Semanas atrás, Kamala Harris sólo necesitó ocho segundos para revolucionar a incontables internautas: lo que le llevó bajar del avión que la depositó en Wisconsin para su primer acto público en solitario como candidata a vice por el partido demócrata. Revolucionó la web que la senadora se mostrara en prácticas, confortables y un pelín gastadas… zapatillas. Parte del signature look de una Harris decontractée que lleva ratazo cantando loas a sus adoradas Chuck Taylor. Tiene muchas, en diferentes colores, para distintas circunstancias, pero de cara a las venideras elecciones, la lupa magnificada no pierde detalle de campaña. Y ahora, este clásico de la firma Converse, perenne modelo desde 1917, es -para muchos- “un arma política”. Un símbolo de modernidad, de libertad y de practicidad de una ágil y desenfadada Kamala, fiel a sí misma, capaz renovar las ropas que visten a la política. Ningún calzado imposible va a fastidiar su día, alterar su postura natural, afectar su musculatura o articulaciones, generarle problemas podales, hacer mella en la circulación de sus extremidades. Se necesita mantener el trote saludable y a buen ritmo para desbancar a Trump en noviembre.
Un repaso por la historia del que hoy se considera el más democrático de los calzados dará cuenta que costó sangre, sudor y algunos callos lograr que la obsesión global fuera genuinamente equitativa. Ligadas las zapatillas a cierta masculinidad durante casi un siglo, inicialmente eran también objeto de lujo, asociadas a clases que podían darse la licencia del ocio recreativo. Con la industrialización devinieron accesibles, calzando distintas marcas primeramente a deportistas. Entre la humilde versión de lona hasta los diseños ergonómicos futuristas, entre el nicho del ejercicio hasta devenir universal y de uso cotidiano, pasaron basquetbolistas (como el propio Chuck Taylor), beatniks, rockeros, panteras negras, skaters, hip-hoperos, y así sucesivamente. Se convirtió en expresión elegante para varones que sucumbieron a las vanidades de la moda, ¡a las que supuestamente eran inmunes!, engordando sus colecciones con alternativas cada vez más caras, más exclusivas.
Por cierto, la palabra sneakers, como las llaman los estadounidenses, es un guiño a escabullirse sin hacer ruido: se instala a partir de la década de 1870 cuando la novedad de la suela de caucho hacía las delicias de chicuelos, maravillados por dar pasitos silenciosos durante sus correrías. El marketing se la lleva la expresión para su campito y el resto, como suele decirse, es historia… Por fortuna, los franceses ya habían desdoblado las hormas de los zapatos: distinguir entre pie izquierdo y derecho solo fue obvio desde principios del siglo XIX.
“¿Las primeras zapatillas estaban destinadas tanto a hombres como a mujeres?”, preguntaron a Elizabeth Semmelhack, curadora de la muestra Out of the Box: The Rise of Sneaker Culture, en Estados Unidos. Y ella, conociendo de pé a pá el asunto, afirmó que sí, “porque a mediados del siglo XIX el tenis sobre césped también lo podían jugar las mujeres. Con el tiempo, comienza a alentarse que todos, sin distinción, hagan ejercicio por razones de salud. Y el pujante movimiento por los derechos femeninos juega su parte: ellas abogan por salir del hogar, hacer deportes y otras actividades para las cuales necesitan calzado confortable”. Dicho lo dicho, brotaron bastantes ampollas hasta que las zapas se volvieron unisex.
Los primeros modelitos para ellas no soltaron del todo el tacón que, aunque de goma, buscó mantener a resguardo, literalmente en alto, lo presuntamente femenino. Preocupaba sobremanera a los varones, férreos guardianes de nuestro recato, que nos involucráramos en menesteres pretendidamente masculinos como los deportivos. La concesión llegó en los 20s con el mentado taquito, que bajó centimetraje en los 30s y 40s, sumó colores y mantuvo el pisito de goma. Las Oxford flats, por caso, no sólo emperifollaban los pies de las jugadoras de beisbol que tomaron las canchas cuando los hombres fueron a pelear la Segunda Guerra: también era habituales en las fábricas donde cualquier calzado que pudiese hacer una chispita era descartado. Ya en los 50’s el preppy look de jovencitas se completa con zapatillas, especialmente populares entre rebeldes con o sin causa (no solo James Dean las usa, también Marilyn Monroe las combina con unos vaqueros en Tempestad de pasiones, de Fritz Lang). En los 70s se vuelven una declaración fashionista, del tipo que ayuda a que Farrah “ángel de Charlie” Fawcett se eche sus buenas carreras y atrape a más de un bribón… Por esas fechas, Vogue las declara un símbolo de estatus y las empresas aprovechan la segunda ola feminista para promocionar flamantes modelos “a medida del nuevo estilo de vida femenino”. Con todo, es en los 80s cuando se da el auténtico boom: sí, sí, en parte por la explosión de los aerobics, pero además porque la afluencia masiva de mujeres en el mercado laboral las lleva a querer trasladarse confortablemente hasta sus oficinas -donde las sustituyen por taquitos, la informalidad hasta la puerta, como bien se muestra en Secretaria Ejecutiva o en Baby Boom.
El asunto se va poniendo más laxo desde
entonces, y aunque actualmente nadie frunce la mirada al ver a actrices como
Kristen Stewart o cantantes como Billie Eilish optar por zapas para la alfombra
roja, ya hay antecedentes en los 90s: una espléndida Cybill Sheperd luciendo un
vaporoso vestido con sneakers naranjas en la gala de los
Emmys. Y es que, claro, Gucci ya había metido la cuchara en la multimillonaria
torta de los sneakers; luego Prada; también Yohji Yamamoto y Jeremy
Scott en colaboración con Adidas. Y en los últimos años, las más topísimas
marcas trabajan con topísimos artistas (incluido el arqui Oscar Niemeyer),
ampliando colecciones que cuestan, tanto a hombres como mujeres, los dos ojitos
de la cara y un pulmón.