rebajar el idioma. Decían “cómo va a hacer una canción si usted es poeta. Usted tiene que escribir poesía”.

Y resulta que nos contestaban “poesía es Cervantes”. ¿Y qué es Cervantes? más pueblo que El Quijote no hay en ninguna parte. El Quijote está sacado de la esencia de la tierra, es la tierra pura que habla y que dice, que inventa, que se duele, que se alegra. Todo lo que es posible en la tierra.

Y lo que hace la universidad -y todavía sigue haciéndolo- , es empecinarse en aquello de que hay una poesía popular y una poesía sagrada. Yo no conozco ni la poesía sagrada ni la poesía popular, porque todo es poesía.

-Tal vez las canciones tienen una llegada más directa a las personas…

-La canción tiene un acercamiento hacia la gente que el libro no tiene. El libro necesita tiempo para leerlo y dinero para adquirirlo. A la canción, desde que se ha inventado la radio, se la puede escuchar desde allí y le gusta o no le gusta a quien la recibe. Eso también es la poesía: puede gustar o no. Por ejemplo, no a todo el mundo le gustan mis poemas. Yo sé que hay gente a la que no le gusta como escribo, pero no me importa. Yo hago lo que tengo que hacer.

El pueblo nos da todo y todo lo que nos da el pueblo es poesía pura, pura, de la grande.

La poesía que han hecho los grandes poetas de la tierra es popular, aunque tenga ahora el aura de estar en los cenáculos. Todo esto es puro cuento, no sirve para nada. Todo esto que le estoy diciendo responde a su pregunta.

-Desoyó divisiones que consideraba estériles y generó grandes letras ¿cómo describe el proceso de esas creaciones?

-A mí me ha costado hacer una letra. Yo también estuve criado en ese medio en donde se decía que la letra era una poesía menor. Hasta que han hecho que me dé cuenta de que no existe poesía mayor ni menor. Se es o no. No hay poesía importante y otra que no lo sea. Todo aquello que es, es poesía. Lo que no es, no es. No hay más. Es simple.

A mí me ha costado mucho entrar en ese terreno, pero cuando lo hice y empecé a conocerlo pensé: “todos los años que he perdido y no me he dedicado a hacer esto que es tan hermoso y que llega tan rápido a la gente”. Como le comentaba antes, al que escucha le gusta o le disgusta, pero eso quiere decir que la recibe, siente algo con eso.

Y los que han creado todo este gran movimiento han sido los poetas: Jaime Dávalos, el Manuel Castilla y los muchachos de La Carpa, que se han dedicado a ahondar en el pueblo. Eso es lo que puedo decirle de la poesía y la canción.

-La Carpa surgió en Tucumán y se expandió por todo el NOA, en los años 40. Reunió a artistas e intelectuales. Eso es sabido, pero ¿qué siginificó para usted?

-Desde ahí ha surgido este movimiento que todavía nos conmueve y que es tan real, tan verdadero. Esa labor, de música y poesía, aún continúa.

-Qué puede contarnos de su labor junto al “Cuchi” Leguizamón?

-Indudablemente, un poema en la música tiene sus dificultades. Yo he hecho trabajos de esa naturaleza con un genio de la música, que ha sido Gustavo Leguizamón. Y él me ha mostrado las complejidades que tiene. El músico tiene que trabajar mucho, tiene que lograr interpretarla y tiene que ser también un poeta.

Yo tengo canciones del Cuchi en la que le digo “yo no sé si has hecho la música o la poesía”. Porque nos juntábamos, hablábamos decíamos cosas: “cómo qué quieres hacer”, “yo quisiera esto”, “yo siento esto otro”, “cómo lo hacemos”.

Incluso, con las palabras, a veces él me decía: “esta palabra hay que limarla, sacarle esta acentuación”. Es un trabajo artesanal, en conjunto. Uno tiene que saber qué siente el músico y el músico tiene que saber qué siente el poeta. Y eso tiene su problemática.

-También se vinculó con otros salteños que transitaron por la senda de la música y la poesía, como Ariel Petrocelli…

-Sí. El caso de Petrocelli… tremendo músico, un hombre con una sensibilidad muy profunda. Muchos de los que no han entendido esto desdeñan su poesía, por ejemplo. Y no saben que se equivocan. Hacer una canción y que la cante el mundo entero es algo de mucho peso, no es ningún regalito. Petrocelli es un músico y poeta conocido en todo el mundo, un changuito de Salta medio malcriado (risas), medio insoportable a veces, un gran amigo.

-¿Y cómo se lleva hoy con la poesía?

-Mi relación con la poesía es una maravilla. Como le digo, me ha enseñado a ser feliz. Y soy feliz.

-¿El secreto de la felicidad entonces radica en ser poeta?

-No me atrevería a decir tal cosa. Creo que hay entender que el secreto de la felicidad es entender, entender y amar la vida... Quererla. No estar enojado porque hemos perdido tal cosa o tal otra. Yo perdí un montón de cosas, he perdido amigos, parientes, gente que amaba mucho… hay algunas mujeres que me han maltratao, hay otras que me han querido mucho -que yo ni cuenta me he dado, que yo también he maltratao- Todo eso es la vida, y la vida es poesía pura.

El grabador se apaga y la conversación termina. Perecito se pierde entre la gente a paso lento, con la sonrisa intacta mientras anochece en octubre.

Relatan sus biógrafos que murió meses después, un 13 de enero de 2013, luego de almorzar con sus amigos Aníbal Alfaro y Leopoldo “Teuco” Castilla, a los 82 años, pero eso no es cierto. Cada vez que suena una de su canciones, cada vez que alguien encuentra sus poemas, Miguel Ángel Pérez está de vuelta “Cuando se acabe la vida/su mentira y su verdad/ solo el canto de los hombres /rodará en la eternidad”, escribió alguna vez y con absoluta justicia se instaló en la memoria del pueblo que lo canta y se volvió, merecidamente, parte del infinito.