Marguerite Duras habla de su vida y de su obra: “Ese es el misterio de mi vida: por qué ese período relativamente corto de los seis a los dieciséis años es tan fecundo”. Al hablar de El amante, es la mirada lo que se recorta. El amante, dice, era un álbum de fotografías, el comentario de las fotos de su infancia. Marguerite recorre los detalles del “decorado de su infancia” y se detiene en el rostro de la madre. Los rasgos tirantes, cierto desorden en su peinado, cierta mirada somnolienta en donde puede leerse su gran desaliento frente a la vida, una desesperación “tan pura que ni la felicidad más viva lograba distraerla por completo”. A su alrededor, los hijos vestidos “como desdichados” delatan ese estado en el que se hundía la madre, al punto de no vestirlos o incluso alimentarlos.
En las novelas del llamado “ciclo familiar” (Un dique contra el Pacífico, El amante y El amante de la China del norte) Duras salda cuentas con los horrores de su infancia y efectúa una “redención literaria” de su familia: “todos son finalmente inocentes”. La maldad del hermano, el desánimo y la locura de la madre –la voz estragante y mortificante, pero también la voz dulce de la madre que les narraba (¡la narración!) antes de dormir. El padre ausente, único hombre amado por la madre, de quien pocas veces se habla en sus novelas –“quizás porque sin saberlo es a él a quien seguí escribiéndole (…) “perdía y volvía a encontrar a los hombres como si hubieran sido mi padre”.
La soledad de la escritura, nos dice Duras, es estar en medio del agujero de una absoluta soledad ante el libro que reclama ser escrito: “Delante de algo así como una escritura viva y desnuda, como terrible, terrible de superar”. Una escritura de la que no se tiene la menor idea, frente a la cual la propia persona que escribe se encuentra con las manos vacías y “sólo conoce la escritura seca y desnuda, sin futuro, sin eco, lejana, con sus reglas de oro, elementales: la ortografía, el sentido.”
La escritura para Duras es el lugar del extravío y a la vez su única certeza. Un espacio al cual entra en un estado de abandono de sí misma –“dejarse hacer, abandonarse, dejar que el libro sople su propio viento” . Algo así como el esp de un libr, el espacio de un libro en donde ya no hay nadie y en el cual la práctica de la letra toca algo del inconsciente real.
"Cuando escribo me encuentro, generalmente, en un estado difícil de describir, nada claro. Creo que sólo se escribe verdaderamente cuando uno cree no estar escribiendo, cuando ya no se es dueño de lo que se hace. En ese momento llega la desesperación, incluso la abdicación misma: se diría que la escritura llega sola".
De esa escritura en el límite, entre acontecimiento de cuerpo y palabra, Duras obtiene un recorte del objeto pulsional que le permite inscribir una pérdida y alzar un dique frente al estrago y la muerte. Se trata de una “salvación por la escritura”, es una cuestión de vida o muerte: la escritura o el alcoholismo. Sortear por un lado la soledad alcohólica y por otro la soledad de la escritura como dos modos de vérselas con el agujero. El alcohol, taponándolo con la ilusión fálica del sentido pleno al precio de un empuje feroz al goce mortífero. La literatura, escribiendo materialmente el agujero sin taponarlo.
Un suceso no puede ocurrir dos veces, una vez en la realidad y una vez en un libro, pero tiene que haber ocurrido para que el libro pueda narrarlo. Y el mismo suceso se destruye en el libro porque nunca es el que ha tenido lugar. Sí, el libro realiza este milagro.
La escritura entonces es apenas “una reverberación del estado que precede a la expresión, antes de traicionarla”. Y por eso la escritura, si porta algo del abismo, es siempre fallida con respecto a ese caos primitivo, total e ilegible que la precede. Pero que justo por fallida se abre al espacio posible del libro por venir. Es decir, al deseo.
*Fragmentos del artículo publicado en Factor ‘a’ Revista de la Acción Lacaniana de la NEL.