“La muerte no es nada extraordinario. Desde chica sé que voy a morir”, dijo alguna vez Juliette Gréco, con esa forma de sarcasmo que nunca termina de declararse broma. El miércoles, a los 93 años, la cantante y actriz francesa murió, acaso como supo que sería: en su casa de Ramatuelle, en la Costa Azul, rodeada del afecto de su entorno familiar. “Tuvo una vida fuera de lo común”, termina el comunicado enviado por la familia a la agencia France Presse. Voz de poetas, musa de artistas e intelectuales, feminista e ícono de la cultura francesa, Gréco era la última sobreviviente de la gran saga de la canción francesa de pos guerra, de la bohemia de Saint-Germain-des-Prés y de esas formas de la concebir la libertad como una tarea de la inteligencia.
Nació en Montpellier el 7 de febrero de 1927. Su padre, Gerard Gréco, era corso de origen italiano y su madre, de apellido Lafeychine, fue activista durante la Resistencia y deportada en un campo de concentración, después de lo que partió hacia Indochina. Juliette creció junto a sus abuelos maternos hasta que en 1946 se mudó al barrio de Saint-Germain-des-Prés. Ahí comenzó su vida de cantante en los cafés de la zona que derivó en los encuentros que terminaron de definirla. Con veinte años actuaba en el cabaret Le Tabou, donde frecuentaba a Marguerite Duras, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, entre otros intelectuales. En el París liberado, tras la ignominia de la ocupación nazi, el interés por vivir volvió a las calles y el movimiento existencialista comenzó a engendrarse entre el humo de los clubes.
En 1949 Juliette se encontró con Miles Davis, que había llegado a Francia para actuar en el Festival de Jazz de París. Fue un fogonazo intenso e inolvidable, aunque breve, como el mismo Davis cuenta en su autobiografía. Para el trompetista, Juliette Gréco representaba todo lo que París podía ser: Libertad, apertura, audacia, sensualidad, cosas más imaginadas que probadas para un ciudadano negro estadounidense. Para Gréco, Miles fue mucho más que la típica excursión al exotismo de la tradición francesa. Alguna vez supo relatar con melancolía la impresión que le produjo contemplar al genio musical ante la quebradiza sensación de libertad que había encontrado en París. Todo terminó como terminaban las cosas con Miles. Se fue sin saludar.
Ese mismo año, Juliette debutó como cantante con “Les feulles mortes”, la canción de Jacques Prévert. Fue su aparición ante el gran público. Por encanto y por estilo, la morocha cautivó a muchos. Su carisma escénico, la voz tersa, la sensualidad levemente fatigada y sus inflexiones expresivas al borde de la persuasión, reflejaban esa cultura del “decir cantando” de marca francesa, que comenzó en el siglo XVII con Jean Bapstiste Lully y todavía hoy persiste en los pliegues de una lengua que a la que no todas las melodías le quedan bien. Los vestidos negros ajustados, el ruoge discreto y una línea de lápiz en los ojos siempre entrecerrados completaban una imagen tan poderosa cuanto delicada, que ya en la década del ’50 rivalizaba con la de Edith Piaf.
Enseguida, otros poetas destacados escribieron para Gréco: Jules Laforgue le hizo "L'eternel femenino" y Raymond Queneau se le acercó con "Si tu t'imagines". Jean Paul Sartre, su amigo personal y mentor, hizo lo suyo con “La Rue des Blancs-Manteaux”. Acariciada por esa forma de éxito comercial que la industria llama popularidad, Juliette entró también en las gracias de poetas de la canción como Jacques Brel, Georges Brassens, Serge Gainsbourg –que le escribió "La javanaise", Charles Aznavour y Leo Ferrè, entre otros. Tanta imagen no pasó inadvertida para el cine y Juliette fue también actriz. Participó en Orfeo de Jean Cocteau, en El reino de los cielos, de Julien Duvivier, con papeles menores en realizaciones de Jean-Pierre Melville y de Jean Renoir, y su voz es la que se escucha mientras caen los títulos de Buenos días, tristeza, de Otto Preminger. También filmó en Hollywood, en las épocas en las que sostuvo un romance con Darryl Zanuck, fundador de 20th Century Fox. De ahí vienen Las raíces del cielo, de John Huston, y Una grieta en el espejo, de Richard Fleischer.
Ejemplo feminista de una época en la que no abundaban los ejemplos, Juliette se pronunció antes que muchos, a favor del divorcio, del derecho a aborto y en contra la discriminación de homosexuales, prostitutas y marginados en general. Se casó tres veces. La primera, en 1953, duró apenas tres años con el actor Phiippe Lemaire. Entre 1966 y 1977 sostuvo su matrimonio con el actor Michel Piccoli y en 1988 se casó con Gerard Jouannest, pianista de Jacques Brel. De su primer matrimonio tuvo una hija, Laurence-Marie Lemaire, que murió en 2016, el año en que, a los 89, Gréco dejó de cantar. Ya había vivido una vida extraordinaria, por sobre cualquier muerte común. Ya era la figura inolvidable y estilo inconfundible. ¿Otras señas particulares? “Sí, siempre va vestida de negro”, dijo de ella Boris Vian.